Cuentos Perversos, de Javier Tomeo

Por Miguel de Loyola

¿Son los Cuentos Perversos de Javier Tomeo lo que hoy día llaman microrrelatos? Por su brevedad, algunos podrían serlo. Y si nos atenemos sólo a ese concepto, definitivamente, lo son. Pero: ¿Qué hay de su estética?, o más bien: ¿a qué estética responden los microcuentos o microrrelatos?

Cuando los posmodernistas hablan del fin de la historia, del fin de los grandes relatos, están patentizando esta clase de narraciones, cuya característica parece ser el no relato. Una narración donde impera un vacío indudable, dejando al arte de la literatura, al cuento y la novela, concretamente, sin los soportes que lo han sostenido durante siglos. Eso resulta obvio, dirá más de alguno. Pero aún así, la obviedad a veces hay que repetirla para entenderla. Repetir, es pensar dos veces, apunta por allí brillantemente Heidegger, dándole su merecido coscorrón a la necedad o soberbia de los eruditos.

La pregunta que luego surge es: ¿qué pasa entonces con esta nueva estética, o se trata también del fin de toda estética?

Para el caso de Cuentos Perversos de Javier Tomeo, nadie podrá decir que carecen de ingenio, que hay ciertas luces en la mayoría de ellos, pero no sabemos si esas luces son suficientes para sostener al arte de la literatura.

Frente a este fenómeno, me asalta la siguiente impresión: se trata de un arte donde, en lo principal, el narrador busca pasarse de listo, de aparecer como ingenioso ante los ojos del lector. Inteligente, brillante, perspicaz, lúcido.

Tal vez por eso solemos leer microcuentos como chistes. El lector termina esbozando una sonrisa, o bien una carcajada. Son relatos de explosión súbita. Pero me temo que mueren allí, no perviven en la conciencia del lector. Se desvanecen a los pocos segundos del imaginario. Nadie los conserva por mucho tiempo en la memoria. Son un pasatiempo, una especie de cachetada para matar el tedio, el aburrimiento durante un viaje, pero se diluyen a los pocos segundos como píldoras efervescentes.

La observación es subjetiva, por cierto, acaso tan subjetiva como lo parece este tipo de arte. Aquí nadie puede medir coordenadas, tiempo, espacio, personajes, tampoco se puede hablar del narrador, de apología, en los términos conocidos. No hay desarrollo, no hay relato propiamente tal, y, por tal motivo, más bien parecen bosquejos de una obra por terminar. Es decir, de una obra inconclusa, con pretensiones de  que el propio lector cierre y totalice la obra. Algo inaceptable para un artista que aprecie su arte.

Tal vez no sea fácil escribir este tipo de relatos, más difícil aún puede resultar publicarlos. Sin embargo, sabemos que cuando a una obra la asiste una fuente importante de poder, termina haciéndose un lugar en el espacio. Mientras más grande sea esa fuente de poder, mayores posibilidades tendrá de patentarse como tal. Esto no ha ocurrido siempre en la historia de la literatura, como se cree, ocurre ahora, hoy día, cuando existe una Industria cultural capaz de insertar sus productos en el mercado, con la misma facilidad y estrategias con que se inserta una paquete de patatas fritas.

Los Cuentos perversosde Javier Tomeo entretienen, sacan sonrisas, desconciertan algunos por su completa falta de sentido, pero acompañan bien en un viaje de turismo o de comercio, pero en ningún caso recrean un mundo, como lo consigue siempre una obra literaria.