Literatura Americana Contemporánea: El lenguaje conquistado

Por Javier Edwards

Bajo la Perspectiva del Lenguaje

No resulta fácil sintetizar en unas cuantas palabras o ideas la complejidad del desarrollo de las letras en América, la que hoy día, por convención histórica y política es llamada Hispanoamérica y por influencia de los ensayistas franceses del siglo XIX, «Latinoamérica».

Literatura de un territorio vasto y diverso que se extiende a lo largo de ambos hemisferios; entre los océanos Atlántico y Pacífico; poblado hace un número indeterminado de años por grupos humanos que -según la teoría más aceptada- provenían de Asia; conquistado hace algo más de quinientos años por los españoles, a partir de la aventura de un marino genovés llamado Cristóbal Colón que buscaba una nueva y más expedita ruta a Cipango, a las Indias, viajando en el sentido inverso de los usos del siglo XV; un territorio cuyo nombre original se perdió con el éxito de la conquista y fue rebautizado con el de Américo Vespucio, como América, otro marino aventurero cuyos viajes permitieron demostrar la redondez de la tierra; un territorio colonizado de distintas maneras, antes y después de los españoles, cuya identidad pareciera encontrarse en la más esencial diversidad, en una búsqueda casi desesperada de su marca distintiva. Territorio permeable por excelencia que, sin embargo, con el paso de los años ha logrado madurar un rostro, rostro de mil expresiones pero rostro propio al fin y al cabo.

En estricto rigor, las aproximaciones a esta literatura pueden efectuarse desde una variada gama de disciplinas: la historia, la antropología, la sociología, incluso la arqueología -si lo que buscamos es el registro de aquello que no ha recogido el testimonio histórico- pero, resultando inevitable una toma de decisión, parece aconsejable dar esta mirada a vuelo de pájaro bajo una perspectiva lingüística. Y es que la materia primera de la literatura es el lenguaje, la palabra, cualquiera sea el soporte a través del cual se expresa; y nuestro tiempo, gracias al aporte de pensamientos poderosos como los de Heidegger y Wittgenstein, es un tiempo de sensibilidad eminentemente lingüística, un tiempo donde los temas de la verdad, la representación, la realidad -no obstante que a través de innumerables y diversas interpretaciones- nunca deja de apelar a la importancia que tiene en nuestra aproximación al mundo el substrato de la palabra, el lenguaje que se antepone, como una estructura viva, a cualquier intento de aprehensión, expresión, comunicación y manipulación de éste.

Por lo anterior, para hablar de la literatura hispanoamericana contemporánea, estimo válido invocar la frase de Martín Heidegger -aunque directamente no se vincule con nuestra tradición cultural- que señala:

«El lenguaje es la casa del ser. En su vivienda mora el hombre. Los pensadores y poetas son los vigilantes de esta vivienda. Su vigilar es el producir la evidencia del ser, conduciéndolo por su decir al lenguaje y en el lenguaje la guardan.» (Carta sobre el Humanismo-Carta a Jean Beaufret, París. Primera traducción al español de 1959).

Cita que sintetiza una visión contemporánea que nos afecta casi como un paradigma. Es a través del habla que somos o que nuestro ser puede recogerse y dejarse ver, no sólo respecto de los otros, sino, y quizás principalmente, respecto de nosotros mismos. El lenguaje es el que nos lleva a la conciencia del ser: individuos, grupo, nación, género, especie, principio o fin, sentido de vida o mero absurdo y, obviamente, si está dotado de ese poder, también puede representar la herramienta de transformación y ocultamiento más pavorosa. Dice Heidegger que los «pensadores» y «poetas» están llamados a vigilar esta «casa», produciendo la «evidencia» y no la «opacidad» del ser. Y no es otra la responsabilidad atribuida a la filosofía y literatura, al menos en el marco de la cultura occidental, a la que, y valga aquí el juego de palabras, América Hispana pertenece inevitablemente de modo accidental. Occidente, a veces. Y accidente, que desde 1492, fecha en que Colón divisó por primera vez la tierras de las Indias Orientales, ha llevado a esta extensión de tierras que se aproxima a los 21 millones de kilómetros cuadrados y que, hoy es habitada por unos 480 millones de habitantes, a una de las aventuras del lenguaje -de la casa del ser- más apasionantes, en la que es posible observar la destrucción y el rescate de identidades, la formación de un ser híbrido y nuevo propuesto a galope tendido por la llanura de los siglos, el ejercicio de la conquista en todas sus formas imaginables: desde el guerrero tomar por asalto y apropiarse revolucionariamente una cosa hasta la obtención de la relación amorosa, todos pasos que a nivel de lenguaje, en plano de la literatura, han ocurrido inexorablemente. Y los poetas, los escritores de América, han tenido su papel más importante.

Pero comprender o encontrar una imagen de la literatura contemporánea en América que tenga sentido no es posible sin que la aproximación lingüística a ella implique un giro hermenéutico e histórico, en un sentido aproximado al de Hans-Georg Gadamer en su texto «Verdad y Método».

Y es que, tal como se ha titulado este artículo, entre literatura y lenguaje existe un vínculo de conquista, polivalente, que no puede ser entendido sin observar las distintas etapas que permiten sostener, hoy por hoy, que la primera es el terreno de una lengua conquistada o, como sostiene Jean Franco, de una «imaginación» conquistada («Historia de la Literatura Hispanoamericana». Ed. Original 1973, Stanford, California). Palabra donde el hombre americano recupera o descubre formas de decir-se a sí mismo y los demás, de entregar al mundo de las cosas evidenciadas por el lenguaje -vuelvo aquí a Heidegger, entronco con la hermenéutica de Gadamer- el ser pluriforme y único de América; una imagen, un imaginario propio. Reinvención del lenguaje impuesto en la conquista, reformulación de las ideas y las estructuras de pensamiento vinculadas al español como lenguaje, como ejemplo de cultura occidental. El lenguaje conquistado, la casa conquistada.

Cuatrocientos Años de Soledad

Uno de los textos más importantes de la narrativa contemporánea americana, es la novela de Gabriel García Márquez titulada «Cien Años de Soledad». Parafraseando su título es posible referir la literatura que antecede la conquista del lenguaje, como el resultado de cuatrocientos años de soledad. Período que va desde los años inmediatamente posteriores al descubrimiento hasta fines del siglo XIX o principios del siglo XX. Tiempo de destrucción y formación, de soledad creativa, de un largo enmudecimiento en el que América debió hablar un lenguaje importado, impuesto, un español maduro en Europa pero inmaduro para enfrentar la variedad de realidades presentes en el nuevo continente.

Desde 1492, el conquistador, impuso su idioma, controló las lecturas, llevó una persistente y acabada censura sobre todas las formas de la palabra, quizás bajo la inspiración del texto evangélico en que Cristo aparece diciendo «yo soy Palabra de Verdad y Vida». Duro y largo silencio, particularmente en lo que se refiere a la capacidad de reconocer el aporte o valor del ser autóctono, de sus percepciones de la realidad. En este sentido, resulta ilustrativo lo que sostiene la profesora chilena Ana Pizarro respecto de la forma en que se intentó borrar el testimonio del patrimonio cultural local: «La complejidad y riqueza de estas culturas (las indianas) es evidente y los documentos que han llegado hasta nosotros -los que se salvan de la hoguera de los «extirpadores de idolatrías»- constituyen su testimonio. No es un azar que su posterior difusión enfrente todo tipo de dificultades hasta el punto de que algunos manuscritos vean la luz recién en nuestro siglo o se extravíen frecuentemente» («De ostras y Caníbales», Ed. Universidad de Santiago, 1994).

No es extraño que los procesos de conquista supongan la imposición de las formas culturales del conquistador, con todas sus implicancias. Sin embargo, no son tan frecuentes aquellos procesos en los que se da un signo distintivo, una marca particular. El imperio romano, por ejemplo, cayó en las manos de los pueblos bárbaros provenientes del Este; sin embargo, no obstante la debilidad militar e institucional de Roma, los germanos adoptaron su lengua (el latín) y su religión (el cristianismo). Los conquistadores fueron seducidos por la sofisticación del Imperio, de su religión y sólo siglos después, las lenguas vernáculas, podrían reclamar su sitial como vía de forma de expresión. Los ingleses llegaron a sus colonias y, cada vez que pudieron, arrasaron con la cultura local, la suprimieron, estableciendo un imperio de raza y lenguaje. Estados Unidos y Australia sólo son pensables en inglés, y la única intromisión lingüística de sus culturas proviene de las lenguas que llegan con movimientos migratorios posteriores (español, italiano, chino, polaco, etc.). Por último, el caso de España y América, tiene el sino inverso del de Roma: el conquistador no sólo toma el poder en los territorios, saquea las riquezas, sino que también impone su lenguaje, su religión, está consciente de su superioridad y observa las culturas locales -sin querer diezmarlas- como expresiones de un estadio inferior que debe ser educado. Y si los indígenas son dominados, domesticados en la lengua y religión, su diferencia cultural, si bien silenciada en la cultura oficial, logra sobrevivir en lar márgenes del Nuevo Mundo y sólo al cabo de los siglos logrará reaparecer, fundamentalmente, a través de una reformulación del español, a través de su infiltración por la palabra, el mito, la imagen y una nueva lógica de la realidad. Sin una comprensión de lo anterior, no es posible explicar el poder de representación que se reconoce a la literatura contemporánea de América.

El enfoque lingüístico, hermenéutico, la mirada sobre los núcleos generadores de textos literarios, muestran cómo, al cabo de los siglos, la necesidad de expandir un lenguaje importado para cubrir todas las posibilidades de ser de una realidad como la americana pasaba por la transculturización de las estructuras propias de las lenguas indígenas. La supresión de la literatura ideográfica de dichos pueblos (quipus o keros) durante un larguísimo período de tiempo, su redescubrimiento a principios de nuestro siglo y la necesidad del imperativo de «…cubrir todo un proceso transmisor de identidad, constituirá las bases para el desarrollo de lo que distingue más fuertemente la literatura hispanoamericana contemporánea…» (Ana Pizarro). Sin una mirada como lo anterior, no puede entenderse a cabalidad la literatura de García Márquez (Colombia), Miguel Angel Asturias (Guatemala), Juan Rulfo (México), Augusto Roa Bastos (Paraguay), José María Arguedas (Perú), Alejo Carpentier y Jorge Lezama Lima (Cuba). Y sólo la confianza que da el rescate de una tradición, puede fundar la flexibilidad que permitió la incorporación transformadora, no sólo de los resabios de la cultura indígena, sino también de las influencias europeas y norteamericanas post-coloniales. El siglo XIX, con su invasión cultural proveniente, fundamentalmente de Francia, Inglaterra, Alemania y los Estados Unidos permitirán -junto al movimiento indigenista- la fértil coexistencia de tradiciones en la convicción de que había algo por decir, por expresar.

De modo quizás casual, el movimiento surrealista gatillará las fuerzas dormidas de un continente silenciado por siglos. Si el surrealismo fue en Europa la rebelión de un pensamiento esclavizado a los parámetros de la razón, el último giro del racionalismo; en América fue el estímulo para justificar la validez de percepciones todavía vivas que habían permanecido adormecidas o mudas. Parte de esta nueva confianza, ejemplo de esta multiplicidad de influencias y del derecho a reformular, a reescribir será la poderosa escritura de Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Julio Cortázar (Argentina); de Arturo Uslar Pietri (Venezuela); Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique (Perú); Carlos Fuentes, Fernando del Paso y Aguilar Camín (México); o José Donoso y Jorge Edwards (Chile), por citar sólo algunos de los más conocidos nombres de toda una amplia y diversa reacción creativa. Pero tomo tiempo llegar hasta estas primeras manifestaciones del lenguaje domesticado, hacia los años 30 y 40 del siglo XX.

La cultura española, occidente después, conquistó América, las Indias Orientales ese espacio de tierra innombrado por Europa hasta el siglo XV de la era cristiana, nombrado de mil maneras ahora desconocidas por Aztecas, Mayas, Quechuas, Aymaras, Araucanos, Arahuacos y una interminable lista de pueblos indígenas. A pesar de ello, América ha tenido la fuerza de capturar el lenguaje, sus usos y manifestaciones. Lentamente, en un proceso de comprensión y adaptación recíproca que, en el ámbito literario, ha alcanzado un grado de madurez superlativo. Y si no a través del derecho y sus instituciones o del pensamiento científico, a través de la literatura se han «revitalizado las estructuras del imaginario latinoamericano en un procedimiento que consiste en reformular una lengua literaria, que implica también reformular una forma de ver la vida, de entender el mundo y de aprehenderlo.» (Ana Pizarro). La influencia de las culturas populares e indígenas, de lo europeo fuera del imperio colonial hispano (desde el realismo hasta el surrealismo) han permitido «resemantizar» la realidad, otorgándole un nuevo significado que vitaliza el discurso narrativo y poético americano. Como el Zorro y el Principito de Antoine de Saint-Exupéry, América y su acervo cultural -indígena y europeo- se han domesticado recíprocamente poniendo término a largos años de soledad.

Y América fue una Colonia

Sólo algunos hitos para ilustrar el proceso del silenciamiento. Quizás morir es volver a nacer, de un modo similar y distinto a la vez. Quizás matar es obligar a nacer de nuevo, a aprender a hablar otra vez, a decir, decir-se, a ser.

El año 1492 comenzó la conquista y hacia 1533, 41 años después, por toda América surgieron los signos visibles de la cultura dominante: «La monarquía y la Iglesia, con sus respectivos grados jerárquicos, institucionalizaron la vida política y religiosa de los habitantes de aquellas tierras.» (Jean Franco), cuando ello implicaba la representación primera y última de toda cultura. El mundo indígena sobrevivió a duras penas a través de la costumbre, los relatos populares y canciones, pero sólo de un modo marginal, sometido, en conflicto, como un mundo de tercera clase. En la segunda quedaría el mundo criollo, el de los españoles nacidos y afincados en América.

Así durante los siglos XVI, XVII y XVIII de la era cristiana, y en materia literaria, las manifestaciones no serían sino aquellas posibles y permitidas según el molde impuesto desde la férrea metrópolis hispana. Los intelectuales hispanoamericanos -pensadores y poetas al decir de Heidegger- eran clérigos y misioneros católicos o hijos de propietarios rurales y empleados públicos. Educados por la Iglesia sólo fueron capaces de pensar en categorías literarias clásicas -epopeya, oda y elegía- según el uso de ellas en España o de otras formas difundidas en la península ibérica: el soneto, la canción tradicional, el romance, la comedia o el drama religioso. Los temas también eran de importación: el idilio pastoril, el poema de amor, el soneto religioso. Y si bien hubo escritura, esta no resultó especialmente talentosa o fértil; la imaginación americana vivió parasitariamente de la metropolitana, de la española y no fue sino un débil reflejo de ella.

Imitadores de Ariosto, de Virgilio, de Teócrito, poetas o dramaturgos ingeniosos pero menores fueron: Juan de Castellanos (1522-1627) en Nueva Granada y Bernardo de Balbuena (1568-1627) en México. Este último, en su poema titulado «La Grandeza Mexicana» (1604), cantó la gloria del imperio español dejando en claro el mérito de España en haber legado sus instituciones y pompa ritual al Nuevo Mundo:

 

Y admírase el teatro de fortuna

pues no ha cien años que miraba en esto

chozas humildes, lamas y laguna;

y sin quedar terrón antiguo enhiesto,

de su primer cimiento renovada

esta grandeza y maravilla ha puesto

 

La actividad literaria más habitual fue, al menos en los siglos XVI y XVII, la poesía lírica y, dentro de ella, la epopeya la más significativa. Un español -no un criollo- escribió «La Araucana», Alonso de Ercilla y Zúñiga (1533-1594), célebre poema que relata la guerra contra los indios araucanos de Chile, publicado en tres partes (1569-1578 y 1589). Imagen romántica de la guerra, el poeta realzó el valor de los españoles dignificando a sus enemigos:

 

Era este noble mozo de alto hecho,

varón de autoridad, grave y severo,

amigo de guardar todo derecho,

áspero y riguroso, justiciero;

de cuerpo grande y relevado pecho,

hábil, diestro…

y en casos de repente reportado.

 

Otros géneros importantes durante el siglo XVI serían la crónica de indias, el relato de la conquista y colonización de los nuevos territorios a manos de hombres como Bernal Díaz del Castillo; Pedro Cieza de León, Agustín de Zárate y otros que ofrecieron en sus crónicas una visión imaginativa del Nuevo Mundo y cada cual aportó su punto de vista sobre un enfrentamiento de razas y culturas, hasta entonces, sin precedente (sobre esto ver el libro de E.H.P. Baudet «Paradise on Earth», 1965).

De esta muy gruesa referencia al largo período de la colonia, no podemos excluir, porque ello si sería imperdonable, a dos personajes cuya obra tiene resonancias mayores en el proceso de conquista del lenguaje que desemboca en la literatura contemporánea.

El «Inca» Garcilaso de la Vega (1539-1619) hijo de una noble india peruana (una inca) y de un conquistador español que, protegido por su familia paterna en Córdoba, España, escribió el emotivo texto titulado «Comentarios Reales» (1609). Inapreciable documento sobre el imperio Inca de América del Sur, que estimuló un número importante de textos literarios que giran en torno a la idea del «buen salvaje», primero en Europa y después en la propia América. La obra de Garcilaso de la Vega, el Inca, tuvo por inspiración fundamental demostrar que el imperio de los indios peruanos podía compararse en dignidad a Grecia y Roma y que su religión no se encontraba distante de un monoteísmo similar al cristiano. Este esfuerzo, sin embargo, se hizo en lengua española y siguiendo las pautas literarias de la conquista, no a través de un lenguaje conquistado. Esta es una de las principales contradicciones de ese mundo mestizo americano.

El otro personaje fundamental es la monja mexicana Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695), verdadero ejemplo, ella misma y su obra, de las profundas contradicciones implicadas por el mundo colonial. Ineludible sobre esta interesante religiosa -símbolo de la cultura barroca hispanoamericana- es el libro que escribió el Nobel mexicano Octavio Paz, titulado «Sor Juana Inés de la Cruz, Las Pasiones de la Fe». Poeta, dramaturga y de alguna manera ensayista, su obra es una gran metáfora de América:

 

En dos partes dividida

tengo el alma en confusión,

una esclava a la pasión

y otra a la razón medida

 

Sor Juana Inés de la Cruz será un gran ejemplo del talento y sensibilidad criollos dominados por el pensamiento cristiano, filosófico y literario occidental. Poco sabe esta monja brillante y rebelde del mundo conquistado que es México, poco pudo hacer más allá de las convenciones narrativas y poéticas de su época.

En Silencio Dormidos, los que no Muertos

Dominada, más que muerta, la cultura indígena -según ya se ha dicho- sobrevive en una suerte de silencio o sueño aparente durante siglos. Sólo a principios de nuestro tiempo y gracias al trabajo de arqueólogos, etnólogos, historiadores, antropólogos y lingüistas que, por momentos no obedece sino a motivaciones ideológicas, meramente reivindicacionistas, ingenuamente «ecoculturalistas», se logra rescatar un patrimonio cultural, un mundo de la palabra y el lenguaje que resultó profundamente estimulante para los pensadores y poetas hispanoamericanos. Los vigilantes de la casa del ser.

El descubrimiento de esos textos, tiene casi la fuerza y la dimensión del propio que protagonizara Cristóbal Colón cinco siglos atrás. El mundo pre-hispano se basó esencialmente -desde Sitka, uno de los asentamientos indígenas más septentrional, hasta Mocha o Lanín en el Sur- en la naturaleza del acto agrícola: su desarrollo, sus tiempos, sus ciclos de vida y muerte. Toda la mitología inspirada en esa percepción del mundo y la vida se ha repetido de diversas formas desde el siglo XVI hasta nuestros días, mediante relatos magistrales como Ayvu rapyta, Watunna, Runa Yndio Niscap Machoncuna (o Manuscrito de Huarochirí), Leyenda de los Soles, Dine Bahane, y el más inagotable e importante de todos: el Popol Vuh, biblia del continente y texto maestro de la literatura mundial. Esta tradición pre-europea, en sus orígenes de carácter ideográfico y visual, posteriormente traducida, recogida por los lenguajes escritos, ha venido a constituirse en una verdadera fuente de inspiración para el trabajo literario que se viene desarrollando desde los años 30 hasta nuestros días en el continente latinoamericano. A través de ella se ha fortalecido una nueva conciencia sobre la importancia del lenguaje, sobre su capacidad de receptor-generador de la identidad cultural.

Los primeros misioneros cristianos que llegaron al continente quemaron bibliotecas enteras de tlacuilolli (nombre nahuatl para relatos en escritura icónica encontrados en mesoamérica), de quipus en el Tiahuantisuyu (textos hechos a base de cuerdas anudadas) y de rollos Mide en la Isla Tortuga, por el peligro que ellos representaban para la versión bíblica de la historia planetaria y sólo enviaron unos cuantos ejemplares a Europa con el objeto de estudiar la forma en que podían transformar «sus códigos». Temían el poder de palabra como las registradas, por ejemplo, en el Totecuyoane azteca:

 

Dijisteis

que no conocíamos

al Dueño del cerca y del junto,

del cielo y de la tierra.

Dijisteis que no son verdaderos los dioses nuestros.

Esto si es nuevo,

lo que habláis,

nos ofende

nos inquieta.

Porque nuestros progenitores,

los que vinieron a ser, a vivir en la tierra, no hablaban así.

 

El más importante de los textos indígenas es, sin duda, el Popol Vuh, relato maya-quiché al que se ha llamado «la bíblia de américa». Este texto, relata la historia de la creación del mundo pre-hispánico de un modo ameno y extenso, basándose ingeniosamente en la tradición de las escrituras indígenas de las que dice provenir. Tal como señala Gordon Brotherston: «Habiendo surgido en el centro de Mesoamérica, sirve como punto de referencia sin rival para los textos cosmogónicos de culturas del Este y el Oeste, y más allá, desde América del Norte hasta América del Sur.» («La América Indígena en su Literatura: Los Libros del Cuarto Mundo», FCE, México, 1997).

La versión más antigua que ha sobrevivido de este libro es la copia de Rabinal del ejemplar de Chichicastenango del original quiché, del siglo XVI, escrito alfabéticamente en el idioma maya-quiché. Popol Vuh significa en español libro de la autoridad (de su tramado como génesis). Este texto, como apunta uno de sus traductores al inglés (Munro Edmonson, 1971), fue escrito por una comunidad local, o por una parte de la comunidad (la facción Kavek del poblado Santa Cruz Quiché) para defender durante el gobierno colonial español, un interés o un privilegio de antes de la invasión. El libro se inicia y termina reconociendo el poderío de la dominación hispana y del cristianismo, llegados al Quiché en 1524 con las huestes del español Pedro de Alvarado, lugarteniente de Cortés. Y teniendo por límites esos dos momentos, se desarrolla a través del inicio de los tiempos, pasando por una versión de las edades del mundo, para llegar a la historia del Quiché (la palabra sirve para designar una cultura y un lenguaje) y los hechos particulares en que los Kavek fundaban sus reclamaciones «legales» de privilegio sobre la propiedad de la tierra. Si bien del siglo XVI, escrito bajo el proceso de conquista, el Popol Vuh, se refiere a sí mismo como derivado de un texto anterior, del mismo nombre, cuyos autores, se dice hoy, «ocultan el rostro». Efectivamente, esto parece querer demostrarlo el propio texto del siglo XVI en una serie de pasajes que tienen un marcado tono oral, el fin onomatopéyico de la segunda edad del mundo y los diálogos ágiles e irónicos entre los Gemelos y sus adversarios animales. Pero todo esto es, por el momento, pura teoría.

Analizado y recompuesto por diversos estudiosos, el Popol Vuh se ha organizado en diversas etapas o partes:

Edmonson y Tedlock

[Primera Parte]

1. Gente de Lodo; Gente de Palo

2. Siete Loro

3. Xibalbá

[Segunda Parte]

4. Gente de Maíz; Historia de los Quiché (4 y 5 en Tedlock).

 

Brotherston

[Primera Parte]

Preámbulo

1. Gente de Lodo

2. Gente de Palo

3. Siete Loro

4. Xibalbá

Gente de Maíz/Primeros Quiché

[Segunda Parte]

Historia de los Quichés

 

Texto mítico, de inspiración agrícola, imagen del mundo indígena pre-hispánico, este libro tendrá la virtud de -con su difusión durante los primeros años del siglo XX, y la casual coincidencia del desarrollo europeo de movimiento surrealista- generar en los escritores latinoamericanos contemporáneos una sensación de apoderamiento del lenguaje que, más allá del primer indigenismo o criollismo de fines del siglo XIX, dará lugar a un poderoso proceso de «transculturización». Con ello, la literatura continental -poesía, narrativa y ensayo- toman consciencia de su poder para construir una imagen de mundo con identidad propia. Macchu Picchu es la antigua ciudad inca edificada en las laderas de Los Andes, ciudad de piedra construida en terrazas defensivas y agrícolas, muda durante siglos, hasta que Pablo Neruda, el poeta Nobel chileno la describe como «Alta ciudad de piedras escalares», «Cuna del relámpago y del hombre», «Madre de piedra», «Espuma de los cóndores», «Alto arrecife de la aurora humana». Entonces, esa permanencia de piedra y de palabra adquiere vida y es memoria al mismo tiempo, en una secuencia letánica que va construyendo el objeto poético como si fuese una construcción de piedra, símbolo tras símbolo, otorgándole dimensiones de olor, color, así, como de ansiosa búsqueda ontológica, dimensiones de humanidad, de profundidad germinal y de amplitud planetaria.

Neruda, como vigilante de la casa del ser, se apodera de la palabra y muestra e inventa, deja ver una ciudad oculta, manifiesta un imaginario. Y es en ello en lo que reside el poder de esta nueva literatura: en su capacidad de expresar no sólo lo que somos sino también lo que podemos llegar a ser. Borges es distinto de García Márquez de Miguel Angel Asturias; como los cuentos de «El Aleph» lo son de «Cien Años de Soledad», de «Hombres de Maíz»; indigenistas o no, europeizantes o no, marxistas o no, incluso conscientes o no, todos ellos forman parte de un proyecto que, a la luz de este fin de siglo, contribuyó en forma significativa a dar un rostro maduro a Hispanoamérica que, quizás hoy más que nunca, tiene el derecho a llamarse simplemente América.

El Lenguaje Conquistado

Ha dicho Antônio Candido, autor del libro «Formación de la Literatura Brasileña»: «Si fuese posible establecer una ley de evolución de nuestra vida espiritual, podríamos tal vez decir que toda ella se rige por la dialéctica del localismo y el cosmopolitismo, manifestada de los modos más diversos». El siglo de la independencia, el XIX, tiempo en el que en el transcurso de unos 20 años se desmorona la presencia española en América, será el de búsqueda, imitación, avance y retroceso en la apropiación del lenguaje español y la cultura occidental, en una tímida recuperación de lo indígena que nos llegará, destaco la paradoja, a través de la influencia de la cultura francesa que en su afán liberal y revolucionario ha tomado la imagen del buen salvaje como un ícono de exportación.

Buscando una identidad, rotos los lazos con la metrópolis, los criollos encontraron apoyo económico y cultural en los Estados Unidos, en Francia e Inglaterra y a lo largo de listas interminables de autores, poetas, novelistas y ensayistas, irán a pie forzado junto con las principales tendencias ideológicas, literarias europeas y norteamericanas. Liberales o conservadores, los americanos explorarán, la mayor parte de las veces, con tono panfletario y eminente carácter parasitario el romanticismo, el realismo, el naturalismo, el psicologismo según tales tendencias aparecían, coexistían o se sucedían en el quehacer literario del viejo continente. Hasta la aparición de las primeras voces de cambio, aún ligadas a la tradición: José Martí (1853-1895) de origen cubano y el peruano Manuel González Prada (1848-1918); y en la poesía el modernismo de Rubén Darío (1867-1917) o el creacionismo de Vicente Huidobro (1893-1948).

Siglo de voces quizás más estridentes que verdaderamente creativas, sin embargo representará el paso inevitable para la ejercitación, la maduración del nexo entre el hombre americano y su lengua, entre América y la cultura occidental, entre esa cultura y el resabio indígena todavía presente. Operación que ha contribuido de distinta manera a la formación del discurso literario erudito, tal como destaca el profesor Ángel Rama. Sin el siglo XIX, tampoco habría sido posible la conquista del lenguaje español operado en nuestra literatura contemporánea. No habrían sido posibles Arguedas, Carpentier, Rulfo, Álvaro Mutis, José Donoso, Vargas Llosa, el propio Borges o Cortázar, repitiendo, citando sólo a algunos. En algunos de ellos, como en Arguedas o Roa Bastos, tendrá gran fuerza la necesidad de rescatar el legado indígena tantas veces sometido («Hombres de Maíz» y «Yo, El Supremo», respectivamente); en Borges, Sábato, Cortázar, Bryce Echenique, Donoso o Edwards la búsqueda irá por el lado de una respuesta creativa frente al impacto de la cultura europea. Así, «En esta doble operación parece fraguarse la literatura de las diferentes regiones del continente en una palabra más o menos tensionada por uno u otro polo: la del Río de la Plata, siempre en su ámbito erudito, más atraída por los procesos de apropiación, en tanto sociedades aluvionales con proyecto histórico modernizante; y la caribeña o andina, de sustrato cultural afro-americano o indígena más construida por procesos transculturadores.» (Ana Pizarro).

Para poder entender en qué consiste esta conquista del lenguaje a que alude esta ponencia debemos revisar, con cierta inevitable arbitrariedad, aspectos destacables de la obra de los principales exponentes de nuestra literatura contemporánea. Esta arbitrariedad no sólo se referirá a nombres y obras, sino también al género, ya que nos referiremos fundamentalmente a la experiencia narrativa y dentro de ella a la ficción (novela y cuento). Arbitrariedad dolorosa si se piensa en el papel de la poesía producida por Neruda, Gabriela Mistral, Cesar Vallejo, Parra y tantos otros, o un Octavio Paz, en el ensayo. Pero dicho esto y previo a nombrar lo elegido, cabe una breve digresión sobre cómo se entiende aquí la imagen del «lenguaje conquistado».

Esta expresión representa múltiples significados, entre los que destaco:

1. El proceso de maduración del vínculo entre hablantes y lenguaje.

2. La posibilidad de hacer un uso creativo de ese lenguaje -el español- en términos de volverlo capaz de expresar lo que originalmente no se había dicho, ya no de la América indígena o la colonial, sino de ese continente nombrado desde «afuera» y cuyo significado se teje desde dentro a lo largo de cinco siglos de «interculturización».

3. Hermenéutica del ser o expresión de la propia capacidad de decir-se.

4. Habitación de la casa del ser, toma del lenguaje.

5. La fundación de una realidad imaginaria: regional, nacional y local.

Como se ve en los ejemplos de más adelante, existe en la narrativa americana un impulso importante de orden «fundacional», ya no sólo del lenguaje sino también de las imágenes. Un ejemplo de ello, una buena metáfora de este prurito es la fundación de ciudades imaginarias donde los autores proponen el espacio para articular su mitología de lo americano: Comala (Juan Rulfo), Macondo (García Márquez), Santa María (Onetti), no son sólo ciudades imaginarias o localidades tomadas de una realidad particular, sino verdaderos arquetipos del orden que representa la relación del hombre americano consigo mismo, con la sociedad, con la vida y lo foráneo. Así también, la creación de personajes tipo, como la figura del dictador o el terrateniente, el oligarca que representan figuras de valor continental.

Se verá a continuación, entonces, una selección de nombres, bajo la inspiración de esa frase de Mario Vargas Llosa que dice: «La novela deja de ser latinoamericana, se libera de esa servidumbre. Ya no sirve a la realidad; ahora se sirve de la realidad».

Jorge Luis Borges (1899-1986), el conquistador de la fantasía Occidental

Europeizante, europeizado, pero inevitablemente argentino, Jorge Luis Borges se apodera del lenguaje literario y de la tradición cultural del viejo continente a través de su poesía y prosa. Uno de los guías y miembros más activos de la vanguardia literaria de los años 20 en Argentina, el ultraísmo, sostuvo que dicho movimiento o moda literaria era la continuación natural de la herencia hispánica -sino su superación- declarando, con fuerza:

«Nosotros, mientras tanto, sopesábamos de Garcilaso, andariegos y graves a lo largo de las estrellas del suburbio, solicitando un límpido arte que fuese tan intemporal como las estrellas de siempre: Abominábamos de los matices borrosos del rubenismo y nos enardeció la metáfora por la precisión que hay en ella, por su algebraica forma de correlacionar lejanías.».

Precisión, limpidez e intemporalidad son las principales cualidades estilísticas de la prosa de Borges, reflejadas en sus numerosos cuentos y breves textos, como también en sus ensayos. Intelectual, lúdico, buscador incansable de una imagen metafísica capaz de representar o resolver el dilema del tiempo, vida y muerte, llegó al cuento a través de los ensayos reunidos bajo el título «Inquisiciones» (1925), donde recogió la que sería la gama total de sus preocupaciones narrativas: la naturaleza del yo y del tiempo, la función de la creación literaria y del lenguaje. Los cuentos de Borges suelen asumir la forma de una argumentación o tesis. Guardan analogías con la lógica, pero frecuentemente se trata de una lógica falsa, de un mero juego intencional en el que se ponen a prueba las posibilidades de representación. Idealista por necesidad, en su relato «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» afirma que es inútil argüir que la realidad está ordenada y dice: «Quizás lo está, pero de acuerdo a leyes divinas, a leyes inhumanas…que no acabamos nunca de percibir.». Así las cosas, Borges ve en la obra literaria, en la libertad imaginaria, la posibilidad de crear un mundo «más humano», aunque sólo pueda existir en el mundo ideal de la ficción, de la mente humana.

En 1941, Borges publicó su primera colección de cuentos bajo el título «El Jardín de los Senderos que se Bifurcan», más tarde incorporados en la colección aumentada «Ficciones» (1944). Posteriormente publicó «El Aleph» (1949) y «El Hacedor» (1960). Múltiple de historias, erudito y metafísicamente barroco hasta la saciedad, el ideario de Borges puede sintetizarse con las palabras que dedica a Leopoldo Lugones en el prefacio de «El Hacedor»:

«Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente. A izquierda y derecha, absortos en su lúcido sueño, a la luz de las lámparas estudiosas, como en la hipálage de Milton.»

La literatura, la biblioteca, la palabra escrita, el lenguaje se abstrae del flujo caótico de la vida ofreciendo un orden humano y comprensible. Vigilante de la casa, hacedor de la casa es el escritor, el poeta. Sin embargo, este espacio virtual también tiene sus peligros y Borges no deja de denunciarlos -como en «La Biblioteca de Babel» o «Pierre Menard, Autor del Quijote»- en los que se advierte que si bien la estructura lineal de un libro puede sugerir que nos conduce a alguna parte, a un sentido último, ello no es necesariamente así y puede llevar a su propio fin, al silencio. En la imaginación de Borges el libro se estructura como un laberinto, como una obra humana, premeditada y arbitraria que se justifica en sí misma, y como tal, en esencia representa una suerte de nada. Una tautología. Según algunos intérpretes de Borges este postulado literario representa una clara analogía con su percepción de la vida humana, cuya meta es la muerte. En varios de los cuentos de Borges, la muerte se sincroniza con el momento de la compresión del sentido de la vida, la nada. Sin embargo, y a mi parecer, este aparente sin sentido no debe entenderse sino como una puerta de salida que sólo la literatura es capaz de concebir (ver «El Inmortal»). En realidad, para Borges la literatura, la ficción se convierte en el consuelo secreto que, si bien no puede romper ciertas ataduras de la realidad, permite identificarnos con ellas y, por medio de la homologación, superarlas:

«Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino….no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.».

Pero consciente del poder del lenguaje, nada en este autor debe interpretarse literalmente, salvo su percepción, expresada sin ambages de que la realidad se comporta como un juego de cajas chinas o de imágenes que se reflejan infinitamente en una galería de espejos. Para Borges, lo que recoge el espejo si bien efímero, permite que ciertas imágenes sobrevivan transformándose en mitos, convirtiéndose en Don Quijote o en el infierno del Dante y esta es, a fin de cuentas, la importancia de la literatura.

Sobre «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» Borges ha dicho «ese cuento está basado en la filosofía idealista desde luego: Berkeley, Schopenhauer…Pero hay otra idea en ese cuento: la idea de que la realidad -aquello que llamamos realidad- puede ser modificada por un libro. Sin la Biblia viviríamos en un mundo distinto. Yo me imaginé la enciclopedia -me encantan las enciclopedias- de un país imaginario, con su historia, con su metafísica, su religión, las elegías de esa religión. Pensé que si se elaboraba un libro así, un libro más ordenado que la realidad en que vivimos, podía terminar por influir en la realidad. Es un juego evidentemente, pero, con todo, es un cuento muy ambicioso» («Peregrino de la Lengua. Confesiones de los Grandes Autores Latinoamericanos», Alfredo Barnechea, 1997).

Gabriel García Márquez la fundación de América, el nacimiento de Macondo

En esta propuesta que visualiza la literatura contemporánea americana como la culminación -también inicio, por qué no- de un proceso de conquista del lenguaje, sin duda que Gabriel García Márquez, el premio Nobel colombiano, tiene un lugar destacado. Así, no resulta exagerado afirmar que su obras más conocida, «Cien Años de Soledad», ha llegado a ser tan popular en la literatura de habla española como «El Quijote» de Cervantes.

Sin desmerecer el resto de la fértil obra de este escritor, resulta inevitable referirse casi exclusivamente a la citada «Cien Años de Soledad», libro que Mario Vargas Llosa ha llamado el «Amadís» de América, en clara referencia al Amadís de Gaula, una de las primeras y más importantes obras narrativas de Europa (novela de caballería escrita a principios del siglo XVI).

«Cien Años de Soledad» es una obra mítica que trata, como siempre que intervienen los mitos, de una emigración y de la fundación de una ciudad. En este acto fundacional, se encuentra la representación de un establecimiento aún más importante, cual es el de la asignación a la literatura americana del rol de espacio en el que se contiene la imagen auténtica del continente. De alguna manera, la creación de Macondo -la ciudad ícono de García Márquez- representa la revolucionaria fundación del mundo continental como una estructura con reglas propias.

Para poder entender adecuadamente el modo en que «Cien Años de Soledad» configura una apropiación del lenguaje, es necesario dar un vistazo a la forma en que se articula. García Márquez nos cuenta la historia de Isabel y José Arcadio Buendía, primos hermanos que contraen matrimonio y, temiendo que sus hijos resulten deformes o monstruosos, abandonan la ciudad en que habían nacido para fundar Macondo, en un lugar inaccesible, como la propia América. Así, protegidos de los peligros externos, al cabo de un tiempo, la prístina inocencia de Macondo termina por contaminarse con el mundo exterior.

Durante un largo tiempo, el único contacto de Macondo con lo foráneo se produce por medio de las visitas que, de tanto en tanto, hacen los gitanos. El jefe de estos, Melquíades iniciará a los habitantes del pueblo en las maravillas de la magia y la importancia de tener el conocimiento científico del mundo exterior. Los elementos para representar ese dominio del mundo se concretan, no sin cierta ironía, en los dientes postizos, el hielo, el imán y otros elementos o baratijas que frente a la ignorancia inocente de los habitantes de Macondo significarán un mundo engañoso y falso de posibilidades.

Como en muchas obras de la narrativa hispanoamericana contemporánea, en «Cien Años de Soledad» también está presente una suerte de visión maniquea de la realidad en la que se contraponen distintos elementos: vida y muerte, civilización y barbarie, magia y realidad. Así, también, la estirpe de los Buendía estará dividida entre los Aurelianos y los José Arcadios, los pragmáticos y los soñadores, que generarán la lucha que llevará a Macondo a su destrucción.

Habitantes de un mundo donde la presencia de naturaleza y magia dominan, el «progreso» no tarda en llegar: aparece un «corregidor», viven una guerra civil, se construye un ferrocarril, se instala una compañía platanera con capitales «extranjeros», miles de huelguistas mueren en una matanza, una tormenta destruye las plantaciones, la compañía pierde su interés económico y Macondo vuelve a quedar aislado, pero ya no es lo mismo, ahora su aislamiento significa la muerte. Tal como señalan ciertos autores, fiel a su formación de periodista, García Márquez toma como punto de partida una serie de hechos que han ocurrido en su Colombia natal y los traslada sin pudor a su novela. Sin embargo, sería absurdo entender «Cien Años de Soledad» como una mera crónica periodística o como base para un análisis puramente sociológico o histórico. Esta novela tiene una pretensión de fundación mítica, de representación imaginaria que deja el inquietante postulado del destino ineludible de la existencia humana, de su injusticia esencial. Al terminar el relato, el último de los Buendía descifra el manuscrito dejado por el gitano Melquíades y descubre que lo que está haciendo es leer la historia de su propia familia, que esa historia durará lo que dure su lectura:

«Todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad en la tierra.»

Y de alguna manera, la misma «Cien Años de Soledad» es, para su lector americano, la historia de América que lo advierte sobre la inexorable condición de la estirpe continental, sobre la necesidad de entender que no existe una segunda oportunidad sobre la tierra, que quizás es importante comprender la gravedad de los actos, la necesidad de detener la injusticia. Así, sobre el trasfondo de un rescate de la mitología americana primera, de una transformación textual de la ideología marxista suscrita por García Márquez, en este libro, América entrega al mundo una profunda y original mirada de sí misma y de la realidad exterior.

Mario Vargas Llosa: el peruano experimental, peruanamente universal

En la intersección posible entre Borges y García Márquez, quizás sea posible encontrar a Mario Vargas Llosa. Escritor-testigo-de-su-tiempo, en la tradición francesa de un Sartre o Camus, también en la norteamericana experimental de un Faulkner, primero marxista, más recientemente un converso al liberalismo que, a lo largo de toda su carrera como escritor de ficciones y ensayista, ha tenido la virtud de mirar agudamente la realidad peruana y continental, como asimismo, de tener consciencia del papel del lenguaje en la creación de mundos y representaciones. Con ello ha dado al Perú, a América y también al mundo no americano todo un imaginario de las formas y contenidos presentes en la, a veces, esquizofrénica Hispanoamérica.

Su compatriota Alfredo Barnechea lo describe así: «El Perú y Vargas Llosa tienen una vieja y establecida relación de amor-odio. El Perú es la fuente inagotable de las fantasías del novelista, y Vargas Llosa ha sido para el Perú, los últimos 30 años, su referencia intelectual fundamental. En un país sin centro, ha sido el ejemplo de que todo hombre debe descubrir temprano la fuerza diamantina de una vocación y aferrarse a ella. En un país donde los talentos se han dilapidado, afantasmado ha dicho Vargas Llosa, ha sido la lección de la constancia y la laboriosidad. Aun en sus errores, ha sido una espléndida excepción. Aun discrepando con él en ocasiones, ha sido para nosotros una luz extraordinaria.».

Conquistador del lenguaje a través del experimento, Vargas Llosa es quizás el más versátil de los escritores contemporáneos. Tanto así, que a diferencia de García Márquez o Borges, difícilmente uno podría referir una de sus obras como paradigma de su escritura. Como tema, la narrativa del peruano girarán, más o menos, en torno a la antinomia entre los histórico y lo estructural. Así, en sus novelas «La Ciudad y los Perros» (1962), «La Casa Verde» (1966) o «Conversación en la Catedral» (1969) generalmente alude a estructuras que alteran el curso normal de la «historia». Los edificios presentan sistemas y órdenes de ideas de un modo tan complejo que el término de «símbolo» llega a resultar fuera de lugar. Más que simbólica, la escritura de Vargas Llosa tiene un prurito realista, pero no al modo decimonónico, ingenuamente positivista, sino como la representación de la contradicción entre estructura-sistema y realidad natural. La ciudad y la escuela de «La Ciudad y Los Perros»; el burdel, la isla y el convento de «La Casa Verde»; la taberna llamada Catedral de «Conversación en la Catedral», son elementos todos ellos análogos a ciertas maneras de estructuras las experiencias.

Los sistemas que describe Vargas Llosa son tan férreos y disciplinados, tan ineludibles, que los elementos variantes se ven obligados a actuar de un modo uniforme. El sistema arrebata a las personas su historia individual para convertirlas en piezas que deben actuar dentro del conjunto. En las instituciones que representa el escritor, lo orgánico y lo estructural, los procesos evolutivos y las relaciones sincrónicas son antitéticos. Esto se puede observar en «La Ciudad y los Perros», una novela ambientada en la academia militar Leoncio Prado.

El punto de partida es una anécdota en apariencia simple: un grupo de cadetes, los «perros» se identifica por un único hecho, el ser compañeros de un mismo curso. Bajo la dirección de uno de ellos, apodado «El Jaguar», roban las preguntas de un examen de química. El llamado «El Esclavo», que permanece fuera del grupo, denuncia al ladrón para lograr un permiso de salida un día sábado y es asesinado misteriosamente en unas maniobras militares. El misterio no se resuelve, pero conduce al enfrentamiento entre el Jaguar y «El Poeta», Alberto, quien a su vez ha denunciado al Jaguar como asesino del Esclavo. Sin embargo, la sustancia de la novela es mucho más densa, está definida por la convergencia de la historia individual de los cadetes y de sus maestros en el sistema de disciplina y rutina de la escuela militar: régimen de horarios y reglas que fijan los moldes en los que cada unos de los estudiantes deberá encajar.

Pero la crítica de Vargas Llosa va más allá, y en cierto modo puede interpretarse como una lectura del efecto que implicó la «academia» de la colonización, en la medida que postula que la estructura sincrónica e impersonal del instituto tiene un efecto deformador de los instintos y afecta las opciones de los estudiantes. Inevitablemente tienen que convertirse en verdugos (el Jaguar), en víctimas (el Esclavo) o en payasos (el poeta) y, cualquiera sea el caso, su desarrollo natural será violentado. Un orden arbitrario sustituye el orden natural de las cosas y este orden artificial, creado por el hombre y ajeno a él, está cuidadosamente dispuesto, delimitado.

La materia prima de «La Ciudad y Los Perros» podría haber sido la base de una novela de protesta social, pero la técnica narrativa del autor transforma el material inicial en una visión muchísimo más compleja de motivaciones humanas. Usa no sólo un punto de vista múltiple y diversos planos temporales, sino que además intercala diferentes grados de conciencia y lucidez entre sus personajes. Faulkneriano, también Woolfiano, Vargas Llosa conquista peruaniza las técnicas de la novela experimental del siglo XX.

En «La Casa Verde» alterará aún más la secuencia cronológica y la yuxtaposición de planos: la historia de Bonifacia la muchacha selvática, la de Fushia, el presidiario fugitivo, la de su mujer Lalita. A través de la ruptura temporal y la yuxtaposición narrativa, Vargas Llosa logra mostrar cómo se ven los personajes a sí mismos y como los ven los demás; y los distintos elementos adquieren el carácter de representantes inmediatos de su condición particular y arquetipos de la realidad americana. En este sentido, «La Casa Verde» es, al igual que en el caso anterior, un completo análisis de lo que las instituciones hacen de los seres humanos y de cómo estructuran sus vidas. Y lo mismo, sucederá en «Conversación en la Catedral» respecto de la vida política del Perú o en «La Guerra del Fin del Mundo» (1981) o incluso en su novela erótica «El Elogio de la Madrastra». Lo que permite afirmar la versatilidad de Vargas Llosa es el hecho que, si bien sus preocupaciones son las mismas, el escritor se esfuerza por diversificar las formas de decir, por manifestar un dominio del lenguaje y sus estructuras, tiempos, puntos de vista y elementos narrativos al máximo, ofreciendo un texto intelectual, realista, una comedia o una épica o una pieza teatral.

Y es que tal, como dice el gran escritor latinoamericano:

«El descubrimiento de la forma para mí fue…Faulkner…me deslumbró por la manera en que construía sus historias, por la manera como jugaba con el tiempo, cómo mudaba de narradores, de puntos de vista, de perspectiva, cómo hacía correr la anécdota hacia el pasado, hacia el futuro, te cambiaba las atmósferas, te creaba ambigüedades. Faulkner me enseñó todas las posibilidades del lenguaje, y sobre todo del orden narrativo.»

Entonces, sólo quedaba aplicarlo a la realidad americana -en español- tan necesitada de esa libertad expresiva y formal que el propio Faulkner había requerido para expresar la también compleja realidad de Norteamérica, pero en inglés.

José Donoso, el retratista del esperpento

Chile, se dice es un país de poetas y quizás es cierto. La verdad es que la narrativa -novela o ensayo- el texto discursivo de largo aliento ha quedado relegado al plano de las cosas difíciles para un país cuya idiosincrasia se refleja en cierta timidez intelectual. Podemos hablar de Neruda, de la Mistral, de Huidobro, de Nicanor Parra, de Pablo de Rokha, de Gonzalo Rojas, entre otros grandes poetas y, por el contrario, somos desconocidos en nuestra narrativa, dentro y fuera del país. Ha habido grandes realistas: como Carlos Droguett -casi desconocido en Chile y el mundo-, como Manuel Rojas; una romántica delirante y surrealista como María Luisa Bombal, pero bajo el concepto de los conquistadores del lenguaje destaco, en esta oportunidad, a José Donoso (1925-1997).

Admirador incondicional de Henry James y la literatura sajona, educado en un tradicional colegio inglés de Santiago, transformará las técnicas narrativas del psicologismo jamesiano y la ironía de Evelyn Waugh en una suerte de mirada impía sobre la decadencia del grupo social al que pertenecía. La estética para esta aproximación narrativa será el esperpento, la mirada cruda, despojada de todo eufemismo sobre la cara fea de la caída social. Ejemplo claro de ello es su primera novela «Coronación» (1957) donde describe casi con crueldad el proceso de sustitución de un grupo aristocrático decrépito por sus sirvientes, viles en su resentido afán de poder.

En un país pacato, más católico de lo que está dispuesto a reconocer y por ello mismo como mucho doble estándar, Donoso conquista el lenguaje para hablar desde el sitial de la clase dirigente sobre los temas que hasta ese momento no habían sido tratados. Al efecto, adopta una estética de origen casi medieval -herencia hispana, proveniente de sus lecturas de Quevedo, de Ramón del Valle Inclán- que junto al punto de vista jamesiano y al sarcasmo inglés se transformó en un cocktail explosivo. Desagradable, por momentos, deconstructor de las falsas estéticas y de los lenguajes melifluos, consagrador de la jerga, la escritura de José Donoso ofrece la construcción de un universo implacable y consistente, una mirada profundamente iconoclasta.

Según el propio Donoso, su novela más ambiciosa fue «El Obsceno Pájaro de la Noche» (1970), un texto complejo, «polifónico y no melódico», como el mismo declara, en el que los espacios -el convento, la casa patriarcal, la hacienda- y el poder de la clase alta chilena en crisis aproximan al lector a las zonas más oscuras del inconsciente local.

Poco antes de morir, José Donoso respondió como sigue a dos preguntas del peruano Alfredo Barnechea:

«AB: ¿Se siente feliz en Santiago?

JD: No, que va. Me da asco todo esto. Ahora, no me gusta que a otro le produzca el mismo asco.

AB: ¿Se siente extraño entonces en este Chile del cuasi desarrollo?

JD: Ah, sí. El Chile que conocía ya no existe. Soy la cola de un mundo.».

Y así es quizás como termina la suerte del lenguaje conquistado. El mundo que encontró su casa, su ser -al decir de Heidegger- en la vigilante creación de estos escritores contemporáneos ya no existe. Ellos son la cola del mundo. Y de ese mundo en extinción, sólo quedan como colas, después del efímero reinado de 40 o 60 años. Ahora vienen las generaciones de reemplazo y parecen, todavía, a lo largo y ancho de todo el continente, algo extraviadas. La antorcha del decir con sentido parecen tenerla los africanos, el extremo oriente, Australia. Los europeos parecen tener una revitalizada prosa que se inspira en los grandes de América, hacia el futuro nada está claro. Sólo queda esperar y esperar que tanta globalización, internet y televisión por cable no genere otra inefable colonización.