Adiós a Guillermo Blanco

Por Diego Muñoz Valenzuela

Excelente escritor, intelectual consistente y persona extraordinaria. Tres cualidades difíciles de encontrar en un mismo hombre. Y por cierto que podrían agregarse muchas otras. Estoy seguro de que si Guillermo Blanco leyera estas palabras, movería la cabeza y me reprendería con alguna de sus hábiles estocadas humorísticas. La sencillez y la modestia le hacían ser de aquella manera francamente entrañable.

Mi primer conocimiento de Guillermo Blanco fue a través de la lectura, como ha ocurrido con la mayoría de los escritores con quienes he construido alguna amistad, que la verdad no son demasiados. Lo primero que llegó a mis manos fueron sus cuentos. Un ejemplar de Adiós a Ruibarbo, que me sedujo por la exquisitez de la prosa. El cuento que da título al volumen tiene por personajes a un niño –un testigo impoluto y frágil de la injusticia del mundo humano-, a un viejo caballo, y por escenario al campo de nuestra zona central. Ese campo de callejuelas polvorientas, casas de adobe, carretas con bueyes cargadas hasta el tope, y las gentes sencillas que lo conforman. Aquel campo  que conforma nuestros orígenes, nuestra historia y nuestra razón de ser; así lo creen muchos, entre ellos el cineasta Raúl Ruiz. Ahí está la esencia de la chilenidad. Lo que somos y lo que cada día –desafortunadamente- vamos dejando de ser.

Tal es el objeto de la escritura de Guillermo Blanco. Y siempre constituirá el sentido profundo de la gran literatura: la aventura de reflejar la complejidad del alma humana, sus enormes y sorprendentes contradicciones, la convivencia entre la pureza y la maldad, la imperiosa necesidad de sobrevivir que coexiste con la solidaridad, la generosidad y la avaricia, las pasiones enloquecedoras y los delirios de toda especie.

A mi modo de ver, literatura y humanidad son dos caras de la misma moneda. La literatura no es un constructo frío, inteligente, racional; como tampoco puede reducirse a un perfecto entramado técnico de palabras destinado a producir un significado y un efecto estético. La literatura es mucho más que lo mencionado. Hay un misterio subyacente, incomprensible, y esto es palpable sobre todo en el cuento: un género difícil, arisco, que se resiste a las manipulaciones de cualquier orden.

Vuelvo a Adiós a Ruibarbo. Debo haber tenido trece o catorce años cuando lo leí. Ya lo he dicho: disfruté la prosa, sus descripciones precisas, impregnadas de poesía, que me trasportaron al sitio de mi propia infancia: el campo chileno de la zona central, una realidad profusamente reflejada en la producción literaria de una galería de autores notable: Mariano Latorre, Luis Durand, Rafael Maluenda, Federico Gana, Marta Brunet.

Imposible soslayar la conexión con otro cuento magnífico, leído en su oportunidad apenas unas semanas antes: Lucero del gran Óscar Castro, otro escritor que se abocó al retrato de nuestra auténtica chilenidad. En ambos cuentos ocupa un lugar protagónico el caballo, el leal compañero de los hombres del campo chileno. En Lucero aparece un arriero, y en Adiós a Ruibarbo un niño; ambos personajes hermanados por el amor a bestias con las que comparten su vida. Ambos enfrentados a la tragedia que aguarda emboscada en el sendero de la vida; el momento en que enfrentan sentimientos y creencias con la cruda realidad. Allí surge lo mejor y lo peor del ser humano, enseñanza de los grandes maestros rusos, cuyo rumbo Guillermo Blanco supo seguir con talento e innovación.

No contaré más acerca de la historia de Adiós a Ruibarbo. Es un cuento tan conmovedor y brillante como breve: merece ser leído por todos. Si no tienen el libro, Internet hará el milagro. Y sigan con otros cuentos maestros de Guillermo Blanco, Misa de Réquiem, o La espera. Luego, cuando se hayan convencido de la fina maestría del autor, lean todos sus cuentos y sigan con sus novelas. Aprenderán más de la naturaleza humana y más acerca de nuestra idiosincrasia –eso que llamamos chilenidad- que en mil manuales o cien cursos.

Durante la dictadura militar, Guillermo Blanco ejerció con notable coraje su oficio de periodista. No vaciló en defender con los hechos la libertad de prensa que ejerció siempre en sus crónicas, en las épocas más difíciles, cuando el peligro era una sombra que se cernía amenazante sobre quienes osaban defender las libertades públicas.

Aún mayor mérito reviste su decidida acción opositora a la dictadura, considerando su tendencia a mantenerse alejado de los escenarios y las actividades masivas. Bajo perfil, se diría ahora. Yo prefiero decir sencillez, modestia auténtica, sabiduría, generosidad.

Recuerdo que a mediados de los 80 –difíciles años de censura y oscurantismo- leí con emoción una reseña de mi primer libro de cuentos. Tras unas líneas alentadoras y generosas, hallé la firma de Guillermo Blanco. Lo conocí unos años después, en diversos encuentros a propósito de la narrativa, y siempre fueron ocasiones agradables y fructíferas. Era un maestro nato, enseñaba sin querer, encantando a quienes estaban con él.

En los últimos años tuve el gusto de encontrarlo en la casa de su hija Pilar y Claudio, ambos queridísimos amigos. Allí nos poníamos al día sobre los asuntos que nos interesan a  los escritores y a muy pocos más. Y las bromas iban y venían. Recordábamos a mi padre, también escritor, con quien mantuvo una amistad que traspuso las dos décadas de adelanto que le llevaba. Los hermanaba el crisol de la literatura que pone el acento en los temas humanos más profundos y emocionantes.

A sus virtudes se agregaba el fino humor con que acompañaba la destreza y la elegancia del lenguaje. Un apasionado de la forma y el fondo, completamente ajeno a las exasperaciones, a los desbordes del temperamento y a los excesos lingüísticos. No necesitaba levantar la voz para hacerse escuchar.

Se cuenta que en su casa había un mapa de América del Sur rotulado como “Talca y sus alrededores”, fina muestra de su sentido del humor y de su amor por la tierra que lo vio nacer.

Miro a través de la empañada ventana de mi biblioteca. Imagino al niño de Adiós a Ruibarbo y elucubro posibles destinos del caballo. Y me siento un poco más solo que antes.

 

Septiembre de 2010

 

Diego Muñoz Valenzuela