La odisea de un desheredado

Por Iván Quezada

A fines del 2000, tuve el impulso de reeler Hijo de Ladrón, la estupenda novela de Manuel Rojas. Me suele ocurrir en los momentos menos propicios: voy bajando de un micro, o estoy en la sala de espera del dentista, o bien me apresto a comerme un sandwich, y de pronto me veo con la manzana de Darwin en mis manos.

Sí, tengo que leer tal o cual libro, es urgente, ¿qué haces allí perdiendo el tiempo?… Y entonces rebusco en mi biblioteca, y si no tengo suerte allí, vacío mis bolsillos hasta reunir la cifra probable de algún comercio de libros usados. Así me ocurrió aquella vez, con el añadido de que me interesé por leer la novela detrás de la novela, es decir, las vicisitudes que rodearon su escritura, su aparición y su éxito o fracaso.

Las referencias sobre su origen eran vagas, sólo se decía que la primera edición salió a mediados de 1951. Parecía que ningún cronista le dio importancia a ese dato. Ahora, en cambio, las fechas son la excusa perfecta para escribir una historia en la prensa, y como yo entonces era periodista, me dije a mí mismo: «el próximo año se cumple medio siglo, toma nota». Y, en efecto, la oportunidad de aprovechar las casualidadades llegó por sí sola, a través del diario La Tercera.

Sin embargo, lo más importante fue volver a leer Hijo de Ladrón y, después, La Oscura Vida Radiante. Por la influencia de esos libros, concluí que los relatos más auténticamente chilenos, eran los de la miseria. Por algo que ni las luces de neón del presente pueden borrar; algo oscuro como el mismo origen del país; algo que no se nombra por respeto a las damas presentes…

Y el artículo decía así:

hijodeladronINTRODUCCIÓN

Por estos días, hace exactamente cincuenta años, un grupo de ocho personas esperaba ansioso que la librería Nascimento abriese sus puertas. Esa mañana se ponía a la venta, por primera vez, la novela Hijo de ladrón, de Manuel Rojas (1986-1973).

Uno de aquellos lectores era el escritor Alfonso Calderón, en aquel tiempo un joven impetuoso que, en su calidad de admirador del estadounidense William Faulkner y del francés Jean Paul Sartre, tenía la esperanza de que la obra de Rojas fuera el hito urgente que requería la novela nacional para renovarse. Su anhelo no se vio defraudado:

Hijo de ladrón fue un acto revolucionario en la literatura chilena, tanto como la edición clandestina de Canto General, un año antes —afirma, después de medio siglo.

En sus páginas, halló todo cuanto esperaba: un relato vívido y eficaz, aplicado con técnicas modernas a un tema criollo (elevándose a una categoría universal que, a la vez —apostilla el crítico Naín Nómez—, se interna lúcidamente en la chilenidad).

Sin embargo, como suele ocurrir con las obras que dejan huella, las opiniones opuestas se superponen sin anularse. Así, el cronista Luis Sánchez Latorre arguye:

Hijo de ladrón le devolvió a la literatura latinoamericana la comprensión personal, el testimonio humano, que se había perdido con la supremacía de la técnica impuesta por el conocimiento de autores de otras lenguas. Con los años uno se aburre con las novelas de laboratorio, se aburre de leer a Joyce, a Roberto Musil, todos muy interesantes sin duda, y valora más la autenticidad, la tierra, la vida simplemente…

El libro parece tener existencia propia. Si fuera una criatura pensante y libre, como un hombrecillo, dejaría perplejo a su mismo creador, por la fuerza que adquiere en la memoria de sus lectores. La peor de las consecuencias serían los elogios, como aquella frase del autor de Eloy, Carlos Droguett:

—Es el más grande novelista chileno del siglo XX, aunque él opine otra cosa.

Rojas fue un hombre de carácter reservado, que no hacía aspavientos de sus triunfos.

—Siempre estaba a la defensiva —recuerda Sánchez Latorre—, como diciendo que él ya venía de vuelta, y por eso no se esmeraba en ser atento con los demás. Y era verdad. Su juventud fue muy dura, un día comía, otro no. En suma, era desconfiado.

A esa descripción, habría que agregarle las palabras de la doctora Paz Rojas, su hija:

—Nunca hablaba demasiado de sus libros, pero sobre las personas que conocía, sí. Demostraba su riqueza interior con una mirada permanente sobre la gente; de hecho, podía estar horas dialogando con unos campesinos a la orilla del Río Maule, o con los pescadores de El Quisco. Escuchaba antes que nada.

Esta cualidad de oyente se refleja en su novela. La apropiación que hizo para la literatura nacional, del monólogo interior, la combinó con lo que Naín Nomez llama «la narración múltiple de la historia».

—Los hechos —explica el crítico— los cuentan varios personajes al mismo tiempo, y en ese sentido fue un escritor que rompió con el relato lineal imperante en su época.

Dicha circunstancia, al principio fue una dificultad para Nómez, porque

—…es un libro bastante reflexivo y escaso de acción, todo el trabajo consiste en una síntesis del pasado y el futuro en tres días. Sin embargo, en mi segunda lectura me di cuenta de que el lector debe ser activo, acompañar al protagonista, meterse en sus dudas…

La novela sutilmente se desplaza entre la ficción y la realidad. Relata, sin ningún orden cronológico, las desventuras de Aniceto Hevia (el alter ego de Rojas) en su viaje desde Argentina a Chile. El desamparo es completo. Al llegar a la pubertad se descubre abandonado por sus padres y hermanos, y debe buscar el sustento a cualquier precio, incluyendo el delito.Comienza así un largo peregrinaje hacia las tierras originarias de sus progenitores, ambos chilenos. Aunque la historia empieza después, cuando se halla en una cárcel de Valparaíso.

En la vida real, Rojas jamás practicó la delincuencia, pero sí conoció a fondo el hambre.

—Supe qué era el hambre —expuso en sus memorias de infancia—, no un hambre cualquiera, sino una que puede hacer llorar a un niño, no porque no le hayan querido dar de comer, sino porque no hay nada que comer.

Con Hijo de Ladrón, Manuel Rojas procuró convertir en realidad su ideal literario: hacer que la vida y la escritura fueran experiencias idénticas.

 

rojas neruda et alEL HOMBRE MONTAÑA

Cuenta el escritor José Miguel Varas que conoció a Rojas cuando niño, en una de las boleterías del Hipodromo Chile. En ese tiempo, el novelista ya había enviudado de su primera mujer, María Baeza —a quien le dedicó su hermoso poema Deshecha Rosa—, y el trabajo en el recinto hípico le servía para mantener a sus tres hijos, María Eugenia, Paz y Patricio. Varas recuerda que se acercó a mirarlo y no pudo: únicamente vio su abdomen. Rojas fue un hombre corpulento, de estimable estatura, rostro tosco y hablar pausado. Parecía una montaña. Y si bien toda su vida tuvo un credo anarquista, nunca fue un hombre violento.

—Cuando se encontraba con sus amigos anarquistas de juventud —apunta Varas—, ya viejos y generamente míseros, los llevaba a su casa y trataba de ayudarlos de alguna forma.

Para Varas, la aparición de Hijo de ladrón fue

—…un acontecimiento literario como se han visto pocos en Chile. Por primera vez, a quienes en ese entonces éramos jóvenes, se nos mostraba el país real, con personajes populares auténticos, con poesía, con verdad y garra literaria.

El recuerdo que Rojas dejó por escrito de su propia obra es menos entusiasta. En su Antología autobiográfica de 1962, recuerda que tras la muerte de María Baeza y agobiado por los problemas económicos, de pronto le surgió el anhelo de componer una novela. Cuando terminó el texto, luego de someterlo a acuciosas correcciones en su casa de El Quisco, lo presentó en 1950 a un concurso de la Sociedad de Escritores —de la que fue presidente en 1937—, y lo perdió ante la novela Infierno gris, de Joaquín Ortega Folch. El crítico Alone reaccionó ante el dictámen y acusó al jurado de compadrazgo, más aún después de saberse que sus integrantes (Carlos Préndez Saldías, Alberto Romero y Eduardo Barrios) calificaron la obra de Rojas de «procaz».

Pero no estaba dicha la última palabra. Tras una nueva revisión, y después de cambiarle el nombre de Tiempo irremediable por el definitivo Hijo de ladrón —a sugerencia de su amigo, el escritor argentino Enrique Espinoza—, Rojas llevó su escrito a la editorial Zig-Zag, donde se lo rechazaron. Por fin logró la aprobación en Nascimento y, a mediados de 1951, salió de las prensas. En la actualidad, Zig-Zag tiene los derechos exclusivos de la mayoría de sus libros y obtiene importantes ganancias con sus ventas.

El éxito de Hijo de ladrón se debió en gran medida al rudimentario, pero vigoroso, marketing con que promovieron el libro los dueños de la editorial. Rápidamente atrajo a los lectores, y a estas alturas, a juzgar por las numerosas ediciones (30 en español), se puede afirmar que ha sido leído por cientos de miles de chilenos y latinoamericanos. Y también por gente con otras raíces, a través de las quince o más traducciones a idiomas incluso remotos.

LA NACIONALIDAD CONQUISTADA

La magia del libro se cristaliza, para el escritor Ramón Díaz Eterovic, en una afirmación rotunda:

—Es la mejor novela chilena del siglo pasado. La literatura de Rojas me conmueve más que el mundo de José Donoso. Para mí es un hito, un referente.

Coincide con él, el poeta y narrador Enrique Volpe, quien, además de respaldarlo en lo concerniente a Donoso, elige en Hijo de ladrón

—…su virilidad constante, el fatalismo de raza, esa resignación violenta que fácilmente se puede convertir en una rebeldía, en que no importa morir o dar muerte cuando sucede una desgracia.

La admiración del novelista Carlos Cerda es similar, quizás con un ápide de mesura:

—Es razonable decir que con esta novela, Chile entró a la literatura del siglo XX. Manuel Rojas criticó en los narradores nacionales la ausencia de un mayor vuelo de ideas, de una mayor profundidad filosófica. Este cuestionamiento fue válido para los escritores viejos de su tiempo, y ahora es válido para los jóvenes que tampoco profundizan.

Por su parte, Enrique Lafourcade detiene la mirada en el elemento autobiográfico de la novela. Sus méritos irían por el lado de

—…lo coloquial, lo confesional, el adolorido vivir de los hombres de abajo, indocumentados, cesantes, solitarios. Me parece advertir en esta obra una buena parte de las señales de identidad de nuestro ser chileno.

Este punto es esencial. Rojas nació en un barrio de Buenos Aires, pero desde niño tuvo conciencia de ser chileno. Sus padres provenían de este costado de la cordillera. Así, Hijo de ladrón se puede leer como su particular batalla para ganarse la nacionalidad chilena, la cual conseguiría hundiéndose en la misería de Valparaíso. No por capricho el escritor dijo de sí mismo:

NADA SE TE DARÁ FÁCIL.