Por Francisco Huneeus
La señora era Rita Hayworth, retratada en la portada de la revista LIFE. Ella nunca supo lo que me pasó; tampoco creo que fui el único que reaccionó así, y tampoco creo que yo era entonces un ser anormal.
Cuando tenía 6 años de edad, me enamoré de un papel con tinta. Eso que suena muy extraño, en realidad no lo es tanto, como verán. Claro que no era un papel cualquiera: eran miles, todos iguales, que venían saliendo de una máquina enorme con rodillos; a su vez, antes habían salido de un taller fotomecánico; antes de eso, venían de un taller fotográfico; y antes de eso, de una cámara fotográfica con una placa sensible a la luz; y antes de eso, una señora miró al lente cuando el fotógrafo disparó el obturador… La señora era Rita Hayworth, retratada en la portada de la revista LIFE. Ella nunca supo lo que me pasó; tampoco creo que fui el único que reaccionó así, y tampoco creo que yo era entonces un ser anormal. Era un cabro chico como todos: jugaba a la pelota, mascaba chicle, andaba en bicicleta y miraba todo. Pero esa tinta negra sobre un papel blanco, repartida de esa manera tan especial, me produjo un efecto que aún recuerdo.
En el pasado, durante cientos de miles de años, antes de la civilización agraria y la civilización como la hemos ido conociendo, fuimos, con toda seguridad, nómadas recolectores, andariegos que recorríamos estepas, planicies, selvas y desiertos, en busca de alimentos y lugares donde guarecernos de las inclemencias del clima y de otros predadores para los cuales resultábamos un manjar. Para esto nos valíamos de nuestros sentidos como contacto con el mundo real. Escuchábamos y mirábamos. Nuestra alerta sensorial es lo que nos permitía sobrevivir. Cualquier cosa extraña en el ambiente y ¡cataplum!: reaccionábamos de manera instantánea y automática. No había nada que pensar o reflexionar, solamente reaccionar… Una línea directa que va desde lo que detectamos en el entorno a nuestro centro de evaluación inmediata, sin más trámite. Lo que está ahí, me gusta o no me gusta, me atrae o me repulsa, me invita a acercarme o a huir. Posiblemente esto fue suficiente para poder movilizarnos y sobrevivir como cazadores-recolectores solitarios durante cientos de miles de años. El resto de los animales funcionan igual, cada uno especializado para detectar y evaluar lo que le conviene o no de su entorno.
Pero ellos se quedaron ahí. Nosotros, en cambio, desarrollamos este increíble sistema de ruidos o sonidos —el lenguaje— que nos ha servido para desarrollar todo lo que conocemos como Civilización. También desarrollamos una inusitada tendencia a representar objetos, además de animales y personas, en paredes de cuevas, piedras, tumbas, monumentos, papiros —y, en los últimos dos milenios, en todo tipo de soportes, desde telas y papel hasta placas de vidrio con sales de plata, las primeras placas fotográficas, etc., etc. Solamente en la última mitad de siglo XX aparecen (con un éxito inusitado) las técnicas masivas de reproducción de imágenes artificiales en libros, revistas, prensa, telones de cine, TV, computadores, celulares y todo lo demás que estará por venir.
Los humanos, otra vez, podemos incrementar nuestro panorama, cómodamente sentados —sin correr peligros ni apuros—; todo esto porque nuestra curiosidad no tiene límites.
Pero… quizás fueron los políticos —incluso creo que uno de los secuaces de Hitler— quienes descubrieron que buenas imágenes de la svástica encima del Führer uniformado, impresas en los periódicos, en revistas, en los noticiarios del cine, producían gran impacto… impacto, impacto, propaganda, impacto, publicidad… todo se va conectando. (¿No debí haber usado esa palabra para describir lo que le ocurre al solitario caminante de la estepa?).
En el periódico de hoy (La Nación, 29 de mayo) aparece una frase de Enrique Lihn, citado por Antonio de la Fuente: “La fotografía depende menos del texto que el texto de la fotografía en la cultura de las masas y es de más rápida asimilación por un mayor número de receptores, incluyendo, virtualmente, a los analfabetos”.
Y ese era yo: virtualmente un analfabeto. La portada me había impactado, pero no me decía nada. Las imágenes reales o artificiales no “dicen” nada —eso lo pone uno. Yo le puse “me enamoré” porque era cabro chico y tenía que nombrar lo que sentía —una de esas constelaciones de activaciones emocionales con matices románticos, eróticos, deseosos que tanto nos cuesta describir y afinar. A muchos les pasó lo mismo y muchos compraron esa revista. Desde el punto de vista de los editores, de los impresores, del fotógrafo, de la actriz y de los productores, se cumplió el objetivo: se había impactado produciendo deseo, atracción, infatuación, devoción, en una palabra un ídolo —y sin tener que decir ni una sola palabra. Se había descubierto cómo crear ídolos —lo que hoy se ha convertido en toda una industria de la idolatría con distintos nombres (publicidad, propaganda, farándula, promoción, marketing, glamour, fama, etc.) y que, como todos sabemos, comanda billones de dólares y cientos de millones de mentes influenciando sus estilos, sus deseos, tendencias de consumo —y todo acaecido por esta ingenuidad animal nuestra de reaccionar impactados ante la imagen artificial de una zanahoria.
Quizá los que sobrevivan a la idolatría en su versión posmoderna serán los que, por una feliz mutación o por profunda y repetitiva reflexión, sigan como el resto de los animales, que no caen impactados ante las imágenes artificiales, ni las entienden, ni las adoran.
Pero también es obvio que no se puede detener el progreso y echar marcha atrás. Se dice que las tecnologías son neutras. De acuerdo, pero necesitan regulación. En esa misma época, en las zapaterías de mi pueblo en EEUU habían unas máquinas de rayos X donde uno podía ver si acaso los deditos (ortejos) quedaban cómodos o no. Habrán visto las precauciones y regulaciones que hay ahora para el uso de esa radiación, pero no sin antes haber ocasionado enormes perjuicios cuando se era incauto. Quizá el caso más emblemático fue la prematura muerte, a los 37 años, de Rosalind Franklin, la verdadera descubridora de la estructura helicoidal del ADN, por haber usado precisamente rayos X en su investigación, sin las precauciones que se exigen hoy. La tecnología automotriz permite que uno se desplace a 200 km por hora por las carreteras adecuadas en cualquier auto moderno; pero luego de innumerables accidentes, se ha reglamentado, igual que la velocidad en las ciudades. Los antibióticos, los ansiolíticos, están regulados, pero sólo después de comprobar las consecuencias de su uso irrestricto.
Pero la tecnología de imágenes artificiales, nadie se atreve a tocarla. Por ejemplo, Sao Paulo, hace más de un año, prohibió toda la publicidad en la ciudad. Hoy día es una ciudad sin avisos. ¿Por qué no ha habido reportajes y ni siquiera se ha dado como noticia en la prensa escrita y televisiva chilena? Porque las zanahorias mueven al mercado. No; la imagen de la zanahoria mueve el mercado, una zanahoria remozada, fotoshopeada al máximo para hacerla impactante y, ojalá, irresistible.
Un pedazo de papel con tinta que me apasionó y cuyo efecto había sido premeditado y orquestado de antemano para que yo, y muchos otros, cayéramos como piojos. Yo sabía que había algo raro en esto. Me producía cosas desconocidas hasta entonces. Le daba besos escondido, para que no me vieran mis hermanas y se burlaran de mí —pero eran besos fríos y duros, sin la tibieza que descubriría años más tarde con mi primera polola. Total, no era más que un papel con tinta. Pero no, era un amor no correspondido y, como primera experiencia romántica, bastante penca. La fotografía no me decía que estaba mirando a una persona que no me veía, ni me escuchaba, ni me sentía de alguna manera. No me decía que yo, y todos los demás, no existíamos para ella, ni siquiera antes sus ojos. Ella sólo miraba a un especie de cíclope, un ojo de vidrio y un fuelle de cartón.
Las imágenes artificiales en realidad no dicen nada, y lo que es peor aún, apasionan hasta amar o a matar — según sea el caso. Las pasiones son las que manejan al mundo, mientras las ideas intentan desesperadamente controlarlas y llevarlas a un buen destino. Pero las ideas están sucumbiendo ante la marea pasional que generan las imágenes artificiales.
Recién ahora, como enamoradizo que fui, empiezo a entender esta frase de Maurice Blanchot que me ha rondado los últimos tiempos: «La imagen, toda imagen es atrayente. Atrae por el vacío mismo, y la muerte que hay en su señuelo».
¿Será este amor a lo artificial un primer indicio de una incipiente necrofilia que se nos viene encima?
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…