Once de Septiembre: treinta y siete años después

Por Diego Muñoz Valenzuela

Ayer –en una lectura pública organizada por Letras de Chile- un amigo poeta trataba de recordar qué estaba haciendo la tarde del 10 de septiembre de 1973 y se lamentaba de no poder hacerlo.

No logré comprender por qué esa carencia de memoria le preocupaba tanto, pero tampoco le pregunté el porqué. Supongo que quería reconstruir las últimas horas de la democracia en Chile, antes de que cayeran sobre nosotros diecisiete años de dictadura con su agobiante gravamen de terror, opresión, persecución y muerte.

No recuerdo qué hice la tarde anterior al fatídico Once, pero puedo suponerlo. Nada muy distinto a aquellos días grises, pesados, cargados de fatalidad. Recuerdo una atmósfera opresiva, contaminada de intolerancia, odio y soterrada violencia.

Yo –aunque apenas frisaba los diecisiete años –  intuía más o menos lo que iba a acontecer. Había pasado sucesivas épocas de entusiasmo, idolatría, euforia, seguidas de dudas, decepción y al final cierta falsa neutralidad, o más bien distanciamiento de la realidad. En aquellos días postreros de la Unidad Popular me convertí en observador, renunciando a la calidad de protagonista. Imaginaba lo que iba a pasar. Y al fin pasó.

Mi sensación de aquellos últimos días de democracia es que ya no quedaba nada que hacer, sino esperar un oscuro desenlace, que finalmente resultó ser peor que cualquier pesadilla. Se manifestaba una suerte de dinámica imposible de detener, como si los dados ya hubiesen estado echados, los roles y los hechos escritos en un guión, y los focos encendidos para exhibir el último acto de una tragedia griega.

También ayer, otro amigo –ingeniero y narrador-  me refería como escribía  una novela donde abordaba la posibilidad de un mundo paralelo, donde el golpe no ocurría y la historia discurría de otra manera. Eso me hizo recordar las palabras de mi padre, que el 5 de septiembre de 1970 –cuando recién estaba fresco el triunfo en las urnas de Salvador Allende y un delirante optimismo reinaba entre los partidarios de la Unidad  Popular- me dio una lección de lucidez política impresionante. Aunque probablemente tan impracticable como perspicaz.

Visiblemente preocupado –una actitud que contrastaba con la loca felicidad imperante- cuando le pregunté la razón de su inquietud, me refirió lo que trato de reproducir: “Diego, está por cometerse un error histórico tremendo” –me miró con sus grandes ojos severos, coronados por cejas hirsutas y prosiguió- “Si comparas el programa de Allende con el de Tomic (el candidato democratacristiano) hay muy pocas diferencias, mínimas en verdad. Habría que deponerlas e invitar a la Democracia Cristiana a integrarse al gobierno. Pero no creo que vayan a hacer esto. Y van a arrepentirse”.

Vaya si tenía razón, pienso ahora. La historia pudo escribirse de otra forma. Pero no fue así. Quizás porque no convenía a quienes manejan los hilos de la historia, aquellos que –dentro del país o fuera de él- ostentan el verdadero poder (no los cómitres, los ejecutores, los voceros). De aquellos no podemos responder quienes estamos fuera de su órbita, o  en sus antípodas. Nada que hacer.

También había otros que predicaban la cantinela de avanzar sin transar, o todo el poder a…. Habría que ver dónde están ahora esos personajes. Algunos en directorios de empresas, a la cabeza de partidos moderados, o convertidos en reaccionarios tan vociferantes como acomodados. Con aquellos pecamos de ingenuidad. Exceso de confianza, candor, inocencia.

Si la historia se hubiera escrito de otra manera, por ejemplo con el triunfo del socialismo, esos mismos personajes habrían sido ministros, diputados, embajadores o jefes del servicio secreto. Ante la menor vacilación demostrada por intelectuales pequeñoburgueses, habrían desatado una persecución inclemente.  Tal vez incluso una dictadura estaliniana, con campos de concentración, cárceles secretas, tortura y crímenes por encargo. El otro lado de la moneda.

O el mismo, con otro signo.

La relación con el poder siempre es equívoca, allí aguardan muchas tentaciones, muchos peligros. Los poderes ocultos –sobre todo el del dinero- se confabulan con la ambición, el tráfico de influencias y la corrupción, incluso con el crimen.

¿Qué se puede concluir?, me pregunto.

Que mi padre tenía la razón, pero que no basta tener la razón para cambiar la historia.

Que hay que desconfiar de los fundamentalismos, de los principistas a ultranza, de las palabras apasionadas.

Que hay que desconfiar de quienes nos representan en las diversas instancias de gobierno, no firmarles cheques en blanco, y exigirles día a día que hagan lo suyo con efectividad y con transparencia.

Que sobre todo debemos confiar en lo que nosotros mismos seamos capaces de pensar y hacer, lo más juntos que podamos.

Eso me respondo este Once de Septiembre, treinta y siete años después del sacrificio de Salvador Allende, a quien sigo rindiendo silencioso homenaje, año tras año, convencido de que nunca lo entendimos. Y que la historia pudo seguir otro camino.