Todas íbamos a ser reinas, de Branny Cardoch.

 Por José Promis

En el 2006 Roberto Fuentes publicó Todas íbamos a ser putas, libro cuyo título parodiaba con desparpajo el verso famoso de Gabriela Mistral, porque en algunos relatos del volumen Fuentes pretendía desacralizar la imagen de la mujer contenida en el poema mistraliano. Su intención era ingresar al verdadero territorio de la conciencia femenina.

Recientemente, Branny Cardoch Zedán ha recuperado el verso original como título de una novela donde algo de realidad se amalgama con la ficción para introducirse en la conciencia también desconocida de varios travestis chilenos que revolucionaron el mundo del vodevil criollo durante los años sesenta. El desenlace de ambos proyectos literarios es antagónico. La irreverencia de Fuentes produjo una imagen de la conciencia femenina estereotipada, machista y de mal gusto que rechazamos con desagrado (no así sus relatos donde reaparece el entorno poblacional de Betto). La novela de Cardoch, por el contrario, surge de un punto de vista neutro hacia sus personajes, donde no caben ni los estereotipos ni la burla o el sarcasmo. El resultado es un relato convincente, lleno de calidez y comprensión humana hacia la autenticidad de «los otros», de cuyos efectos ningún lector puede escapar ni menos impedir que provoque de forma espontánea una relación de empatía con cada uno de sus protagonistas.

Branny Cardoch obtiene nuestra solidaridad -actitud tanto más necesaria, por cuanto la novela relata la historia de individuos que la moral tradicional tiende a rechazar con la burla nacida del miedo- mediante el recurso de hacer desaparecer al narrador para que, en su lugar, los personajes relaten con honestidad y directamente a los lectores las peripecias que fueron marcando las vidas de cada uno. Cielinda (Marcelo), Monique (Raimundo), Bertica (Roberto), Clarisse (Carlos), Eritrea (Enrique), Solange (Benito Pérez) y Wilma (Guillermo), la única que no pertenece al grupo anterior, exponen sus vidas desde un presente en que comparten circunstancias comunes: todas cuentan con más de cuarenta años de edad, se han sometido a operaciones que, como dice Wilma, han transformado sus cuerpos masculinos «en esa mujer que vivía dentro de mí» y la mayoría ha contraído matrimonio en Europa. En sus discursos no existen justificaciones ni descargos. Con naturalidad y sencillez, los antiguos travestis relatan sus vidas para hacernos comprender, con certeras imágenes en lugar de alegatos, que un travesti, como dice Solange, no es un homosexual, sino un miembro de una raza cuyo lugar en la sociedad escapa a cualquier clasificación.

Escribir una novela con pinceladas de realidad sobre un grupo de mujeres con cuerpo de hombre desde el interior de sus conciencias femeninas es un desafío que fácilmente podría convertir a los personajes en máscaras grotescas o conducir a la pornografía maquillada de literatura. Todas íbamos a ser reinas sortea con éxito estos dos escollos, aunque exhibe algunas obvias debilidades composicionales. Su historia avanza desde la desdicha hacia la felicidad en cumplimiento de una ley que recuerda a la «justicia poética» de la novela decimonónica; hay pinceladas de melodramatismo por aquí y por allá, así como de vez en cuando una cierta inclinación a la truculencia, a los azares poco convincentes o los paralelismos vitales un tanto ingenuos. Pero el flirteo con el sentimentalismo no perjudica otros méritos indudables de la novela: el ágil ritmo de la narración, un lenguaje mesurado y bien construido que evita el mal gusto incluso en escenas escabrosas y, sobre todo, la sinceridad con que las voces de las protagonistas nos introducen a un mundo de valores morales que el texto presenta como diferentes, pero no reprobables, porque ocultan debilidades y contradicciones muy parecidas a la de quienes no pertenecen a él. Es esta una novela que merece ser leída con respeto.

Todas íbamos a ser reinas. Branny Cardoch. Zedán Forja, Santiago, 2009, 235 páginas. Novela.

Revista de Libros de El Mercurio. Domingo 20 de diciembre de 2009.