Por Iván Quezada E.

Tal vez Homero Arce fue el poeta más sutil de Chile. De otro modo no se explica que Pablo Neruda lo eligiera no sólo como su secretario para las cosas prácticas, que Arce le ordenaba con discreta prontitud, sino también como su corrector de estilo y hombre de confianza en la edición de sus libros.

Su breve biografía literaria muestra a un escritor más preocupado por el silencio que por las palabras. Sólo publicó dos libros de versos y a regañadientes, por la fuerte insistencia de los amigos: Los íntimos metales (1964), con ilustraciones de Neruda y versiones al portugués del poeta brasileño Thiago de Mello; y El árbol y otras hojas (1967), donde amplió la entrega anterior. En ambos demostró ser un eximio sonetista, reconocido por sus pares como el mejor entre los chilenos.

La pulcritud de su carácter se reflejaba en su arte. Decía que escribía «con el gran temor de que alguien lea mis textos». Cada línea denota una acuciosa revisión para conseguir la manera más sencilla de exponer una imagen asimismo simple. Son melodías ingenuas, sin estridencias. Esto no pasó inadvertido a Neruda, quien prefería el torrente de palabras y odiaba detenerse a eliminar las redundancias y cacofonías. Sólo admitió a dos correctores en su carrera: a Delia del Carril, la Hormiguita, su segunda esposa, y a Homero. De este último valoraba además su talante reservado, el trato amable y modesto, quizás retraído. En 1962, en su discurso de incorporación a la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile —en calidad de Miembro Académico—, Neruda parece aludir a Arce al ensalzar la «timidez austral» del hombre moreno que habita este extremo del mundo.

Todos los testimonios en torno a Homero Arce subrayan su humanidad delicada, dulce, atento a las necesidades de los amigos y dispuesto siempre a postergar sus propios intereses. Nació en Iquique, en la zona norte del país, hacia 1900. Su origen popular se revelaba en su piel oscura, en sus rasgos indígenas, y en una voz suave. A Neruda le llamaba «Pablito», con un indisimulado tono paternalista, paciente. No era dado a la solemnidad ni a perder los estribos. El escritor José Miguel Varas recuerda cierta vez en que los vio a ambos trabajar en un texto contra John Kennedy. Ante una parrafada altisonante de Neruda, Arce le dijo: «¿No será mucho, Pablito?». El poeta reaccionó iracundo, incluso lo acusó de «radical» (efectivamente, Homero Arce militó casi toda su vida en el Partido Radical), para después volver sobre sus pasos y buscar otro modo de exponer su idea.

No se crea, sin embargo, que Arce rechazó los principios anarquistas que tanto influyeron en la identidad del pueblo chileno a comienzos del siglo XX. Su temperamento era pacífico, pero, al igual que González Vera y Manuel Rojas (dos importantes escritores anarquistas de la época), creía en la formación de una conciencia mediante la escritura, confiriéndole así un valor libertario al habla de la calle y a la experiencia de la miseria. Desde luego, no podría decirse que Arce tuvo arrestos heroicos; su pertenencia a la clase obrera fue por el lado de convertirse en un eficiente burócrata de la estatal empresa de Correos y Telégrafos, donde trabajó por más de treinta años, ocupando diversos puestos en las oficinas de provincia y también en Santiago.

Al revés de los autores que buscan a un quimérico mecenas, Arce entregó parte de su exiguo salario a los literatos pobres cada vez que fue necesario. En la década del veinte, cuando trabó amistad con Neruda, fue uno de los creadores de la revista Ariel, junto a su hermano Fenelón Arce y los poetas Juan Florit y Gerardo Moraga-Bustamente. Buscó a Neruda para pedirle su apoyo a la publicación y al poeta le pareció divertida la idea de sacar una revista sólo con poemas, sin avisos. Lo encontraba en la Plaza de Armas santiaguina, en la cual solía pasar las tardes, al frente del edificio central de Correos. Neruda no tardó en pedirle dinero prestado y así se fue creando un vínculo permanente entre ellos. Otros sitios de encuentro eran los bares de calle Bandera, El Jote o el Hércules, a los que acudía la bohemia artística con nombres como Rubén Azócar, Orlando Oyarzún, Álvaro Hinojosa, Tomás Lago, Paschin Bustamante, Juan Gómez Millas, Julio Ortiz de Zárate, Romeo Murga…

La presencia de Homero Arce era inevitable por su entusiasmo y porque a la medianoche, cuando partía puntualmente para no faltar a su trabajo la mañana venidera, le cancelaba la cuenta a todos los allí reunidos. Se ganó el afecto del grupo con su generosidad, aunque Neruda recelaba de él por una mujer: Laura Arrué, una bella joven comparada mil veces con Greta Garbo, y a quien el vate le dedicó una de las composiciones de los Veinte Poemas de Amor.

Con los años ella llegó a ser la esposa de Arce. En el prólogo del librito de memorias de su marido, Libros y viajes. Recuerdos de Neruda (1980), Laura Arrué describe aquellos primeros momentos: «Cuántas veces esperé a Pablo, sentada en uno de los bancos de la Plaza de Armas, frente al Correo Central. Mientras el Poeta subía las escaleras al segundo piso, donde trabajaba Homero, y volvía con diez pesos para llevarme a tomar café a un negocio de la calle Puente, frente, también, al Correo. Después me iba a dejar a casa de unas tías, donde yo vivía, en el barrio Pila del Ganso. Muchas veces me fue a ver o a buscar allí. Pablo me presentó a todos sus amigos, menos a Homero. ¿Por qué? El tiempo se encargó de darme la respuesta».

La intuición de Neruda no se equivocaba. Cuando ya se hallaba en Oriente, una tarde fue el poeta Alberto Rojas Jiménez quien subió a pedirle diez pesos a Homero Arce y al bajar volvió con él, Laura quedó prendada de inmediato.

A Laura Arrué se le debe buena parte del conocimiento sobre Arce. En 1982 —poco antes de morir en un incendio— publicó sus propias remembranzas en el libro Ventana del recuerdo, el cual además va al rescate de toda una generación de artistas borrados del mapa cultural por la entonces incontrarrestable dictadura de Pinochet. En sus páginas surge un Homero Arce de enorme curiosidad y por ello un lector infatigable. Se formó solo. Como primogénito, muy joven tuvo que hacerse cargo de su madre viuda y de sus tres hermanos. Primero ocupó un cargo en la casa comercial Gath y Chaves, para después pasar al Servicio Internacional de Correos gracias a su manejo del francés. El idioma foráneo lo aprendió en sus horas libres, asistiendo a la Alianza Francesa. Una vez en la burocracia estatal, conservó su empleo contra viento y marea, aunque nunca dejó de participar en la vida literaria desde un segundo plano.

Si bien Neruda tuvo otros secretarios a los cuales estimó, como Jorge Sanhueza —a quien en los sesenta dejó instalado como curador de su biblioteca donada a la Universidad de Chile—, con Arce se dio una empatía misteriosa. Tras la partida de Sanhueza, figura trágica por sí mismo debido a su muerte solitaria en un desvencijado hospital de Santiago, el vate se enteró que Homero acababa de jubilarse de Correos y no dudó en llamarlo a su lado. Era la persona ideal para asumir la difícil tarea de acotar las actividades de Neruda. Su vida social solía entrometerse en su trabajo creativo y por ello Homero se hizo cargo de los convites, le dio consejos sobre con quién convenía reunirse y se preocupó de alejarlo de algunas influencias interesadas.

Pero, más importante que todo eso, fue el ejemplo que le dio con su disciplina. Arce escribió o corrigió versos todos los días desde su juventud. En las fotos que se conservan de ambos, con un Neruda muy serio, concentrado en su escritura, y un Arce eternamente frente a una máquina de escribir, se advierte una complicidad que es propia de los adolescentes. En la intimidad de la labor artística, parecían un grupo de pares. Tanto fue así que cuando Neruda asumió como embajador de Chile en Francia, durante el gobierno de la Unidad Popular, mandó a llamar a Arce para que lo ayudara a componer sus célebres memorias Confieso que he vivido.

El tiempo en París fue de retiro para Arce. Sus fantasías de cuarenta años atrás de arribar a la Ciudad Luz habían perdido lustre. Pasó la mayor parte de las semanas en su pieza, trabajando intensamente en el texto nerudiano y echando un vistazo repentino a la Torre Eiffel desde su ventana. Al mismo Neruda le costaba sacarle palabras. Su origen provinciano lo volvía callado, taciturno, sin brillo social, pero con una garra interior que afloraba en los sonetos. De la publicación de Los íntimos metales, Neruda escribió: «Me costó mucho arrancar, con un lento proceso de convicción, de tirabuzón, este rosario de amatistas que ya tenían el color invariable y el corte alquitranado de lo que, por verdadero y deslumbrante, estuvo guardado demasiado tiempo en una bolsa silenciosa».

Al fiel secretario podría considerársele como el reverso de Neruda, es decir, un talento que se empeña en mantenerse en secreto, pero que tuvo la fortuna de ser detectado por un poeta de fama universal. El cronista Luis Alberto Mansilla afirma que Neruda le contaba a Arce hasta sus asuntos más íntimos. Venía a ser su consejero. Al parecer, el vate le pagaba un sueldo por sus trabajos y la verdad no eran pocos. A veces tenía que pasar largas semanas en Isla Negra, con las quejas de Laura Arrué por no tenerlo cerca.

Vestía habitualmente de corbata, con ternos grises o negros. Era una presencia silenciosa en la casa. Cuando había festejos, organizaba todo del mejor modo posible y se apartaba para desconcierto de los amigos de Neruda, quienes solían invitarlo a participar. Tal vez por esta actitud reservada, nunca exigió un reconocimiento por sus labores creativas y hasta el presente se desconoce su aporte en la redacción de las memorias nerudianas. Más aún, acaecida la muerte de Neruda, Matilde Urrutia se esforzó por alejarlo del sepelio, rechazando de plano sus oficios. Se especula que fueron celos por la cercanía tan sutil del secretario con el poeta, pero en definitiva Arce aceptó la situación y jamás le pidió a Matilde algún tipo de compensación.

Homero Arce eligió el anonimato y así murió, aunque de una manera inmerecidamente cruel. El 2 de febrero de 1977 fue abordado por unos agentes de seguridad del régimen, a la salida de la oficina provisional donde había ido a cobrar su jubilación. En el centro de detención lo golpearon brutalmente, exigiéndole nombres de militantes del Partido Comunista a los que él nunca había conocido, y en un momento dado le hundieron el cráneo. Decidieron entonces llevarlo con su esposa, en la populosa comuna de San Miguel. A Laura Arrué le dijeron que lo hallaron en el suelo, completamente bebido y con un golpe en la cabeza. Ella no tuvo otra opción que llamar a una ambulancia de un hospital cercano, a cuyos enfermeros Arce se negaba a acompañar, rogando semiconsciente: «No dejes que me lleven». Prontamente cayó en coma y no volvió a despertar.

Murió definitivamente cuatro días después, el 6 de mayo. No se sabe si lo detuvieron por su relación con Neruda, o fue producto del azar. En aquellos días las aprehensiones ilegales eran comunes, incluso por la apariencia de las personas, como ocurrió con un viajero afgano que por su cara barbuda fue arrestado y ahora es un detenido desaparecido.

Sin duda, se trata de un colofón terrible para un hombre que agradecía haber sido secretario de Neruda. Si ahora estuviese con vida, seguramente diría de este reportaje lo mismo que le comentaba a los amigos periodistas del poeta: «Este Pablito que me anda nombrando. No es por mérito, sino por cariño».