Por Luis Alberto Tamayo

Yo tenía diez años cuando mi hermano se fue. Durante mucho tiempo su nombre estuvo prohibido en nuestra casa. Crecí sabiendo que tenía un hermano que vivía en Francia: después supe que no, que vivía en el exilio.

Papá decía que mi hermano era inteligencia perdida, un testarudo que había ido a la Universidad a mezclarse con la peor clase de gente. Acordarse de él en la mesa era desatar una tormenta: mamá lloraba en silencio, mi hermana Claudia inventaba planes para ir a visitarlo; papá las embestía contra políticos antiguos y disertaba sobre la importancia de no meterse en nada.

Cuando egresé de cuarto medio papá lloró y todos lloraron: tuve la sensación de que no era yo quien se graduaba, sino mi hermano otra vez.

Sus cartas fueron escasas, apenas cinco en siete años. Recuerdo que la última decía: «Hace mucho frío esta noche; mañana salgo para Rennes con una exposición sobre los crímenes de Pinochet». Mi madre la quemó aterrada. Le contestó que al escribir esas cosas estaba poniendo en peligro a toda la familia. No volvieron a llegar cartas suyas.

Años después supimos que mantenía correspondencia con una vecina del barrio antiguo: del barrio en que vivíamos cuando vino el golpe militar. Fuimos con Claudia a ubicar a esta señora. Se acordaba bien de nosotros a pesar del tiempo transcurrido. Nos mostró dos cartas largas. Entonces pudimos saber cómo sonaban sus palabras, qué decían: ahora teníamos edad para entenderlas.

Reiniciamos el rito de la correspondencia. En una nota me propuso que le enviara mis papeles, que había juntado algo de dinero, y que vería modo de que pudiera pasar un año con él, para que nos conociéramos. No contesté su mensaje: ya llevaba un semestre en la Universidad.

Durante el primer año fui uno de los mejores alumnos, lograría terminar la carrera en tiempo récord.

Cuando me invitaron a hacer trabajo voluntario para ayudar a los campesinos pobres yo pensé que estaba bien y me inscribí. Al saberlo mi madre se puso tensa.

—Eso no es ayudar a nadie —dijo— eso es hacer política. Te va a pasar igual que a tu hermano que está donde está por meterse a ayudar a gente que ni siquiera se lo merecía.

Mi padre empezó a cambiar su discurso; ahora decía que a los militares no se les podía pedir que fueran buenos gobernantes. Argumentaba que contra las Fuerzas Armadas no se podía hacer nada, que no se trataba de darle el favor o la contra a Pinochet, pero que había que reconocer que él mandaba y punto; que no había nada que hacer hasta que ellos mismos lo sacaran y pusieran a otro quizás peor.

Un día Claudia le discutió en la mesa, le dijo que a cada momento ocurrían cosas horribles y que no era justo quedarse sin hacer nada. Mi padre le lanzó el nombre de mi hermano como un insulto.

El negocio grande que teníamos en Santa Rosa quebró por la escasa venta y dos clausuras seguidas por no dar boleta. El dinero que se pudo salvar se convirtió en un taxi. Al poco tiempo el viejo Peugeot azul también fue pintado de negro con el techo amarillo. Esas eran las entradas de la familia, más el arriendo de la casita de La Cisterna y el kiosco para vender cosas de bazar y refrescos que instalamos en el antejardín de la casa.

A Claudia y a mí nos costaba mucho entender lo que pasaba, mirábamos todo desde fuera del tiempo. Sabíamos que nuestro hermano había vivido en otro país. Un país distinto, con el mismo nombre, pero otro…

El contacto con mi hermano lo hacíamos en notas pequeñas. Supimos que no estaba en París, sino en México, que tal vez partiera hacia Nicaragua, o hacia donde «su aporte pudiera ser útil». Había perdido la esperanza de que lo dejaran volver. —»Yo no apareceré en ninguna lista —afirmaba—, yo volveré cuando se abran las Alamedas».

Nuestra conversación se tornaba cada vez más difícil de entender. El nos hablaba que nuestra situación no era aislada, que la política económica del régimen estaba golpeando duro a la pequeña burguesía, que por último nuestros padres se lo merecían por todo el mercado negro que habían hecho. No se alegraba de que nosotros fuésemos a ser profesionales: nos prevenía de que no nos convirtiéramos en chanchos ahítos y emplumados, ajenos a los problemas de las grandes mayorías.

Claudia le respondió habiéndole de la nueva casa en que vivíamos, de su trabajo como voluntaria de la Cruz Roja, de sus charlas de higiene y primeros auxilios, de la creación de un banco de medicinas para ayudar a las personas que no pudieran comprarlas.

El respondió que eso era querer atacar el cáncer con domínales, que la salud de las personas debía ser responsabilidad del Estado y no de la caridad de señoras gordas ni de niñas con sentimientos de culpa por sentirse privilegiadas.

Con Claudia concordamos en que necesitábamos la presencia física de nuestro hermano para aclarar el significado y la intención de cada palabra. Para confrontar nuestras historias tan distintas: confiábamos en que a pesar de todo nos entenderíamos.

Los robos y los asaltos nos tenían a todos alarmados, no se podía dejar ni maceteros en los antejardines. Tuvimos que mandar a hacer una jaula de barrotes de fierro para el kioskito, y así evitar que lo descerrajaran durante la noche.

Los jueves y viernes por la tarde le tocaba a Claudia atender el kiosco. Un tipo llevaba mucho rato en el asiento del paradero de micros que quedaba justo frente a nuestra casa. Claudia lo sorprendió dos veces mirando y tuvo miedo, por eso me llamó.

Pensamos que era un maleante o un policía de punto fijo, o quizá un pololo malquerido de alguna casa de la vecindad. Lo cierto es que nadie estarla por gusto a la intemperie en un día tan frío como ese. Finalmente subió a un microbús y se fue. Sin embargo su figura nos quedó grabada y nos pareció verlo en otras oportunidades; siempre mirando, siempre en días de frío.

Al obscurecer de un jueves entró al negocio. Llevaba puesta la capucha de la parka y el grueso cierre subido casi hasta la boca. Apenas se distinguían su nariz y sus lentes. Entró por el caminillo de cemento y pidió cigarrillos.

—No vendemos cigarros, contestó Claudia. Se bajó un poco el cierre de la parka y mostró unos gruesos bigotes. La chasquilla le cayó cubriéndole los ojos.

—Déme un cuaderno—, dijo luego de un breve silencio. Eligió uno grande, con la fotografía de dos caballos que corrían libres en la tapa. Dos caballos blancos sin riendas ni jinete.

Claudia se lo iba a envolver y él pidió que no, se volvió hacia la calle y mientras esperaba su vuelto lo metió bajo su chaleco afirmándolo con el cinturón. Afuera comenzaba a llover.

Había llegado tarde a casa, me estaba acostando cuando sentí voces. Mi madre era laque hablaba: decía que no, que mi hermano estaba en Francia, que debía tratarse de un alcance de nombre.

La vecina del barrio antiguo estaba de pie en el living con unos recortes de diario en sus manos.

Cuando vio aparecer a mi padre dijo con dureza:

—Su hijo ingresó ilegalmente al país. Ahora no tienen que avergonzarse de tener un hijo en el exilio: ahora tienen un hijo muerto.

Nunca pudimos verlo. En la morgue nos entregaron un ataúd sellado, nos dijeron que ahí dentro estaba su cuerpo.

La policía lo detectó antes de que alcanzara a hacer nada: vivía solo; había arrendado una pieza pequeña en el otro extremo de la ciudad. Lejos de su barrio, de su liceo, lejos de todos los que pudieran reconocerle.

Según testigos no se defendió a balazos como dice el diario. No portaba arma: iba de blujeanes y zapatillas cruzando la plaza. Unos veinte agentes lo esperaban: uno tomando helado, otro con un paño amarillo simulando limpiar parabrisas de automóviles por una moneda; dos más haciendo footing en impecables buzos azules. Su muerte fue una práctica profesional para un grupo de egresados de sus academias de muerte.

La ventana de su pieza daba justo a la plaza. Cuando entramos al último lugar en que él habitó las piernas se nos doblaron: estábamos cerca de él, de su vida.

Todo estaba revuelto, una vieja radio a tubos quebrada en el suelo. En este estante varias revistas de historietas y deportivas, libros de química y matemáticas. El vivía allí, oculto, procurando no dejar huella de su modo de pensar, de lo que había elegido como forma de vida.

La dueña de casa contó que salía poco, que por las tardes escuchaba música y jugaba con Samy, un gato esquivo que rara vez bajaba del techo.

Bajo su cama encontré un par de zapatos negros, los tomé y me los puse; me quedaron bien. Claudia dio un grito al encontrar entre las revistas un cuaderno nuevo con dos caballos blancos que corrían.

Lentos cruzamos la plaza que él no pudo cruzar.

 

Luis Alberto Tamayo

 Nació en San Fernando, Chile, en 1960. En 1982 se tituló de Profesor de Educación General Básica en la Universidad de Chile. En 1978 ganó el concurso de cuentos organizado por el Arzobispado de Santiago con motivo del XXX aniversario de la declaración universal de los derechos humanos. En 1985 fue finalista del concurso Chile-Francia. Durante cinco años integró el equipo de libretistas del programa “Los Venegas” de Televisión Nacional. En 1989 formó parte del taller Heinrich Böll que dirigió Antonio Skarmeta en el Instituto Goethe. En 1998 ganó el concurso de cuento infantil organizado por CORDAM y COPEC. En el año 2000 gana el concurso de cuentos Banco Santiago. Ha publicado: “Ya es hora” (cuentos, 1986); “Caballo Loco, campeón del mundo” (novela para niños, ganadora del premio Editorial Don Bosco, 1998); “La Goleta Virginia” (novela juvenil, 1998); “Pequeña historia de la señorita X Testimonio de una adopción.” (2001).