Por Iván Quezada
Recuerdo cuando estuvo de moda el piano-bar. Fue durante la dictadura, en los tempranos ochenta. A la siga de algunos programas de televisión, se instalaron numerosos restaurantes con el atractivo del piano, las música y luz mortecinas, y la ilusión de la intimidad en un país vigilado.
Por eso, el título de Piano-bar de Solitarios —la breve novela de Poli Délano— me intrigó durante años cuando se le mencionaba en las revistas de oposición al régimen, o algún escritor decía que fugazmente tuvo el libro en sus manos, durante un viaje al extranjero. La leyenda (propia de mi adolescencia) se reafirmaba por el hecho de que la obra y su autor corrían la misma suerte: el destierro.
Entonces, la frivolidad del piano-bar funcionaba como un sarcasmo en mi imaginación. Los amantes secretos en torno a la música y los tragos, mascullaban también planes subversivos, y esta complicidad acrecentaba el erotismo del momento. Cuando por fin tuve el libro en mi poder —más de dos lustros después de la tiranía— descubrí que mis ideas eran un estereotipo. La misma superficie de la historia es áspera, carente de humor, a no ser que se le reconozca alguna comicidad a unas gotas de licor amargo sobre un fondo negro.
Sería inútil detallar la acción. Casi no tiene. Uno observa (más que lee) a un puñado de personajes que, noche tras noche, rodean un piano y a su ejecutante, quien viene a ser el eje sobre el cual se cruzan las vidas y las derrotas de los contertulios. Para que esto quede más claro, el relato se bifurca en las voces de los protagonistas y, así, se crea el espejismo de múltiples narradores. Pero, realmente, la novela se levanta sobre uno solo: la conciencia solitaria del pianista. Incluso se sospecha que todo el asunto es un delirio de «El pequeño gran Javier». Las propias situaciones son retazos, como acordes de prueba en una partitura caótica, sin principio ni final, y ejecutada solamente para distraer a la clientela durante una larga madrugada de culpas, añoranzas y resacas.
Cuando leí el libro estaba viviendo un «exilio» simulado: pernoctaba en un hotelito a la vera de Brasilia. A veces el calor era insoportable y, encendido el aire acondicionado, me encerraba a leer un volumen tras otro. Por la noche, naturalmente, partía a un bar a descifrar los jeroglíficos del portugués escritos en el vacío. Como en la historia de Poli Délano, la vida no tenía ningún orden ni concierto. La memoria tampoco ayudaba, agolpándose los recuerdos del país distante. En esas circunstancias, no me habría asombrado ponerme sentimental como los personajes de Piano-bar. Lo cual me conduce, a contrapelo de su intrincada escritura, a calificar su estilo de «realista».
Más si uno concibe la realidad como una experiencia cotidiana y no como un proceso lógico. Por la calle, las voces llegan a nosotros sin saberse su origen o si tienen algo que ver con nuestro destino. En el libro pasa igual, con el añadido del monólogo interior de los personajes, el cual posiblemente sea un equívoco en las horas muertas del pianista frente al teclado. Convertir en novela la historia del momento, del minuto a minuto, no es tarea fácil. Y menos conferirle algún grado de intriga, porque si no el texto se tornaría ilegible, como tantos experimentos célebres por un instante y olvidados en el futuro. La narración reúne las piezas sin darles un orden estricto, pero en su mismo desorden la estructura sugiere un estado de ánimo fácilmente reconocible para los exiliados: el «caldo de cabeza».
Con este mote tan poco agraciado, los chilenos apátridas se referían a su neurótico recuerdo del país natal. Una vez hablé del asunto con Volodia Teitelboim. Me explicó que este trastorno incluía esperanzas irracionales con el regreso de la democracia, o hasta del advenimiento del socialismo… La terquedad de quien lo sufría era exasperante y concluía, obviamente, en la depresión. De seguro era como una espiral de raciocinios, o un diálogo de sordos con un Otro Yo tiránico y decidido a encerrarse entre cuatro paredes.
Algo de este embrollo se refleja en la concéntrica novela de Poli Délano. Pero él, enemigo confeso de los lamentos y las quejas, le imprime su humor negro a las situaciones y a sus criaturas, como una manera de burlarse de sus propias incongruencias. Desde luego, sólo lo consigue en parte: la amargura se cuela en la descripción de las calles, las poco iluminadas habitaciones (metáfora de los oscuros pasadizos por donde deambula su mente), y en las burlas que a veces se dispensan los protagonistas. Ninguna historia parece llegar a un final y, sin embargo, no se trata de una «novela río».
La síntesis es máxima y, por lo mismo, me aventuro a afirmar que existe una voluntad simbólica en reducir los espacios de la narración. Digamos que los desvaríos, los avatares paralelos, los monólogos sin ton ni son y los deseos insatisfechos representan al exilio en toda su magnitud. ¡Si hasta los detalles folclóricos del escenario mexicano contribuyen a la pesada sensación de pérdida que absorbe al autor!
El destierro chileno, más que ningún otro, fue contra natura y lo sigue siendo hasta el día de hoy, tanto en su versión política como en la económica. Consideremos que el mismo himno nacional proclama «el asilo contra la opresión». De modo que las víctimas del odio dictatorial son la viva prueba de la profanación de la chilenidad, y padecen la paradoja de peor manera que las huellas de la tortura. Sorprende la profunda identificación con sus raíces de un escritor tan cosmopolita, pero es innegable y conmovedora. El mundo que presenta está ebrio de dolor e ironía. En sus frases se oyen los ecos de una época demencial, envueltos en los nostálgicos acordes del falso piano de cola.
Me parece evidente que el libro se inscribe en una nueva tradición de las letras nacionales: el relato del exilio. En verso, son notables algunas composiciones de Pablo Neruda, luego de huir del gobierno de Gabriel González Videla. También son vibrantes los alegatos de Carlos Vicuña Fuentes, los cuentos de José Miguel Varas, las poco citadas novelas de José Donoso El Jardín de al lado y La desesperanza, o la curiosa narración de Wilson Tapia Villalobos, La hija de Perón. Lo más asombroso de este motivo literario es la necesidad de sus autores de encontrarle una razón a lo inexplicable. La opción de Poli Délano, sin duda, es la que llega más lejos en el desconcierto.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…