En San clemente, a mediados del mes de septiembre, comenzaba la euforia por quien ponía primero la bandera en el frontis de su casa, señalando así su patriotismo, ese viejo amor a la patria, fomentado por los profesores de historia en las escuelas públicas a sus alumnos.
Urcisinio solía tomar la delantera en el pueblo, izando la suya en un mástil de seis metros de altura, clavado en un monolito que el mismo había construido para esos fines. Su bandera sobresalía a través de la tapia y el tejado, flameando al viento tan alta como la existente en el retén policial. Algunos lo imitaron en la cuadra, levantando monolitos semejantes al de Urcisinio, pero la mayoría conservaba todavía la costumbre de poner la bandera sobre el dintel de la puerta de entrada, colgando de una alabarda pequeña, instalada en posición diagonal desde el extremo superior del dintel hacia el cielo.
El tamaño de las banderas variaba mucho de una casa a otra en esos años. Sin embargo, la de Urcisinio pasaba por la más grande de la cuadra, en tanto la de los Domínguez quedaba como la más pequeña, y no faltaba quien, entre broma y broma, le echara en cara su falta de sentimiento patrio. No se trata de eso, hombre, solía defenderse José Antonio Domínguez, no se trata de eso, insistía algo airado, expulsando una espesa bocanada de humo de cigarro por la boca. Pero el caso es que la suya contrastaba con las banderas restantes, y mirada a la distancia, parecía una estampilla adherida al muro, en relación al movimiento ondulante y vigoroso alcanzado por las otras en medio de la brisa de la tarde.
Algunos sostenían que Domínguez se sentía por sobre todo español, y por eso no agrandaba la bandera chilena. Otros aseguran haberle visto en los cajones del ropero una bandera española de enormes dimensiones. Era hijo de emigrantes gallegos, llegados en el Winnipeg, y después de una larga estadía en la capital donde aprendió el oficio de panadero siendo apenas un jovenzuelo, apareció un día en el pueblo con el propósito de instalar una panadería, cuando la gente todavía amasaba su propio pan en casa, y sólo los más flojos lo compraban hecho. Empezó trabajando en una pieza insignificante ubicada en el interior de una modesta vivienda alquilada en la calle Huamachuco, después trabajaban tres o cuatro panaderos en su fábrica ubicada en Alejandro Cruz, frente a la plaza. Algunos lo pasaban ya por hombre rico, pero distaba mucho su apariencia con la de tales. Solía ser sencillo en el trato, amistoso y confiado. Trabajador ni hablar, porque se levantaba a las cuatro de la madrugada a luchar por la libertad, según explicaba minuciosamente, si alguien le preguntaba por el motivo de tales madrugadas. Tuvo dos hijos, Lucía y Rodrigo, los dos iban al liceo de Talca a cursar la secundaria, y a quienes despachaba personalmente todas las mañanas en el paradero del bus. Soñaba con que ambos fueran en el futuro jóvenes universitarios. Es la única alternativa de los hombres pobres, explicaba en reiteradas ocasiones cuando le preguntaban por esa obsesión de enviar a sus hijos a estudiar a la ciudad. Sin estudios, el hombre es un esclavo, decía también, explayándose latamente sobre el tema cuando alguien llevaba la conversación a ese plano, mientras termina de pesar el pan en la balanza.
Después de despedir a sus hijos en el paradero, regresaba al mostrador de la panadería, y de allí no se movía durante el transcurso de la mañana. Bajaba la cortina un rato para almorzar con su mujer, pero antes de las cuatro de la tarde tenía otra vez pan caliente en los canastos, recién sacado del horno. No paraba de trabajar hasta el ocaso, y durante los días de fiesta, no cerraba a ninguna hora, y ese año le había dado por comenzar haciendo empanadas a partir del mismo día 17, aunque acá para esa fecha todo el mundo solía hacerlas en la batea y en el horno de su casa.
Las fiestas patrias comenzaban con el correspondiente desfile frente a la plaza. A un costado se levantaba una tribuna para las autoridades y sus invitados, llenándola de sillas sacadas de la escuela. Había discursos de algunos funcionarios, pero lo único que realmente entusiasmaba a la gente era el desfile, porque por allí terminaba pasando el pueblo entero, incluidos los espectadores cuando les llegaba su turno respectivo. El pueblo se miraba a sí mismo como en un espejo en aquel desfile, y no dejaba de ser solemne, aunque bastante gracioso también. Primero pasaban los estudiantes de la escuela Primaria, encabezados por el cuerpo de profesores, su director y el correspondiente estandarte, luego los representantes de las diferentes agrupaciones civiles existentes, club de huasos, ciclismo, fútbol, Cruz Roja, rematando la primera parte de la presentación con el cuerpo de bomberos en pleno, luciendo su uniforme de parada, pantalones blancos y casaquilla roja flamante. Estos en definitiva, metían más ruido, después de accionar la estridente sirena del carro durante su paso.
La segunda parte la finalizaba siempre algún batallón del regimiento Coraceros de Talca, el cual llegaba marchando al pueblo durante la madrugada, despertándolo con el sonido instrumental de la banda, sincronizada con los golpes impresionantes del correspondiente tambor mayor. Impresionaban a los niños y también a los más viejos, armas, uniformes, y el coordinado paso de los soldados. También algunos años desfilaba una tropa de boy scout, premunidos de uniforme y mochilas semejantes a las militares, pero sus silbatos y tambores marcaban notas muy distintas a las emitidas por la banda de los soldados.
Por la tarde, la gente salía hacia la ramada instalada a un costado de la Media Luna, allí corría el vino, la chicha, la cueca. Llegaban grupos folclóricos de otras localidades, y tocaban durante todo el día. Había empanadas para comer, chancho en piedra, pan amasado, carne asada, prietas, longanizas, costillares barnizados con salsa de ají. Después se bailaba y muchos aprendían allí mirando, imitando a los bailarines profesionales, particularmente los niños, en quienes quedaban grabados los giros y pasos más expresivos de los bailarines. Ese año llegó un grupo folklórico cuyo cabecilla bailaba la Cueca del Cojo, una invención personal. La gente lo imitaba, los niños aprendían primero, por supuesto, y se iban más tarde bailando por la calle en dirección a sus casas.
En la Media Luna había rodeo al mediodía, y se presentaba media docena de colleras a la competencia. Aquel día el pueblo se llenaba de huasos a caballo, salían como hormigas por debajo de la tierra, yendo y viniendo uno tras otro por la calle. Aparecían jinetes provenientes de localidades cercanas y algunos de más lejos, de pequeños poblados extraviados en los riscos y quebradas de la cordillera de Los Andes. También se dejaban caer en algunos hogares parientes procedentes de la capital. A la casa de los Núñez llegaba casi toda la parentela. Traían la mercadería de Santiago, y en el pueblo no compraban ni un kilo de manteca. Se juntaba un grupo de más de treinta personas, y pasaban el día completo enfiestados bajo el parrón. Atestigua doña Celinda, la dueña del emporio, después de consultarla para este reportaje.
Ese año del 68, la inusitada muerte del gallego José Antonio Domínguez empañó el ánimo de la fiesta. Domínguez estaba trabajando en su panadería, ubicado detrás del mostrador, como de costumbre, aseguran, cuando entraron tres hombres desconocidos a insultarlo por aquel viejo asunto de la bandera. El panadero se indignó y los mandó a freír huevos, como es costumbre a los de su raza, pero uno de ellos sacó una navaja y le asestó un corte mortal, justo bajo la barbilla, y el hombre se fue en sangre al poco rato, tumbado sobre los sacos de harina. Los tres tipos andaban ebrios, y nadie se explica cómo Domínguez no pudo sacarle el cuerpo a la navaja. Dicen ahora que lo mató su propio furor, porque salió del mostrador como un energúmeno esgrimiendo un palo, sin prever las consecuencias, en vez de quedarse tranquilo sin hacer nada, riéndose como otras veces de aquel asunto del sagrado emblema patrio.
Podría haber evitado su muerte, si no se hubiese movido de allí, aseguran. Pero salió confiado en asestarle un buen palo al menos a uno de esos tres burros. Aburrido ya con esa vieja historia de la bandera, sin comprender aquel sentimiento nacional enraizado en un pueblo a su juicio bastante ignorante. Para él la única bandera importante era la de la independencia personal, las demás podían quedárselas. Lo había dicho en repetidas ocasiones hablando a gritos con los Navas en la ferretería, como suelen hablar los descendientes de españoles, sin importarle que otros oigan el contenido de sus conversaciones.
Se paralizó el pueblo esa tarde, nadie podía ni creerlo. Se pensó en la presencia del demonio, claro, en quien más se podía pensar frente a un acontecimiento tan desafortunado. Se cerró la ramada, después que esa noche nadie llegó a bailar. No hubo rodeo al día siguiente, y tampoco hubo desfile el día Diecinueve. Los acontecimientos se transformaron en un funeral apoteósico eso si, con discursos donde se reseñaba la vida ejemplar llevaba por el gallego en el pueblo. Hasta se habló de la buena calidad del pan, y de lo justo que había sido José Antonio Domínguez con la balanza. Aunque eso también es costumbre en San Clemente, y en los pueblos todos, hablar siempre bien de los difuntos, como si una vez enterrados en la tristeza helada de sus tumbas pudieran oír tales halagos, confirma doña Celinda antes de despedirnos.
Miguel de Loyola – Santiago de Chile – Proyecto Bicentenario.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…