Por Jesús Gómez Gutiérrez (desde Madrid)

Se equivocan los que piensan que ésta es la historia de un tribunal y un juez, pero tampoco es únicamente la historia de varias decenas de miles de españoles enterrados en campos y cunetas…

Tarde de primavera en Madrid, con Alcalá jugando a verano. Desde la Gran Vía, cortada a la altura de Red de San Luis, se adivina que la manifestación de hoy será un éxito; la gente abarrota el espacio entre el Círculo de Bellas Artes, el Banco de España y Metrópolis, lo cual significa que en Cibeles, el punto de partida, ya no cabe nadie. La impresión se confirma segundos después. Los que van llegando se detienen o se mezclan con el resto y hay tiempo para calcular los detalles de estas cosas, gente, edad media, procedencia, sectores.

Sabemos por qué estamos aquí. Sobra recordarlo, aunque a algunos nos gustaría que se diera más peso a un concepto que luego se escuchará, por boca del representante de HRW [Human Rights Watch], en la tribuna de oradores: justicia universal. Se equivocan los que piensan que ésta es la historia de un tribunal y un juez, pero tampoco es únicamente la historia de varias decenas de miles de españoles enterrados en campos y cunetas; ni siquiera es un asunto del pasado, sino del futuro, el que se pone en peligro cada vez que un Estado desmonta o limita la herencia de Núremberg. Nuestros muertos son más que nuestros muertos. El exterminio de una parte de la población española es más que un problema de España. Por eso se desdibujan las fronteras y se acude a tribunales de otros países, como Argentina, para hacer posible lo que la Justicia y el Parlamento español rechazan.

Entre los asistentes hay menos políticos de lo habitual. Por su falta de estructura, por la escasez de pancartas y por la práctica ausencia de megafonía se nota que no es una movilización como muchas, con todo atado y bien atado. La cabecera, que a las seis y veinte se encuentra junto a Marqués de Cubas, se encuentra completamente desbordada por delante; cuando alcance Sol, la plaza tendrá que ensancharse a duras penas, sacando espacio de la nada, cuerpo contra cuerpo. La gente enarbola retratos de familiares desaparecidos. La gente enarbola caras que resumen; Lorca, Companys, Miguel Hernández que mira la ciudad y empieza, para quien sepa oírlo, «paso a paso, mi tierra vuelve a mí». Paso a paso, a pesar de la inquina de unos y del interés de otros, ausentes por la razón de Estado o por un motivo bastante más miserable: sus medallas de papel de la Transición.

A las ocho menos un minuto de la tarde, concluidas las intervenciones, se pide un minuto de silencio. Todavía no han sonado las campanas del antiguo Ministerio de la Gobernación, donde en 1931 se proclamó la República, cuando ésta toma el protagonismo que ha tenido durante toda la marcha y afirma, en los puños en alto, en las miradas de complicidad, que hoy se retoma el camino. Tardará más o menos. Se negará tanto como se pueda. Se dirá que es secundario, inconveniente, imposible. En el extremo opuesto de la plaza, ya a las ocho en punto, un balcón abierto pide exactamente lo que hemos venido a pedir, con las notas de una canción: es el himno de Riego.

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En: Malasaña en pruebas , bitácora de Jesús Gómez Gutiérrez.

 

 Jesús Gómez Gutiérrez (Madrid, 1965) es escritor y traductor literario.