Urracas y zorzales

Por Martín Faunes Amigo

 Para María Cristina L. S.

 De urraca iba, con graznidos destemplados, la vez que por andar metido siempre en lo que no me importa, ese destino mío de fisgón incorregible me arrastró a mirar tras las ventanas donde una adolescente comenzaba a desvestirse.

Se cambiaba el delantal por un vestido blanco de paloma. Sé que de urraca puedo parecer asexuado, pero créanme que cuando asumo de zorzal conmuevo con mi trino hasta lo más profundo para abalanzarme entonces con el sexo en ristre.

Así ocurrió esa vez y mi sangre de zorzal quiso entrar a beber néctar de seno joven que se presentaba allí tentador. Pero no parecía ése día de pájaros nobles, lo digo porque la paloma salió del cuarto antes de que yo pudiera acercarme y se perdió después por el pasadizo, rumbo a la puerta que supuse habría hacia el fondo.

Pájaro ambivalente entre urraca y zorzal, desplegué mis alas hacia esa salida discreta y mi sangre intrusa de urraca me permitió escuchar parte de esta recomendación venida de una mujer madura:

-Le exijo el respeto que corresponde, necesito la devuelva antes que amanezca, no deseamos abusos tampoco por favor, de ninguna especie, y le agradecería ningún pago con ella pues el dinero sucio podría corromperla.

Urraca burlona entre burlonas nos conocemos, y la mujer que tenía marcada en el rostro la expresión de mofarse, era una celadora de internado de muchachas sin duda. Aceptó dinero del hombre a modo de propina y abrió después para dejar que la paloma, sonrisa amplia, saliera a la calle taconeando unos zapatos rojos de charol. La celadora agregó entonces un “hasta pronto”, mientras la expresión de disimular el interés empezaba a dominar en su rostro.

El hombre, tras apenas toparse el ala del sombrero, subió a su auto y se perdió con la paloma por la bajada de Gandarillas; aunque pudo ser por cualquiera de las otras, vistos de la altura los callejones tienen pocas diferencias.

Como zorzal quedé flotando al viento, sin saber si debía envidiar o no al hombre del sombrero y la propina. Como urraca, pájaro de mal agüero, me lancé a perseguirlos ciego contra el resto de sol que me obligaba a volar a tientas; y si logré darles alcance fue sólo porque se detuvieron frente a la playa del faro viejo, allá donde la noche era profunda y la muchacha más hermosa. El hombre recorría su piel con una sola mano, mientras con la otra, aferrada a una botella, insistía en el alcohol pudiendo beber del néctar que a mí me mantenía sediento.

Devuelto a urraca ladrona, acostumbrado al comentario tendencioso, intentando ser fiel a mi apariencia asexuada, hurgué en la paloma y en el hombre para hurtarles secretos y vergüenzas. Fue así que pude enterarme de que el tipo era un médico y que como médico, esa tarde había perdido a un paciente más de los que le llevaban los desalmados de la colina; ésos que han hecho de la tortura profesión y a cuya casa los pájaros estamos siempre evitando caer. Pude saber también que la paloma, que era de una capacidad de amar infinita, se creía enamorada de un jugador de oficio que, a pesar de jactarse de ser un triunfador y de incluso parecerlo, le pedía amar a otros para saldar deudas que siempre las decía de honor, aunque tales deudas de honor jamás parecían terminarse.

No llegué a saber si las supuestas deudas existían en realidad, o si al tal tahúr le quedaba algo del honor que decía defender, sí supe sin embargo que al doctor, cómplice esa tarde de una nueva felonía, el enfrentamiento que sostenía con su conciencia lo había forzado a mendigar por amor mercenario.

Urraca entrometida, célibe por impotencia, sobrevolé las olas del rompiente mientras la niña a horcajadas sanaba al doctor de males para los que el alcohol no era capaz.

Como zorzal, tenor del aire, soporté la andanada de insultos de una pareja de golondrinas que gritaron «¡pájaro iluso!, ¿cómo envidias a los que luchan contra la conciencia?, ¿no sabes acaso que eso es negocio de hombres fuertes?». Y tenían razón, este pájaro pardo jamás iba a conseguir fortaleza suficiente y no podría emprender tal proeza, no obstante hago notar que si en ese momento hubiese podido convertirme en cuervo, ave traicionera pero vengadora, al doctor aquel no habría dudado en arrancarle los ojos.

Dejé de envidiarlo e hice bien, pues tras un vuelo rasante en que fui hasta llegar casi a la Punta de Teatinos, vi que la paloma, notando que al doctor se le perdía la vista allá en un punto muerto, compadecida, quiso amarlo una vez más. La sorprendí diciendo:

-Deja que te haga feliz para serlo yo también, aunque no sea más que un remedo.

El hombre se sacó el sombrero y mientras se lo ponía a la paloma, respondió con voz aguardentosa:

-Quisiera ver cómo te ves así desnuda con mi sombrero puesto.

La paloma, que tal vez creyó que se trataba de algún juego de amor que no conocía, arrodillada como se había puesto en su afán por animarlo, no se fijó cuando el médico cambiaba la botella que no había soltado en ningún momento, por un fierro negro que sacó desde un paquete de periódicos. Con la gruesa verga en la boca no logró darse cuenta tampoco de cuando el hombre se ponía aquel fierro en la sien. Sólo cuando el trueno le abrió el cráneo, la paloma entendió que su precario amante había muerto.

Con mi sangre de zorzal golpeándome fuerte quise ir tras ella que arrojó el sombrero y huyó desnuda recortando su silueta contra las aguas negras. Dejó tras sí un alarido de terror acompañado del aletear de una veintena de gaviotas que huyeron también junto a ella espantadas. Quizá les despertó su solidaridad de mujeres, pues pese al susto que les dio, quisieron acompañarla a traspasar el rompeolas rumbo al horizonte o quién sabe hasta dónde más allá.

Quise haber sido halcón y haberlas alcanzado, pero no soy tan rápido. Me dejaron atrás y se perdieron entre la bruma que se había vuelto más espesa. Cuando pregunté por ella a las gaviotas que volvían cabizbajas, en vista de mi insistencia accedieron a contarme lo poco que sabían. Hablaban todas a la vez, se quitaban la palabra. Sólo pude entenderles “que a la paloma le había hecho falta un poco de amor”. Yo les pedía detalles, aclaraciones, pero no pudieron decirme nada más; es que un nudo ciego les estaba apretando la garganta. Lo supe porque el que yo tenía en la mía casi me estaba ahorcando.

Un tiempo después de zorzal, condición en que quise quedarme sin más cambios, me vine a enterar casualmente de su nombre. María del Mar escuché que la llamaban.

***

El cuento «Urracas y zorzales», homenaje a María Cristina López, desaparecida desde la casa de horror de José Domingo Cañas, fue premiado en el «Concurso de Cuentos Diario La Época», y ha sido publicado en un sin número de antologías y revistas.

Martín Faunes A.

Nació en Santiago en el año 1949.

Ha publicado, entre otros: “Ráfagas de versos y bytes”, 1990; “Tranvía equivocado.”, 1992; “Lo duro y lo hermoso al finalizar el siglo XX”; “Una experiencia para no olvidar”, 2003; “Fantasmas en la red”, 2003; “Diferentes miradas: La historia que podemos contar”, 2004. 

Sus cuentos aparecen también en las antologías“Cuentos de la Época”, 1990, “Andar con Cuentos”, 1992 y “Cuentos Chilenos contemporáneos”, 2000.

Faunes es uno de los directores de la revista literaria Pájaro Pardo, fundada en 1995 con el poeta José Ángel Cuevas, pero su actividad más reciente lo compromete con un proyecto de recuperación de la memoria histórica mediante la creación del Colectivo de Arte “Las Historias que podemos Contar” . Es miembro activo de la Corporación Letras de Chile.