Premio Nacional de Literatura: la polémica recurrente

Por Diego Muñoz Valenzuela

La polémica recurre cada dos años. Después viene el olvido hasta la ocasión siguiente. La campaña le da inicio: unos meses de candidaturas, menciones en los medios de comunicación, entrevistas. Ataques, descalificaciones, mensajes, lobby, presiones de toda clase. Se otorga el Premio y vienen las reacciones, muchas de ellas destempladas, a favor o en contra.

Para despejar la duda y sacar el asunto del foco de atención, me parece excelente que el Premio lo reciba una mujer (vaya injusticia la que se aprecia en la lista de galardonados), y que sea Isabel Allende, una escritora de oficio cuyo trabajo ha tenido eco universal, qué duda cabe. El premio más importante ya se lo han dado varios millones de lectores. Hay mucho que aprender de Isabel Allende, de su profesionalismo en la escritura, merece respeto, y francamente me resultan abominables ciertas críticas que parecen emerger de la envidia y la mezquindad. Felicito a Isabel Allende por haber recibido nuestro mayor galardón literario, aunque deba reconocerse –desafortunadamente, por cierto- que también cayó en destemplanzas producto del perverso mecanismo que favorece las “campañas” de prensa, el lobby y las presiones.

Dicho esto, también hay que señalar que había otros posibles premiadas y premiados, todos ellos respetabilísimos. Hay una extensa lista de no galardonados tan abundante al menos como la lista de quienes ya recibieron el codiciado Premio Nacional de Literatura.

El asunto es que en nuestro pequeño Chile hay pocos estímulos para los escritores. Es por eso que la mayoría de nuestros literatos más conocidos y exitosos viven fuera del país, o han tenido que hacerlo por largos periodos. Acá reinan la escasez, la pobreza y la mezquindad.

Peor aún, el Premio Nacional se concede cada dos años. Se ha dicho hasta el cansancio que debe volver a ser anual. Es más, propongo que se dé en forma anual y por género. Igual criterio debería emplearse para reconocer y estimular el desarrollo de otras disciplinas artísticas y científicas. De ese modo habrá más posibilidad de reconocer los méritos de entre los muchos que son merecedores del galardón por su trayectoria y su obra.

Hay muchos escritores y escritoras que lo merecen. Basta de tacañerías y mezquindades. Si de escasez de dinero se trata, el Estado gasta plata mensualmente en apenas nueve sobrevivientes premiados: Nicanor Parra (1969); Gonzalo Rojas (1992); Jorge Edwards (1994); Miguel Arteche (1996); Raúl Zurita (2000); Armando Uribe (2004); José Miguel Varas (2006); Efraín Barquero (2008); e Isabel Allende (2010).

Grandes escritores olvidados por el Premio Nacional, son muchos, entre ellos –para nombrar sólo algunos notables- María Luisa Bombal, Jorge Teillier, Enrique Lihn, Vicente Huidobro, Nicomedes Guzmán; Luis Durand, Alberto Romero, Juan Emar, Daniel Belmar, Rosamel del Valle, Oscar Castro, Fernando Alegría. La lista puede seguir engrosándose con omisiones graves.

Y expresadas estas propuestas y estos votos, paso al asunto que me parece más trascendente. Aquellas prácticas que me resultan francamente abominables y las ordeno en una lista donde no hay prioridad. Todas ellas detestables; es imposible jerarquizarlas:

 

• ¿De dónde surge la legitimidad que faculta a los senadores y los diputados a opinar tan fundadamente sobre las virtudes literarias? Y más encima, permitirse consensuar mociones congresales. Me gustaría conocer de primera mano la cantidad de libros de literatura que leen en un año y examinar su grado de conocimiento sobre la producción escritural vigente.

• Lo mismo puede decirse de la mayoría de los integrantes del jurado. El mero ejercicio de un cargo ministerial, la investidura de rector universitario, o la condición de ex Presidente o Presidenta de la República, no habilitan a una persona para discernir un premio que –creemos algunos- debiera ser cuestión de especialistas.

• El mero hecho de que se preciso hacer una presentación escrita de una candidatura formal me parece (perdónenme, colegas) lesivo para el ámbito de la dignidad de los escritores. Un buen jurado no necesita candidaturas; sólo requiere conocimiento del campo literario, capacidad argumentativa y de diálogo.

• Al punto anterior agrego que me repugna toda clase de prácticas que impliquen el uso de influencias de cualquier naturaleza ajena al campo de la obra literaria. Hablo del famoso “lobby”, sea que éste se practique desenfadada o sibilinamente; en la forma de halagos a las autoridades, de presiones a través de los medios, del aprovechamiento de banderías de cualquier especie. Las insólitas e intensas campañas desarrolladas por algunos candidatos, algunas con descaro, otras solapadas, sólo pueden surtir efecto en jurados sin ninguna autoridad para resolver con justicia un asunto tan importante en el terreno literario.

 

Ahora –en breve- vendrán el silencio y el olvido. Y se repetirá la misma senda, los mismos episodios, las mismas distorsiones. Es lo más probable. Lo quisiera de otro modo. Pero, si bien hay muchos responsables de esta situación entre los gobernantes y los congresistas, es también cierto que hay una gran responsabilidad nuestra, de los propios escritores.

Desunidos, debilitados en lo organizativo, abandonados al imperio del egocentrismo y los intereses personales, los escritores nos dejamos arrastrar –con honrosas excepciones- por la marea de un modelo que privilegia el individualismo por sobre la solidaridad.