Por Sergio Ramírez
“Un clásico de nuestras letras contemporáneas y maestro en el arte de borrar todo espacio o frontera entre la historia pública y la imaginación”, así considera Sergio Ramírez al escritor, periodista y guionista argentino Tomás Eloy Martínez (1934 – 2010), a quien rinde homenaje en estas líneas un mes después de su deceso.
Allá por comienzos de los años setenta, cuando yo vivía en Costa Rica, recibía puntualmente los paquetes de novedades que me enviaba desde Buenos Aires Fernando Vidal Buzzi, director de la Editorial Sudamericana, y entonces fue que me encontré por primera vez con el nombre de Tomás Eloy Martínez en la tapa de su novela Sagrado, que era la primera que publicaba y que años después, cuando llegamos a ser amigos entrañables, él solía desechar con sonrojo a la primera mención porque la consideraba una novela en la que se había dejado seducir por las palabras más que por la pasión de contar una historia.
Nunca nos vimos en mis visitas a Venezuela para los primeros años tan deslumbrantes de la revolución sandinista, cuando él dirigía el memorable Diario de Caracas, pero sabía que detrás de las preguntas que sus periodistas me hacían cuando enviaba a entrevistarme, estaba su mano de exiliado de una dictadura militar que veía en los acontecimientos de Nicaragua la esperanza de que pudiera haber por fin en el continente un cambio genuino, lejos de los moldes ideológicos, cambio que al fin, por desgracia, no se dio, y tanto que lloramos los dos sobre aquella leche derramada cada vez que nos acordábamos.
Nos conocimos en Buenos Aires en noviembre de 1988 cuando, en esa extraña escisión que me imponía mi cargo en el gobierno revolucionario, llegué para cumplir con una visita al presidente Raúl Alfonsín, y a la vez para estar presente en el lanzamiento de mi novela Castigo Divino, publicada también por Sudamericana, y que Tomás presentó una noche en el Centro Cultural Belgrano, con público del mundo político, las madres de la Plaza de Mayo a la cabeza, y del mundo literario, clara consecuencia de la propia dualidad de mis oficios.
Pasaron años sin que volviéramos a vernos, hasta que nos encontramos otra vez en Buenos Aires en 1998, diez años después, para la Feria del Libro cuando se presentó mi novela Margarita está linda la mar, que había ganado la primera convocatoria del Premio Alfaguara, con él entre los miembros del jurado; pero fue un encuentro muy fugaz porque Tomás regresaba a la Universidad de Rutgers en Nueva Jersey donde estaba ahora enseñando.
Es desde entonces cuando estuvimos lado a lado de cerca y de lejos, en proyectos, complicidades, alegrías y tribulaciones como la muerte trágica de su esposa Susana, que le descalabró en tantos sentidos la vida, encontrándonos en tantas partes del mundo, en New Brunswick, o en su apartamento de la avenida Pueyrredón en Buenos Aires ya de regreso para siempre en Argentina, o en mi casa en Managua, cuando vino por una única vez en toda su vida a Nicaragua y ya no quedaban ni rastros de la revolución, compartiendo asientos en el Consejo Rector del Premio Nuevo Periodismo Iberoamericano, en la junta directiva de la cátedra Julio Cortázar, en las sesiones anuales del Foro Iberoamericano. Largas jornadas en librerías de Madrid o Lisboa, largas sobremesas en México o en Sevilla, su voz de timbre tucumano convocando a la risa, llamadas sorpresivas desde lugares distantes, mensajes electrónicos como cartas, ahora que ya no se escriben cartas.
Lleno de santo humor hasta el final, como en este mensaje electrónico de noviembre de 2009, en que responde a un comentario mío acerca de la energía y constancia con que Carlos Fuentes mantiene su agenda internacional, de un avión a otro avión, de un aeropuerto a otro aeropuerto, sin que le pesen nunca los años: “¿Ya está Carlos en México? Pronto lo veremos caminando sobre las aguas…”.
Su presencia siempre fue una iluminación feliz para todos sus amigos, preocupado por la suerte ajena, siempre con algún libro cuya lectura recomendar, y con algo nuevo y deslumbrantemente divertido que contar, dueño de eso que yo llamaría una maledicencia edificante, unas historias en las que, igual que en sus novelas, nunca se sabía donde comenzaba la mentira y donde terminaba la verdad, pero nunca faltaba la risa.
Una presencia transparente la suya alejada de las mezquindades que suele teñir el oficio literario, generoso con los más jóvenes y generoso con sus pares como cuando, ya bajo los estragos del mal que se lo llevó, y venciendo todas las dificultades de un viaje así, voló desde Buenos Aires hasta México para estar presente en la celebración de los ochenta años de Fuentes. Hasta que la enfermedad lo fue inmovilizando pero nunca dejó de contestar los mensajes electrónicos, por mano suya o por la de alguno de sus hijos, siempre fiel hasta el final al gentil deber de la correspondencia como todo un caballero antiguo, mensajes suyos en los que nunca declinó el ánimo, ni perdió el optimismo ni el entusiasmo por la vida. “Le he dicho a los médicos que quiero calidad de vida y no cantidad de vida”, me escribió en diciembre.
En el balance de su vida colocó al final la literatura por encima de su otra pasión visceral, el periodismo, aunque en sus novelas nunca abandonó el periodismo que quedó en el entramado de la narración. Como Daniel de Foe, escribía sus novelas con la técnica del reportaje para fingir mejor la verdad, con lo que daba buen uso a las armas que le concedía su profesión original.
Un clásico de nuestras letras contemporáneas, maestro en el arte de borrar todo espacio o frontera entre la historia pública y la imaginación hasta crear una realidad paralela mucho más creíble que la realidad real, tanto así que inventó una historia de Argentina en La novela de Perón y en Santa Evita, que sobrevivirá a la de los libros de texto. Ningún otro triunfo mejor para una novelista que inventar la historia de su propio país.
Cuando Eva Duarte se encontró por primera vez con Juan Domingo Perón en Luna Park, la noche del 22 de enero de 1944 en que se daba una función artística de beneficencia por los damnificados del terremoto de San Juan, ella le dijo cuando estuvieron sentados lado a lado: “gracias por existir”. O no se lo dijo nunca para los términos de la historia mezquina que resiente de imaginaciones, porque la frase la inventó Tomás en Santa Evita. Pero se lo dijo. La historia fue modificada a partir de la novela, igual que los propios personajes de la historia argentina, y de la novela, Juan Domingo Perón y Eva Duarte, fueron modificados y ya no serían nunca más los mismos desde que pasaron por las manos de su novelista inevitable. Su creador, su inventor. Su falsario.
Tomás contaba historias en sus novelas y las contaba para sus amigos con la misma calidad seductora. Una de las que más me seguirá cautivando siempre, entre los recuerdos hondos que quedan de nuestras pláticas sin fin, tiene que ver precisamente con esa frase maestra del arte de la seducción, “gracias por existir”, que años después de haber sido publicada en Santa Evita pasó a ser el texto de una manta en una manifestación peronista: “General Perón, gracias por existir”. Tomás protestó que se trataba de una frase suya escrita en una novela suya y puesta en boca de un personaje suyo, pero su intento resultó tan ingenuo como vano, al punto que fue acusado de falsear la historia del peronismo atribuyéndose lo que no le pertenecía, sino a la historia.
La historia, ya tomándose en serio, se apropió no sólo de la frase, sino de toda la novela, y la hizo suya. El novelista dejó de ser el inventor y pasó a ser el cronista, y a lo mejor ni siquiera eso, porque para negar que la Eva Perón que conocemos, tal como la conocemos, sea la invención de una persona, y para negar que las frases célebres que dijo sean también la invención de esa persona, hay que empezar por negar al novelista, y negar su novela. Para que Eva Perón sobreviva, hay que desaparecer a Tomás Eloy Martínez. La criatura sacrifica al creador; pero allí está precisamente su victoria. El personaje sale de las páginas de la novela y se queda en el mundo real.
Eso es lo primero que evoco frente a su muerte, su poder de inventar la historia y hacer que sea la suya, su propia historia inventada, la que pase a ocupar el lugar de la verdad, es decir, de lo que se da por aceptado y ya no podrá ser desmentido, ni sustituido. Los hechos, tal como en verdad ocurrieron, si es que existe una sola verdad para los hechos, ya no importan. Se diluyen, se deshacen víctimas de las imprecisiones, de las contradicciones, de los testimonios fallidos, de los inevitables olvidos, de la vaga sustancia de los cambiantes relatos orales, de la desconfianza que inspiran los documentos oficiales.
Nada de eso es creíble, lo único creíble es la novela, que presenta un cuerpo organizado de mentiras basadas en evidencias suficientes aportadas por el novelista, y que estarán allí para convertirse en la sustancia de lo que verdaderamente ocurrió. Se ha operado un trasiego feliz desde la novela real a la realidad mentirosa. “Gracias por existir”. Como ocurre con los buenos guiones de cine, que dejan en herencia frases redondas, seguras, y por tanto memorables, así ocurre con la historia que necesita de frases precisas e irrebatibles. Y quien las aporta, ya ven, es el novelista.
En Santa Evita todo es verdad; nadie pone en duda los hechos. Tomás pasó años investigando la vida del general Perón y de su esposa, aprendió todo lo que había que saber de ellos, pero a la hora de construir la verdad de la novela no aprovechó esos materiales ordenándolos, dándoles congruencia, procurándoles un orden cronológico, una tesitura didáctica, sino que los transformó, los falseó, usó lo que le convenía y lo demás fue a dar a la papelera; y de lo que le convenía, todo quedó irreconocible entre el esplendor de la mentira que ahora llena todo el campo de visión y se transforma de manera implacable en lo que verdaderamente ocurrió. Porque la historia es menos atractiva, la pobre, y la novela, que actúa con mayor eficacia que la historia, no admite desafíos en su altivez.
Recordaré a Tomás como el novelista que desafió a la historia y la venció, creando su propia versión triunfante de la Argentina contemporánea, y es así como quisiera que fuera recordado. Hombre de varios oficios, entre ellos principalmente el del periodista implacable colocado del lado del rigor por la relación de los hechos, como en La pasión según Trelew. Qué paradoja espléndida. El que reclamó la verdad como consigna a la hora de contar la historia como periodista, niega la verdad, y crea la suya propia, a la hora de contar la historia como novelista.
Pero el periodista, en la vida de Tomás como novelista, vuelvo a decir, no es sino el que proporciona instrumentos a la narración, técnicas, experiencias, estructuras del relato, maneras de contar. Pasó una vida de aprendizaje y experiencias en el periodismo para poder ser novelista. Como periodista, jamás habría podido contar la historia de Eva Perón tal como lo hizo como novelista en Santa Evita, ni la historia del general Perón tal como lo hizo en La novela de Perón. No hubiera sido creíble.
Qué desvarío sería llamar a estas novelas suyas novelas históricas, porque sería atribuirles un molde, el molde rígido de la historia. Para Tomás, dentro de su sentido de totalidad de la mentira, que es una manera de la libertad, primero hay que dinamitar la historia para poder inventar después a campo raso las frases célebres de Eva Perón, los caminos que ella escogió para su gloria y su fama, sus angustias y veleidades vestida con las sedas del poder, la pasión de su muerte, la multiplicación folletinesca de su cadáver en copias perfectas, las obsesiones que despierta ese cadáver repetido como en una galería de espejos.
La historia inventada que es ahora la historia verdadera y ya no dejará de serlo.
“Tenemos que estar agradecidos por cada momento en que la historia nos deja en paz”, dice Philip Roth en alguna parte. A Tomás la historia nunca lo dejó en paz, y agradecido, cargó a la Argentina a lo largo de toda su vida como en peso vivo, como si se tratara del cadáver mismo de Eva Perón. Era su destino latinoamericano. Un destino hasta la muerte, y un escritor hasta la muerte que nunca cejó en escribir porque era su oficio sagrado. Ya casi imposibilitado, siguió escribiendo sus lúcidos y siempre aleccionadores artículos, y cada vez que yo abría el diario en Managua los domingos y me encontraba su firma, era como si recibiera un mensaje suyo, estoy aquí, sigo vivo, sigo trabajando, lo haré hasta el último aliento.
Y así, escritor hasta el último aliento, siguió adelante tratando de terminar su última novela, El Olimpo, dictándola cuando ya no pudo con los dedos, sin dejarse amedrentar nunca por la muerte que desde esas páginas inconclusas pasa a ser un personaje suyo de ficción.
“Hubo un momento, un relámpago ciego de la eternidad, en que los Dioses inmortales quisieron morir”, escribe en El Olimpo. “Lo sabían todo, pero no sabían morir. Muy atrás, en el foso sin fondo de los tiempos, sus caprichos aterrorizaban al mundo. Imaginaban pestes y enfermedades cada vez más incurables, ordenaban matanzas atroces y disfrutaban infundiendo el odio entre los hombres para verlos desgarrarse en contiendas sanguinarias”.
“La eternidad les había enseñado todos los signos y las voces de la muerte, pero como la muerte no había entrado en ninguno de ellos, desconocían su apariencia y sus señales. Querían morir y no sabían cómo”.
Fue su último diálogo literario, el diálogo con la muerte a las puertas de la muerte. Y de esta manera, desde la literatura, convirtiendo a la muerte en una criatura suya, pudo conquistarla con las palabras.
Que es lo que se llama trascender.
Tomás Eloy Martínez
El autor de El vuelo de la reina (Premio Internacional Alfaguara de Novela 2002) fue crítico de cine para el diario La Nación desde 1957 hasta 1961. En 2009 obtuvo el Premio Ortega y Gasset de Periodismo a la Trayectoria Profesional y además, fue uno de los docentes de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, creada por Gabriel García Márquez. Entre sus obras más destacadas se encuentran: Estructuras del cine argentino (ensayo, 1961); Sagrado (novela, 1969); La novela de Perón (novela, 1985); Santa Evita (novela, 1995); El cantor de tango (novela, 2004) y Purgatorio (novela, 2008).
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El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…