Por Pía Barros

Creado en 1942, el Premio Nacional de Literatura dejó a Augusto D’Halmar como el primero en recibirlo. Desde entonces, hasta ahora, sólo tres mujeres han sido galardonadas: Marta Brunet, Gabriela Mistral y Marcela Paz.

En 1974, la Junta militar restringe el premio a una vez cada dos años y no contentos con ello, excluyen a la Sociedad de Escritores de Chile como integrante del jurado. Amputaciones que se maquillaron a medias en democracia, cuando en 1992 se establece el reglamento para optar a dicho premio, que mantiene la amputación de la bianualidad y el hecho de que ciertos rectores tiene más poder que las diferentes agrupaciones de escritores.

Encima, hay que “postular” al dichoso premio, dotándolo de un halo de cierta indignidad, semejante al mendigo que aspira al mendrugo.

Es una vergüenza que haya que “postular” al premio, con dossier y todo. Si lo dieran quienes deben, sabrían en propiedad que Diamela Eltit es la mejor escritora de Chile y que su estética es ampliamente estudiada en las universidades del orbe, unido a su peso como intelectual en el país; que Isabel Allende lo merece desde hace años por razones semejantes a las que se esgrimieron para darlo a Marcela Paz y porque el mundo la reconoce desde hace más de treinta años (no como un best seller de dos o tres aciertos) como la mujer latinoamericana que abrió caminos para la visibilidad de las otras literaturas de mujeres; que Poli Délano, Antonio Skármeta, María Elena Gertner, y muchos-as más merecen el reconocimiento del país al que han puesto en los ojos del mundo y la dignificación de un oficio que siempre conlleva más renuncias que gratificaciones.

En este oficio, más bien conozco pocos y pocas que no lo “merezcan”.

El caso de Isabel Allende es particularmente doloroso, porque en ella se centran las mayores iras del mundillo literario y sobre éste, de la misoginia imperante. Pareciera doler que venda sus libros, que sea exitosa, que se anhele su opinión (por suerte parca) para inclinar balanzas. Isabel Allende se ha transformado un problema político tanto para la derecha como para la izquierda: de un lado, la primera novela desde dentro de la inacabable problemática de clase en nuestro país, pero esta vez sin justificarla; por otro, el que sea la favorita de un mercado que desde el ala zurda no debe ni enunciarse.

Lo patético es que las argumentaciones en su contra son las mismas que se usan, desde otro lugar, para validar escrituras de varones. Y sin caer en la mediocridad pueril de las comparaciones, basta leer sus denuestos que en mismas plumas son halagos cuando se trata de “otros”.

En estos días, es bueno recordar aquello de EMA, eso tan acomodaticio a la hora de premiar o ensalzar en nuestro país: es decir la lógica chaquetera y obsecuente de Extranjeros, Muertos y Amigos.

 

En: El quinto poder.