Por Roberto Cabrera A.

En medio de arbustos, debajo de los pocos árboles que habían sobrevivido a los incendios de años anteriores, recordaba entristecido la niñez cuando apenas sabía leer y escribir. Viendo las brasas que se diluían, las avivó con unos palos de espino que estaban a la orilla del bolso.

––“Al sorprender a la viejita harapienta sacando leña para cocinar, el jutre, en los terrenos baldíos, empezó a aplicar su ley. Antes de que ella diera el último suspiro, atrapada entre unas manos degolladoras y sin ni siquiera respirar, lo maldijo con el pensamiento: cada ciertos años se te quemarán estos cerros malditos y así se irá extinguiendo tu prole” –– recordaba el Panchi, casi recitando, la leyenda de la abuela que por muchas veces se la había contado; casi siempre de noche para evitar el calor infernal del día. A la orilla del fuego, haciendo churrascas, podía escuchar las mismas historias sin aburrirse una tras otra. Teniendo el fuego como telón de fondo, el secreto de la analfabeta era el énfasis, el silencio rítmico, enfatizándolo con los ojos, las cejas, el cuerpo y las manos llenas de harina.

Ese día de los inocentes había sido uno de sus primeros recuerdos antes del terrible accidente familiar, cuando intentaba leerle a la anciana en el periódico local, que los Cerros de Apalta habían vuelto a arder, dejando una persona y unos cuantos animales hechos cenizas. Repitiendo en la mente, imitando incluso la entonces voz desgastada y ronca, hizo fuego para calentarse en aquella noche fresca estival del otro veintiocho de diciembre, casi dos décadas más tarde.

En medio de arbustos, debajo de los pocos árboles que habían sobrevivido a los incendios de años anteriores, recordaba entristecido la niñez cuando apenas sabía leer y escribir. Viendo las brasas que se diluían, las avivó con unos palos de espino que estaban a la orilla del bolso. Aquella luminosidad y calor lo consolaban de tantas recuerdos arrastrados, partiendo por la pena incrustada en la piel.

Se había ido al cerro a pasar la noche; a contemplar el Valle de Santa Cruz, lleno de viñedos, repleto de huertas regadas por el río, adornado por casas perdidas entre luces de noche, mezcladas con juegos artificiales. Deseaba escuchar ladridos de perros, espantando a malos espíritus que a su vez retumbaban en las rocas hoscas de las quebradas. A toda costa, deseaba olvidar a los muertos y, desde el día anterior, a la abuela que recién se había marchado para juntarse con el único hijo que ella había tenido, su propio padre.

––¡Felicitaciones m’hijito! ––abrazado a ella, con un apretón exagerado, intentaba rescatar la poca felicidad en la memoria ––¡Cómo apaga usted de bien el fuego! ––le decía en voz baja, tomándolo de los brazos con fuerza, casi incrustándole las uñas.

El muchacho, medio dormido cerca de las rocas, intentaba impedir que las lágrimas lo gobernaran para no darse lástima. Entre las llamas crecientes, rebobinando la mente, una vez más se vio recibiendo el diploma y el uniforme negro de bombero: había sido el mejor y más disciplinado del año.

Desde la adolescencia deseaba ser carabinero, tenía vocación social y el orden siempre le había gustado. Por desgracia el metro sesenta y siete de estatura había sido insuficiente para ser admitido en la institución.

––¡No hay duda que eres el mejor haciendo fogatas!––la voz del coronel retumbaba entre los oídos. Había disfrutado del servicio militar mandando a sus compañeros, cuando lo habían dejado a cargo de la tropa. Las caminatas descalzas, los trotes de media madrugada durante las heladas de Punta Arenas, las abdominales tortuosas y caer entre el barro de cansancio, hacían de él, con orgullo, un verdadero hombre.

––Guachito mío…¡Venga!––le susurraba la abuela al oído, recordándole que había sido hijo único y que no tenía padres. Al mismo tiempo las manos desgastadas lo peinaban; él se abotonaba la camisa blanca del uniforme del colegio.

––Mema ––como cariñosamente le decía–– ¡No me peine con tanta fuerza que me duele!

––“En una ocasión, el mundo fue destruido por agua en la época de Noé. La próxima será con fuego: ¡al Gehena los pecadores! “––casi gritando, soltó las frases a los aires siderales para ponerle la chaqueta, el día de su primera comunión. No se sabía si la abuela lloraba de alegría o de rabia; su hijo y su yerna habían muerto terriblemente también un ocho de diciembre.

Metido en el saco de dormir, al lado de la fogata que se extinguía a dos metros de distancia, se despertó con la última frase de la reciente difunta. Se dio cuenta de que esas palabras las recordaba intensamente cuando andaba de capa caída. Desvelado, pocas veces los impulsos se aceleraban llevándolo a la desesperación. Sólo encendiendo una vela o una fogatita, y clavando los ojos a las llamas vivas, lo calmaba por unos instantes.

Poniéndose de pie, colocó toda la leña entre las brasas inocentes que aún quedaba y que había acumulado la tarde  anterior. Sin que todavía fueran las cuatro de la madrugada, el fuego comenzó a crecer con rapidez; el pantalón tirado al lado de la fogata se exterminó en menos de un par de minutos. Aquel bolso escuálido y el saco de dormir viejo le siguieron al hilo: ¡tanta energía calórica! Empezó a sentirse bien; hasta parte de las rocas comenzaron a cambiar levemente de color. Un orgasmo creciente se hizo insostenible hasta tocar aquellas vetas de dolor sepultadas en lo más recóndito de sí: nunca había hecho una tan grande. Cuando las llamas alcanzaron casi cuatro metros de altura y con ello las copas de los árboles, desparramó un par fotos familiares que fue sacando del álbum que lo había abandonado a dos metros de donde dormía. Quedándose con la de blanco y negro, la que estampaba a los padres el día del matrimonio, con lagrimas débiles en las mejillas, se quitó lentamente la camiseta y el calzoncillo, internándose en el corazón de la fogata.

––¡Perdón! ––gritó al cielo con las últimas fuerzas que le quedaban; la foto se estampaba en la mente y él se metía en la casita de madera en llamas para reunirse con ellos, el día que había jugando con la caja de fósforos, luego de que le habían prohibido ir a la playa con los vecinos. Antes de ver el túnel que terminaba en una luz blanca, buscando un consuelo en la memoria, entre ecos dilatados de ladridos, movió los labios desfigurados sin que le saliera la voz: “también haré justicia por la viejita harapienta”.

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Roberto Francisco Cabrera Araya nació el 31 de octubre de 1966 en Santa Cruz, Colchagua.

A mediados de los ochentas viajó a Santiago para estudiar en la Pontificia Universidad Católica. Luego de cinco años obtuvo el diploma de profesor de Historia y Geografía; un año más tarde egresó de Licenciatura en Historia. Después de trabajar como profesor en algunos liceos capitalinos, en 1991 se fue a Holanda. Allí estudió Filología Hispánica en la Universidad de Amsterdam donde también hizo un máster en enseñanza de idiomas. En este momento imparte clases de Adquisición de Lengua Española en la Universidad de Groningen. En el año 2006 participó en el taller literario de Lilian Elphick y un año más tarde ganó el concurso de cuento organizado por Mago Editores, gracias a “El Silencio” y “En el Dormitorio”, publicados en la Antología Entre Puentes (enero del 2007), de esta editorial.