Por Isadora Stuven

¿Sinceridad?, le pregunté desnuda iluminada por la luz de una clara mañana de mayo. Cómo decirle que soy de otro, pensé. Cómo decirle que he descubierto que era mi sombra quien lo amaba, que desde hoy debía dar un paso hacia el costado. Decirle, sin parecer una katana, que el amor se había derramado en los ojos de otro hombre, tan distinto a él. Que mi cuerpo le mentía.

 ¿Quieres un té?, me dijo con su voz ronca, raspada por los cigarrillos diarios. Yo asentí mientras el daba media vuelta y bajaba con un paso que ya distinguía, escalón por escalón. En el acto lo escuché y simplemente lo oí moverse con sus pies morenos y velludos sobre la madera que crujía.

Estuve atenta a sus movimientos hasta que hirvió la tetera y comenzó a subir otra vez las escaleras, lo escuché como subía cada grada, como si su cuerpo tuviera cientos de vidas superpuestas, como si cada poro de su dermis tuviera un peso inexplicable.

Se quedó parado bajo el umbral de la puerta mirándome, queriendo penetrar en mis ojos húmedos, sonrió sólo de costado. Yo dejé caer mis párpados, respiré profundo, llenando mis pulmones de aire, inflé el pecho dejé que se deslizaran las lágrimas en mi cara, abrí los brazos y poco a poco me fui yendo hacia otro lugar, más lejos de mi mente.

Muchas golondrinas volando hacia el sur sobre un pastizal sin fin, arriba en un cielo azul parecido al mar, tan azul.

Recibí el agua y el calor fue lo primero que sentí. Luego vi a un hombre que reía dibujando su sombra detrás de las colinas. Su mano gruesa y el anillo en su índice corrieron el eje de mi nariz. Un jaguar apareció en el horizonte, se dispuso a correr, siguiéndolo. Mis huesos volaron al caer sobre la mesa. Una ráfaga de viento levantó mi vestido e hizo despegar mi sombrero de caña hacia lo alto, hasta perderlo entre las nubes. Quiero decirle, sin que le duela que no sé si alguna vez lo amé.

Abro mis ojos para encontrar la fuerza, pero ya estamos pegando la carne contra la carne. No me doy cuenta si estoy dormida o si estoy despierta, te siento dentro de mi cuerpo, veo mi piel roja que te mancha. Tengo los ojos abiertos al rato, cerrados, pero observo como el felino se esconde detrás de tu espalda llena de lunares. Le sonrío, mantengo mi sonrisa hasta que vuelvo a sentir tus dedos, tu boca sedienta, la yema de tus dedos sobre mi cuello. Una rosa en mi mano bota sus pétalos formando un charco de sangre en el suelo, un eterno charco espeso que huye por las cavidades de los tablones roídos.

Te siento respirar muy cerca de mi oreja. Sigues hablando y yo muerdo la almohada mientras escucho voces al unísono afinando sombrías melodías. Siento el metal que abre mi piel, que la eriza y la torna lánguida. Luego, una cascada va cayendo por mí inundando toda la habitación, aflorando por las ventanas haciendo descender gota a gota el líquido rojizo. Se desmoronan las paredes dejando entrar enredaderas gruesas, incitando a sus raíces destrozar los muebles y a sus espinas resquebrajar la cama levantándome de los brazos y el agua marrón se deja desplomar manchándolo todo.

Yo me voy limpia y callada, con mi agua que bebo y luego escupo, con mi agua que me ayuda a comprender que sólo me amabas porque yo sí estaba viva.

 

***

Isadora Stuven, nació un día de otoño en el mes de junio en el año 1986. Desde joven comenzó a escribir; en el año 2006 inició su mundo letrado participando en el taller de literatura de Lilian Elphick. En este último surgió Zidalí, su alter ego, el cual se esconde a raíz del complejo juego de emociones que son transmitidas mediante su mundo literario. Los personajes florecen intensos, como aquellos fantasmas que siempre se olvidan, como esas voces que manan de las contradicciones involucradas en la búsqueda del sentido y la felicidad.

Es entonces que Zidalí  se asoma silenciosa escondida bajo la inercia de la costumbre, haciendo presente aquellas viejas heridas que braman en nuestra existencia.