Arte poética

Al hombre le irrita la novela. Siente aversión por la descripción pormenorizada de los personajes, la ampulosidad del verbo, por el entramado nudoso de los hechos. El hombre aborrece la novela por su extensión mastodónica, por sus recursos retóricos, por el espacio extenso y vacío en el que se van estampando los acontecimientos como a golpes de un martillo. El hombre odia la novela con toda la simplicidad de sus vísceras. Entonces, con ira, decide sacudirla. La azota contra el piso, la doblega y la desparrama… El hombre sólo tolera la novela cuando esta se vuelve un compendio de hojas voladoras, una colección de pequeños cuentos.

Hombre armado

El amor, piensa el hombre, es como un misil en el pecho: una munición que a  lo largo de la vida se va volviendo más pesada y contundente.  Si es que no tiene un objetivo al cual dirigirse, el misil se oxida entre los flujos humanos, y el alma es, entonces, una tumba de tierra, una mina que nunca llegó a la explosión redentora.

Todo esto lo medita el hombre armado cuando ve a la mujer que lo apasiona caminando hacia  la trinchera de su vida, lejana y plácida, sin sobresaltos.  A ella el cariño le sabe a refrescantes copos de algodón en las heridas.  No tiene idea de las cicatrices porque nunca ha sangrado, pero a veces, por sentir algo, sospecha que se muerde el interior de sus labios para repasar el dolor con la lengua y entretenerse con la sensación.

El hombre no ha entrenado su puntería nunca y menos aún con un blanco tan móvil y blando;  verla a salvo de todo lo resiente, pero también le incomoda saberla tan sana e indemne de la guerra de su amor.

Llegado a ese punto, el hombre, no lo piensa y dispara.   El sonido de la bala enciende la cuadra y consterna el aire.  El proyectil va confiando hacia la carne que le pertenece, pero en un último segundo la mujer lo nota y lo esquiva empleando una indiferente sacudida de cabello. El misil, confundido, emprende su regreso al hombre llevándose todo lo que puede por delante.  Uno a uno van cayendo cuerpos secundarios mientras el tirador, pasmado, no da crédito a tanto desastre.  Finalmente, la bala se incrusta en el alma del hombre y la destroza con estruendo.

Del hombre y del misil han quedado, únicamente, sangre enamorada que brilla en medio de las velas, que algún caritativo ha puesto en la calzada.  A los heridos se les aplican los primeros auxilios.   La mujer es llevada para investigaciones.  –No lo vi venir –afirma–. Mientras la registran, mientras cuida muy bien el blindaje que guarda en el pecho y que la ha salvado de tantas muertes violentas.

Sueño recurrente

De manera recurrente sueño con Rubén, nos topamos en el trabajo todos los días pero el poco tiempo libre que deja el horario de oficina apenas si nos permite saludarnos con la mano o esbozar un cuarto de sonrisa mientras digitamos informes infinitos o realizamos llamadas para ofrecer servicios que a nadie le interesaría recibir. Cuando el trabajo es excesivo me lo llevo para terminarlo por la noche porque el silencio me permite una mejor concentración aunque, a veces, para sentir la casa un poco menos desocupada enciendo el televisor de mi pieza y la radio de la cocina; entonces me imagino que alguna madre, que algún hermano, que algún esposo la apagará antes de acostarse y con esas ideas que me sosiegan dormito frente al computador, tecleando con los ojos cerrados, con la cabeza ladeada, sueño con Rubén teniendo de banda sonora los comerciales de detergente o la voz lloricosa de algún personaje que no encuentra a algún pariente desaparecido.

Pero también tengo otro sueño recurrente: estoy en un hogar mucho más grande que la pieza en la que vivo, hay muchos cuartos y un manojo de llaves para abrir todas las puertas pero solo una es la llave de salida de la realidad. En mi búsqueda onírica no hago más que probar cada cerradura con cada llave, a veces una que otra ingresa en el orificio, pero nada, jamás giran. Cuando tengo ese sueño me despierto con un torozón de hielo en la garganta y descalza, me dirijo a la portezuela que da al jardín y la contemplo: no se puede abrir desde dentro porque alguien perdió la llave en uno de los tantos alquileres que ha tenido este departamento; sé lo que hay del otro lado porque paso frente las sus plantas florecidas y su rosa de viento todos los días. Ningún misterio, es un asunto no resuelto que intento solucionar con creatividad, pero cuando no se trata de soñar con Rubén, el juego de las puertas es la película preferida de mi inconsciente.

Todo continúa idéntico, hasta que un día Rubén, pálido como una hoja de fotocopiadora, en lugar de sentarse a trabajar de una vez, en su silla, como siempre, ha llegado y se ha puesto a mirar el reloj central que nos cobija con su tiempo mecánico como un dios Sol. -Me siento vacío-, ha dicho y el jefe sugirió que desayunara algo. -Con estos horarios imposibles uno no tiene tiempo ni de lanzarse un café a las tripas-, añadió preocupado. Buscó con la mirada y yo era la única pendiente de le la escena, los demás ya estaban ocupándose de sus asuntos aporreando dígitos. – Oye tú, ¿Felicia?- Miré a los lados, era a mí – Alicia,- corregí. – Alicia, lleva a este muchacho a tomar alguna cosa y tráelo cuando se sienta mejor. Y nos escapamos. Lo monté en mi coche y atravesamos la ciudad como una flecha hasta llegar a casa. Mientras me aparcaba al pie de la puerta del jardín voltee para verla, siempre desde fuera. Junto al muro que daba a la calle, dos pájaros amarillos picoteaban vorazmente en la hierba.

Rubén no había abierto la boca en todo el trayecto, se dejaba hacer. No hubo cortesías, ni comentarios por el desorden en que tenía la sala, un cúmulo de zapatos y de ropa que me quitaba en cuanto llegaba del trabajo, faldas y blusas lanzadas a los muebles que tuvimos que apartar para poder sentarnos. Hice algo de té pero él se negó a probarlo. Era un bulto silencioso y de labios amoratados que únicamente movía de vez en cuando los ojos.

-¿Qué te ha pasado, Rubén?- No podíamos hablar del clima como preámbulo, su salud era un tema tan obvio que no había forma de tratar otra cosa.

– Tengo un sueño recurrente-  Dijo con un hilo de voz- bueno, dos sueños. Uno es siempre contigo, el otro es que estoy muerto. Me muero de golpe, paso la noche muerto y amanezco muerto, voy al trabajo muerto, luego retorno a casa, bebo cerveza, voy a un bar, me seduce una mujer, me la cojo, después resulta que me gusta para esposa y tenemos hijos pero siempre muerto, todo muerto porque nadie se atreve a decirme una sólo palabra sobre el tema. La indiferencia de los otros me hace sufrir. Bueno, todo lo que puede sufrir un muerto…

De golpe se sintió un cambio en el ambiente de la habitación, una variación energética apenas perceptible como cuando se enciende algún aparato eléctrico y alguien lo percibe desde el otro lado del cuarto.

– No te preocupes Rubén, – Lo dije sujetando con solidaridad su palma helada- Lo supe en cuanto te vi. Estás muerto.

Sus ojos se volvieron brillosos y llenos de un líquido que bien podrían ser lágrimas o algún fluido secreto que los cadáveres tienen para expresarse en casos de emergencia.

– ¡Gracias!- Cuanta alegría y paz había en su voz y como pago, haciendo girar la muñeca, como en un movimiento de magia, hizo aparecer una llave pequeña de color cobre, la reconocí inmediatamente, era el acceso a la puerta del jardín, desde dentro.

Ambos sostuvimos la mirada mientras sonreímos: él con las comisuras tiesas, yo ruborizada.

Apenas si tuve tiempo de tomar en un lance de videncia una bufanda y de meter una muda de ropa interior limpia en el bolso.

-Vamos – Lo invité- , ¿no te hace ilusión ver qué hay del otro lado?

– Lo siento, Alicia. Les daría una contrariedad muy grande a mis familiares si es que no los dejara enterrarme.

La llave entró en la cerradura y giró con un click herrumbroso, como si se estuviesen corriendo las aldabas del universo. Rubén se había recostado en el mueble, aplastando mi ropa, un poco endurecido ya de miembros, con la tez cerúlea, y los ojos más grandes de lo que recordaba, se había quitado los lentes para verme mejor porque me parecía recordar que era hipermétrope en lugar de miope. Nos dedicamos una última sonrisa antes de separarnos. Ese cuarto de sonrisa aprendido en la oficina desde el que nos reconocíamos tan cercanos y distintos al resto. Entonces, antes de él se descompusiera por el exceso de emoción, giré la cerradura y crucé.

Solange Rodríguez Pappe (Guayaquil- Ecuador, 1976) profesora universitaria, conductora de talleres de escritura creativa, y guionista. Obtuvo su licenciatura en Comunicación Social con un trabajo dedicado a explorar el micro relato en Ecuador. Ha publicado tres libros de cuentos desde el año 2000: Tinta Sangre, Dracofilia y El lugar de las apariciones. Consta en varias antologías de narrativa hispanoamericana como las realizadas por Raúl Brasca (Cielo de Relámpagos) y Salvador Luis (Asamblea Portátil); actualmente busca casa editorial para su cuatro libro de cuentos llamado Balas perdidas. Se puede encontrar novedades sobre su producción en el blog: http://ellugardelasapariciones.blogspot.com