Por Rubén Loza Aguerrebere
Este año cumplirá cien años el mayor escritor argentino viviente: Ernesto Sábato. El último de los tres mosqueteros de la literatura argentina, los que, como se sabe, eran cuatro. Ya no están en este mundo Borges, Cortázar ni Bioy Casares.
Nació en Rojas en 1911, hijo de un molinero. Estudió en La Plata. Sus estímulos intelectuales fueron alentados por el humanista dominicano Pedro Henríquez Ureña. Hacia 1930 ingresó en la Facultad de Ciencias Físico Matemáticas. Bernardo Houssay (luego Premio Nobel) gestionó en 1938 una beca para Sábato, quien se especializó en radiaciones atómicas en el Laboratorio Curie, en París.
En los años cuarenta, Ernesto Sábato decidió cambiar su destino: se dedicó a la literatura. Viviendo en las sierras de Córdoba, escribió «Uno y el universo», en 1945 y obtuvo el Primer Premio Municipal y el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores. Su primera novela, «El túnel», se conoció en 1948.
Un año después, recomendado por Albert Camus, se publicó en Francia. Tuvo dos versiones cinematográficas.
Su obra mayor, «Sobre héroes y tumbas», es de 1961. Le dio vasta nombradía y alcanzó reconocimiento internacional. Recoge una suma de historias: un drama personal, que tiende líneas en torno al Mal (otro de sus temas esenciales) y la historia argentina. En este caso, aparece el general Lavalle y su entierro, poniendo una aureola poética al pasado, el que vincula con el presente en un intenso vaivén.
Y en 1974 dio a conocer «Abbadón el Exterminador», cuya trama se inserta en el mundo real, pero donde el propio Sábato es personaje de ficción. La novela recibió en Francia el premio al mejor libro extranjero.
En 1984 se publicó «Nunca más», el famoso informe de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas, que fuera designada por el presidente argentino Raúl Alfonsín, y cuyo prólogo escribiera Sábato. Ese mismo año le fue concedido el Premio Cervantes. Escribí, recuerdo, sobre él y su obra, en uno de mis libros, y Sábato en noviembre del 89, generoso como es, me escribió estas líneas: «Gracias, querido y generoso Rubén, por el envío de su libro. Matilde me leyó el artículo sobre el premio Cervantes, que me conmovió (nos conmovió) profundamente; una nueva muestra de su calidad espiritual y de su inalterable sentimiento de amistad, para mí uno de los atributos que más admiro en los seres, tan propensos como somos a la deslealtad, a la cobardía, a la mezquindad». Hemos mantenido largo epistolario.
Tras el fallecimiento de su esposa, Matilde, murió su hijo, Jorge. Artísticamente, el viejo maestro, casi ciego, se abismó en la pintura. Pero escribe nuevos libros de ensayos, como «España en los diarios de mi vejez» y «Antes del fin». En ellos destaca los valores esenciales de sus mayores: que son lealtad, respeto y coherencia moral, reglas de vida.
Que un hombre representa al hombre, lo aprendimos con él; también nos enseñó que basta comprender a un hombre para ver iluminado todo el universo. Ahora en este, su centenario, es un clásico vivo y andante.
En:El País – Uruguay.
Cualquier parecido con la realidad sólo coincidencia.