Los desastres naturales

Por Guido Eytel

 “El peligro que representa un fenómeno natural puede ser permanente o pasajero.”

Gilberto Romero y Andrew Maskrey

“Me dan ganas de matarte”, dijo, tirándome las orejas mientras se subía desnuda tal como estaba sobre mi pecho. Ahí se quedó, sentada. Me tocó la punta de la nariz con el dedo índice y luego me  pasó ese mismo dedo por el cuello como si estuviera degollándome.

Sus ojos gatunos no reían, de eso estoy seguro porque no dejé de mirárselos y ella no me esquivó la mirada. “Por mucho menos que eso ya te habría cortado el cuello”, jugueteó con la uña larga, afilada, detrás de mi oreja izquierda como si estuviera terminando su trabajo.

“Pero me volví buena y te salvaste”, echó la cabeza atrás y dejó caer su larga melena negra casi azul sobre mis muslos, mis rodillas, y parecía ofrendarse a alguna divinidad mirando el cielo, vamos, el techo azul de la pieza de esa cabañita de madera donde habíamos recalado tratando de huir del aguacero que cayó desde que llegamos a Puerto Saavedra.

– ¿Sabías que alguna vez de verdad éste fue un puerto?

Se alzó de golpe, aprisionándome las costillas con sus muslos, y acercó sus ojos a mis ojos: “cállate, cá-lla-te, ahora me toca hablar a mí, yo mando”. Miré el techo y tenía manchas de humedad, como podía esperarse.

– Con el terremoto del 60 se fue a la mierda. O antes.

– No me interesa la historia antigua, cuéntame qué te dijo ella ayer.

– Ya te lo dije.

Dejó de aplastarme el pecho y sacó un cigarrillo de la mesita de velador. Después de encenderlo se tendió de espaldas, dejó caer la cabeza sobre la almohada y se quedó igual que yo, mirando el techo azul con manchas de humedad.

– Quiero escucharlo de nuevo.

Le saqué el cigarrillo de los dedos y di una chupada larga. A lo mejor las manchas no eran de humedad, eran del humo o quizás el humo tiene que ver con la humedad.

– ¿Sabes algo de etimología?

– Ni siquiera sé lo que es eso. Dímelo de nuevo.

Me afirmé en un codo, le puse el cigarrillo otra vez entre los dedos y le miré los ojos de gata.

– Dijo que eres una loca perdida.

– ¿Y qué le dijiste tú?

– Que me gustaban las locas.

Dicen que hubo señales que anunciaron el desastre y algunos obedecieron a esas señales y se salvaron. Los otros, los obstinados, los que desafiaron a las señales, sucumbieron.       

– ¿Crees tú que de verdad estoy loca?

– Más o menos.

Me pegó un codazo en las costillas.

– Te estoy hablando en serio.

En 1960, después del terremoto, una inmensa ola se llevó todo el pueblo dos kilómetros mar adentro. Una sola casa se salvó. La mayoría de los habitantes alcanzó a escapar hacia los cerros, pero alrededor de cincuenta murieron ahogados. Hay que ver lo terribles que son los desastres naturales. Chile es un país de terremotos, ya deberíamos ir acostumbrándonos.

– Una vez fui al psiquiatra y me dijo que no estaba loca, que lo mío era una cuestión de personalidad nomás.

Apagó el cigarrillo en el cenicero y justo ahí me dieron ganas de fumarme uno. Atravesé por encima de ella para sacarlo de la cajetilla. Cuando lo encendí comencé a imaginar a la gente corriendo hacia los cerros mientras el mar se recogía y se recogía dejando una especie de desierto húmedo, lleno de peces saltando moribundos. Las algas se arrastraban por la arena como cabellera de bruja con incrustaciones de almejas y cangrejos.

– Me dieron ganas de bañarme – se levantó desnuda, caminó con paso decidido hasta el bolso de viaje que habíamos dejado, apurados, junto al clóset y sacó un par de blusas y una chomba que tiró sobre una silla.

– ¡Siempre está al último, siempre está al último! ¡Lo que buscas siempre está al último! – luego de sacar casi toda la ropa de dentro del bolso y tirarla al suelo, cogió dos diminutos pedazos de tela roja y me los mostró: era su biquini. Tenía una apostura atlética, gimnástica, y eso me gustaba. Cuando estaba enojada como ahora parecía una potranca dando coces en el suelo y a punto de escapar. Abrió la puerta y salió. Me levanté de la cama, fui hasta la ventana, corrí un poco la cortinilla blanca y la vi correr por la playa hasta llegar al agua. Ya no llovía tanto, pero igual no era una tarde para meterse en el mar, menos en Puerto Saavedra que es de agua más que helada, gélida.  Saltó un par de olas, moviendo los brazos, y luego se lanzó a nadar. Me vestí despacio, calculando cuánto rato iba a alcanzar a estar dentro del agua, agarré una toalla y una manta de la cama y partí a esperarla. Ya venía de vuelta, a unos treinta metros de la orilla, dando brazadas enérgicas. “Claro que está loca”, pensé.

Salió con el pelo liso estilándole sobre los hombros (parecía un pájaro) y los labios morados. Le puse primero la toalla sobre los hombros y después la manta. La abracé y volvimos a la cabaña. Ella temblaba.

Entró derechito al baño y sentí correr el agua de la ducha. Yo volví a meterme a la cama. Después del terremoto Puerto Saavedra nunca volvió a ser el de antes. El maremoto removió las arenas, las cambió de lugar, cambió en verdad toda la geografía, y nunca más un barco volvió a acercarse a sus costas. Son terribles las catástrofes naturales.  El gobierno construyó un par de  poblaciones en los cerros, pero al cabo de algunos años se levantaron construcciones precarias (bares, restaurantes, hoteles, no más de diez en total) junto a la playa para atender a los pocos turistas como nosotros que llegaban de vez en cuando. Salió del baño secándose el pelo con la toalla.

– Métete aquí – le dije – no te vayas a resfriar.

Se rió, se metió en la cama y me dejó caer en la cara unas gotas de su pelo.

– ¿Por qué no te bañaste tú?

– Porque yo no estoy loco.

– Tendrías que haberme seguido. A mí no me gustan los cobardes.

Yo habría corrido el primero hacia los cerros, de eso estoy seguro. No me gusta desafiar a las fuerzas de la naturaleza. Irse mar adentro con peces y crustáceos, enredado en las algas y manoteando en la sal, eso no va conmigo. También son saladas las lágrimas y no me gustan.

 – ¡Tendrías que haberme seguido! – me remeció con fuerza.

 –  Estaba lloviendo, no me gusta el agua fría y no sé nadar.

Dejó caer la cabeza sobre la almohada.

– No me gustan los cobardes.

Ella seguramente habría corrido en dirección contraria a la gente que escapaba hacia los cerros. Habría recogido, irresponsable y feliz, alguno de los peces que saltaban agónicos en la arena mojada y se habría vestido con una capa de algas hasta que viniera la inmensa ola y se la llevara mar adentro.  A ella y a cualquiera que estuviera con ella.

– Es hora de irnos – le dije.

Me vestí y fui a pagar la cabaña. A la vuelta ya estaba lista, sentada en la cama y fumándose un cigarrillo. Tomé el bolso y lo eché al auto. Cuando subimos le dije que se pusiera el cinturón de seguridad y partimos. Teníamos apenas una hora antes de que oscureciera.

Hicimos casi todo el viaje en silencio y entramos a Temuco justo cuando se encendían las luces del alumbrado público. Cuando llegamos a su casa había dejado de llover y ella tenía el pelo seco. Se despidió con un beso y me preguntó cuándo la iba a llamar.

– Hay que subir a los cerros – le dije – hay que subir a los cerros para salvarse.

Puse primera y aceleré. El día siguiente prometía ser azul y limpio.

***

Guido Eytel

Guido Eytel nació en Temuco, en el sur de Chile. Es narrador y poeta. Ha obtenido varios premios en concursos nacionales de cuento y poesía, entre ellos el Gabriela Mistral de poesía, y el del diario La Tercera de cuento.

En 1997 publicó su primera novela – Casas en el agua – que obtuvo el Premio Municipal de Novela y el Premio Academia, de la Academia Chilena de la Lengua. A fines de 1999 publicó su segunda novela, Sangre vertió tu boca.

Publicaciones:

1989.-«Varias Voces para un Camino». Libro documental sobre una organización campesina mapuche. Editorial PAS- Araucanía. Santiago. Chile.

1997 «CASAS EN EL AGUA», novela, LOM ediciones. Santiago. Chile.

 1999 «SANGRE VERTIÓ TU BOCA», novela, LOM Ediciones.Santiago. Chile. 

Incluido en las siguientes antologías:

 1967 «El Cuento Chileno Actual. 1950-1967». Alfonso Calderón. Ediciones Nueva Universidad.

1973 «Narradores Chilenos» Wolfgang A. Luchting. Horst Erlad Verlag.

República Federal de Alemania.

1983 «Der Man mit der Rose». Salvattori Coppola y Joachim Meinert.

República Democrática Alemana.

 1985 «Antología del Cuento Chileno» Enrique Lafourcade. Ediciones Alfa.

Santiago.

1988 «La Poesía Chilena a través del Soneto». David Valjalo y Antonio

Campaña. Ediciones Libertarias. Madrid. España.

 1995 «Geografía Poética de Chile, La Frontera» . Editorial Antártica.

Santiago. Chile.

1998. «El Cuento Chileno Contemporáneo» Poli Délano y Rafael

Ramírez Heredia. Fondo de Cultura Económica. México.

PREMIOS

1967. Mención Honrosa. Concurso Nacional de Cuentos. Diario «El Siglo».

 1968. Premio Especial. Concurso Nacional de Cuentos. Revista Paula.

 1971. Tercer Premio. Concurso Nacional de Cuentos. Revista Paula.

 1976. Mención Honrosa. Juegos Florales de Poesía. Revista Paula.

 1977. Mención Honrosa. Poesía del Vino. Revista Paula.

 1978. Primer Premio en Poesía y Mención Honrosa en Cuento. Concurso Nacional «Todo Hombre tiene derecho a ser Persona», Arzobispado de Santiago.

 1981. Primero y Segundo Premio de Poesía. Juegos Literarios Gabriela Mistral. Municipalidad de Santiago.

 1982. Primer Premio. Concurso Nacional de Cuentos. Diario La Tercera.

 1983. Primer Premio. Concurso Nacional de Poesía Infantil. Secretaría de Relaciones Culturales.

 1989. Tercer Premio. Concurso Nacional de Cuentos. Diario La Época.

 1993. Primer Premio. Concurso Nacional de Cuentos «Antonio Pigafetta» Universidad de Magallanes y Sociedad de Escritores de Magallanes.

 1996.- Mención Honrosa en el Concurso Nacional de Cuentos «Pasión por la Música», organizado por la Feria del Disco.

 1998. Premio Municipal de Novela por la novela «Casas en el Agua».Municipalidad de Santiago.-

 1998. Premio Academia, de la Academia Chilena de la Lengua, por la novela «Casas en el Agua».

Datos: En http://www.escritores.cl