Microcuentos de Giselle Aronson

Confusión

Creí que eras un ángel, confundida con el par de alas tatuadas de tu espalda. Pensé que era una señal tu reloj olvidado. Pero tu tiempo no marcó el ritmo de mi pulso y el espejismo de tu vuelo no era otra cosa que mi fe.

Sólo dejaste plumas esparcidas y una tristeza más en mi vitrina de trofeos.

Des-creación

En el principio, encendió las sombras.

Al segundo día aniquiló su deseo.

Durante el tercero se dedicó a eliminar el asombro.

Todo el cuarto día lo ocupó en sofocar la ilusión.

Destruyó todas y cada palabra durante el quinto día.

Al sexto día decidió apagar su voz.

Y el séptimo día, desapareció.

 

Diferencias

Alatea había nacido de la cruza de una planta de interior de tinta azul lavable y un diccionario gordo de términos en castellano rioplatense. Tenía forma femenina, pero su aspecto exterior era de utilería: ella era en esencia, un cúmulo de palabras. La meta de su exótica vida consistía en lograr que esas palabras que la componían adquirieran algún indicio de belleza.

Eleodoro era solamente un ser humano hecho de músculos, de carne, huesos, piel y color. Pero para Alatea, era más. Ese hombre era la letra que dibujaría con un trazo perfecto, la tinta azul lavable que tejía su genética de criatura mitológica. Sin embargo, él, a pesar de toda su corporeidad, se había transformado en inalcanzable deseo para Alatea. Por más que intentara, con cuanto artilugio semántico se le ocurriera, acercar la humanidad de Eleodoro hacia sí, no lograba más que negativas.

Tendría que haber alguna palabra con el poder de un hechizo que convirtiera a Eleodoro en pluma o a Alatea en mujer.

 

El paredón

Sabía que estaba allí, por eso no necesitó corroborarlo antes. Recordaba perfectamente que se encontraba al final de una calle sin salida, luego de las siete cuadras que ocupaba una fábrica de zapatos.

Sentía que era la mejor opción para su decisión, la que más la identificaba, la más emblemática.

Cruzó la ciudad con la tranquilidad de quien ya ha atravesado las mareas de su mente y está del otro lado. Por eso mismo, ya no pensaba; de esa orilla no hacía falta la razón.

Cuando llegó por fin adonde la fábrica comenzaba, automáticamente como tantas otras veces, su pie derecho aflojó el acelerador mientras el izquierdo al mismo tiempo activaba el embrague y su mano apretaba la palanca moviéndola a la posición de cuarta velocidad. La misma operación fue repetida para pasar a la quinta. Tres cuadras le bastaron para alcanzar los 160 kilómetros por hora. En ese número se condensaba el último sentido de todo.

Las cuatro cuadras restantes se volvieron líquidas en el tiempo.

Al llegar a la séptima, se aferró con toda la fuerza que le quedaba al volante y sin dudarlo avanzó como si fuera a zambullirse en esa masa concreta y uniforme que la atraía. Su límite final.

 

Los fantasmas y el tiempo

Los fantasmas existen.

Se convierten en ausencias perpetuas, perdurables, persistentes.

A veces, son ellos los presentes y nosotros, mortales, meros espectros. Espectadores de una función diacrónica, que acaba siendo siempre la misma escena. Porque para los fantasmas el tiempo siempre es éste.

Y para los que se creen aún vivos, el tiempo siempre es otro.

 

Más sencillo

No te voy a pedir que atrapes y me bajes astros celestiales.

No pretendo demostraciones heroicas ni grandes sacrificios.

Ni tierras, ni destinos prometidos.

Ni pan. Ni sed. Ni luz.

Mi pretensión es más sencilla pero no por eso menos difícil: quiero magia adentro de un gotero.

 

Para

Decían en el barrio que, si no la habían encontrado ya, muerta, tirada en cualquier vereda, era por su hijo. Andaba como ida, todo el tiempo, nunca estaba del todo donde su cuerpo. Su sonrisa duraba apenas segundos, la mirada se le escapaba hacia ningún sitio.

Decían que, en algunas ocasiones, la habían visto drogada, borracha, sucia, completamente trastornada. Cada día más y más delgada.

Todos dudaban de los chismes de todos, porque cuando ella pasaba por la calle caminando con el niño, tomados de la mano, conversando, iba serena. Esos eran los únicos momentos en que ella parecía aferrada a algo vital.

En lo que todos coincidían era que durante la hora de la siesta, juraban escuchar un llanto chiquito y ahogado, pero sostenido, como una llama que no se consume.

 

Terror en la puerta

Cuando la vio, tirada en la entrada de su casa, supo que nada sería igual. A pesar de haberse preparado para el momento, de ensayar actitudes, de hilvanar reacciones, el terror la detuvo frente a esa evidencia reconocida y temida.

Sabía que no tardaría en aparecer, justo ahí, en el piso, esperando su entrada y anunciando la tragedia, como un cartel de bienvenida.

Lo habían anunciado en los noticieros, sin embargo ella lo sentía casi como una venganza personal y privada.

Ya había evaluado todos los atajos: no había escapatoria, solo restaba obedecer y rendirse; si por el contrario, se negara a ese designio, las consecuencias serían más terribles aún.

Con la última fuerza que le daba conocer lo inevitable, se agachó, acercándose al piso, casi sin respirar y de un solo movimiento, abrió la sentencia que anunciaba, luego del sangriento aumento, la boleta del gas.

Giselle Aronson (Gálvez, Santa Fe, Argentina, 1971) reside en la ciudad de Haedo, provincia de Buenos Aires. Es licenciada en Fonoaudiología y terapeuta del Lenguaje. Forma parte del grupo literario Heliconia, coordinado por el escritor Sergio Gaut vel Hartman. Sus textos han sido publicados en blogs y revistas literarias. Uno de sus cuentos “La espera” fue incluido en la antología “Cantares de la Incordura” (Bs. As., Dunken, 2009). Puede visitarse su blog: www.nocheluz.blogspot.com