Por Víctor Montoya
—Ahora que soy prisionero de tus garras y caprichos. Ahora que habitas en mi cuerpo como cuando te instalas en las personas espiritualmente débiles, ¿puedes confesarme cuándo llegaste a las minas?
—A finales del siglo XV venía saliendo del infierno y, a medio camino y sin saber dónde ir a parar, decidí refugiarme en un pueblo minero enclavado en la cordillera andina, cuyas nevadas cumbres y escarpados cerros ofrecían una vista esplendorosa bajo el cielo límpido del altiplano.
—¿Venías a pie o volando?
—Ni a pie ni volando, sino montado a horcajadas en un caballo alazán, que lucía piedras preciosas engastadas en la montura y en la cincha. Los estribos y el freno, aunque eran de puro hierro, desprendían un fulgor plateado. Vagué mucho tiempo como arrastrado por los soplos del viento. El caballo, expuesto a los rigores de la intemperie y sin obedecer al comando de las riendas, avanzó siempre en dirección al horizonte donde se mostraba el sol naciente. Así, sintiendo debajo de mis piernas el rítmico movimiento de la cabalgadura, atravesé cerros, pampas y ríos, hasta que por fin, desde una elevada cima, divisé una extensa meseta perdiéndose en la lejanía. Piqué con las espuelas en los ijares del caballo y éste corrió a rienda suelta. Al desfallecer la tarde, y a poco de dejar un remolino de polvo a mis espaldas, las nubes ocultaron la luz de la luna, el aguacero se abatió sobre la tierra y los rayos iluminaron el cielo cual víboras de fuego. Esa misma noche, llena de relámpagos y truenos, cabalgando al trote y al galope, ingresé al pueblo minero inundado por el aullido de los perros.
—¿Por eso dicen que llegaste a las minas una noche de tormenta?
—Es correcto. Llegué una noche de tormenta —confirmó sin rodeos, mientras la lumbre de sus ojos iluminaba su rostro–. No venía envuelto en un rollo de pelo ni en una tromba de fuego, sino montado a caballo como los siete jinetes del Apocalipsis. Me quedé encantado del lugar a primera vista. Por eso decidí quedarme para siempre, como un forastero que un día encuentra su destino final. Acudí a mis poderes mágicos para hacer desaparecer el caballo y luego me metí en una mina sin que nadie lo notara. Allí adentro, en un paraje lejano y abandonado, instalé mi trono, me hice dueño de los minerales y amo de los mineros.
—¿Cómo así?
—Con firmeza y decisión, infundiéndoles temor con mi aspecto diabólico y respeto con el látigo en la mano.
—¿Alguna vez se rebeló alguien contra tu autoridad?
—Mmm… —emitió un sonido nasal. Rememoró un instante y añadió—: Una sola vez, pero pronto senté el escarmiento.
—¿De qué manera?
El Tío se levantó de su trono, hizo chasquear la lengua y el látigo en el aire, como si azotara a una bestia, y dijo:
—Al minero rebelde lo sujeté contra la roca, le despojé de sus ropas a zarpazos, lo abordé jadeante como bestia enfurecida y le desollé sin contemplaciones, hasta dejarlo empapado en sangre y con la piel hecha jirones. Desde aquel día, a cualquiera que se atreviera a contravenir mis órdenes le cogía por los hombros, le enseñaba el látigo de siete colas, que casi siempre lo tenía metido en un frasco de vinagre para que se pusiera duro y filoso, y le advertía casi silbando: ¡Si no cumples mis órdenes, te haré chupar este chicote, carajo!
Me quedé boquiabierto y con la piel de gallina de sólo imaginarme el escenario donde se produjo el castigo.
—¿Quieres saber algo más? —preguntó clavándome los alfileres candentes de su mirada.
—Sí —contesté todavía estremecido por el brutal y despiadado castigo que le propinó al minero. Después intenté disimular el miedo y añadí—: Quisiera saber cómo estabas vestido.
—Como me ves ahora, como un Lucifer que, en actitud de poder y dominio, tenía el látigo de vergajo al cinto. Mi vestimenta, incluida la capa y las botas, estaba bordada con filigrana y piedras preciosas: rubí, topacio, diamante, esmeralda, crisólito, piedra de ónice, jaspe, zafiro, malaquita, perla, turquesa y berilo. Las joyas que llevaba en el cuello y las muñecas estaban labradas en oro y plata desde el día de mi creación. De modo que cuando llegué a las minas estaba vestido con el mismo traje que usé antes de rebelarme contra la palabra de mi Creador y antes de ser derrotado en una cruenta batalla por el arcángel San Miguel, quien, tras mutilarme las alas con su espada de doble filo, me expulsó del reino celestial dejándome caer en picada hacia los caldos burbujeantes del infierno. Lo interesante del caso es que mis alhajas, lejos de fundirse en el fragor de las altas temperaturas, se conservaron con todo su resplandor…
No pude contener la curiosidad de saber el porqué se rebeló contra su Creador, que también es nuestro Creador y el Creador del universo, y le disparé otra pregunta:
—¿Y por qué te rebelaste contra Dios?
El Tío me miró desilusionado por la capacidad retentiva de mi memoria y, al borde de perder la paciencia, rezongó:
—No seas cabeza dura. No estoy para gastar saliva ni pulmones repitiendo la misma cantaleta. Tu memoria es más corta que la guía de una dinamita a la hora de reventar la veta. Lo aconsejable será que te consigas una memoria potente como la del disco duro de tu computadora. A propósito, si hay cosas que no recuerdas, aunque fuiste tú mismo quien las escribió, te recomiendo que las busques en la Red de Internet. Escribes mi nombre, el título de nuestra conversación y, zaz-zaz-zaz, las encontrarás en un abrir y cerrar de ojos.
—Está bien —le dije—, pero ahora, como no recuerdo un carajo del porqué te revelaste contra Dios, por favor cuéntamelo otra vez.
El Tío, al notar mi tono suplicante, accedió de mala gana a mi pedido y echó otra vez el cuento:
—Como ya te relaté en otra oportunidad, refiriéndome a mí mismo en segunda persona, me revelé contra Dios porque yo era un ángel hermoso y competitivo. Me llené de orgullo y de soberbia, y, en un intento por arrebatarle su lugar en el trono del universo, inicié una guerra en el cielo junto a un ejército de ángeles rebeldes dispuestos a someterse a mi voluntad. La guerra se prolongó por varios días y varias noches, hasta que las huestes del arcángel San Miguel, fiel defensor de la justicia divina y jefe de las milicias celestiales, me hicieron morder el polvo de la derrota, arrojándome de cabeza a las fauces del infierno. Así fue cómo de ángel portador de luz y sabiduría, me convertí en el soberano de las tinieblas y en el príncipe de los demonios que vagan procurando la perdición de los mortales.
—A quienes no te conocen, ¿cómo les describirías tu apariencia?
—Aunque fui creado con una belleza insuperable —dijo con un dejo de melancolía—, el infierno se encargó de deformarme al límite del horror. Por eso tengo el rostro que tengo. Visto a la luz del día, soy más feo que una iguana y más rechoncho que un sapo. Mi cabellera, que cae rizada por encima de mis hombros, presenta un tono rojizo, en contraste con mi piel ennegrecida por los humos del infierno; tengo lumbre en los ojos y una mirada capaz de espantarme a mí mismo delante del espejo. Mis orejas, en forma de aletas de murciélago, me permiten captar incluso los ruidos del más allá, lo mismo que mi deformada nariz me permite percibir los olores más recónditos de este mundo. Las astas de mi frente, retorcidas como serpientes venenosas y puntiagudas como las que lucen los cascos vikingos, tienen siete curvas en espiral simbolizando los siete pecados capitales. ¿Qué puedo decirles de mis pezuñas? Que parecen garras armadas de uñas corvas, fuertes y agudas. De mi pene prefiero no decirles nada por no herir a los espíritus sensibles y porque nadie me lo creería hasta no verlo con sus propios ojos…
—¿Y qué puedes decirles de tu temperamento?
—Que varía dependiendo de las circunstancias; puedo ser leve como la brisa y fuerte como el vendaval; unas veces soy benévolo y dadivoso, y otras veces despiadado y vengativo. Cuando estoy de mal humor puedo actuar sin compasión, como el dragón de siete cabezas y diez cuernos, y con una fortaleza física superior a las fuerzas sobrehumanas de Thor, el dios guerrero de la mitología escandinava.
—¡Ajá! —exclamé de súbito—. Ahora comprendo el porqué se dice que no hay quien infunda temor al Tío, ni siquiera todas la vírgenes ni todos los dioses juntos, y menos aún la Virgen del Socavón, que es una simple réplica de la Virgen María que el cristianismo universalizó durante siglos.
—Esta vez diste en el clavo —corroboró con una actitud de ser insobornable—. Además, debes saber que soy capaz de iluminar la mente de cualquier mortal con la sabiduría proveniente de los quintos infiernos…
A esas alturas de su exposición, me hice el sordo, pues eso de «sabiduría» y «quintos infiernos» eran repeticiones innecesarias. Ya las había escuchado en otras ocasiones. Pensé en lo que a mí realmente me interesaba saber, y pregunté:
—¿Desde cuándo te llaman Tío?
—Desde cuando los mitayos me vieron por vez primera en las galerías de la mina, donde unas veces aparezco en pelotas y otras veces ataviado con mi traje de Lucifer. Mi vida forma parte de la mitología andina y de la cosmovisión de los quechuas y aymaras. Me considero un personaje fabuloso, un prototipo del sincretismo religioso y del mestizaje. En mí confluyen tanto las costumbres cristianas de Occidente como las creencias paganas de las culturas ancestrales, y en mí se funden la raza india y la raza blanca desde la época de la colonia. Soy una deidad benigna y maligna, dios y diablo a la vez. Los mineros me rinden pleitesía porque ven y sienten que tengo autoridad sobre las todas las cosas. Ellos me ofrendan coca, cigarros y alcohol en un acto ritual que se repite antes, durante y después de cada jornada. Aunque algunos me llaman Huari, Satanás, Lucifer, Belcebú, Belial, Samael…, soy más conocido por mi nombre de Tío.
—Entonces es cierto que tú, además de diablo, eres la encarnación del dios Huari, cuya misión era velar por la prosperidad de los urus y proteger a los camélidos en la meseta andina.
El Tío se quedó callado, bajó la mirada y ladeó ligeramente la cabeza. Su cuerpo reaccionó con la inquietud de quien guarda un secreto en el alma y su rostro se llenó de una expresión de nostalgia, pero de una nostalgia tranquila, meditabunda. Así se abrió un breve silencio entre nosotros, hasta que él volvió a levantar la mirada y yo volví a acosarlo con mis dudas y afirmaciones.
—Se dice también que en tu traje, bordado con insectos, batracios y reptiles, destacan las cuatro plagas malignas (sapo, lagarto, víbora y hormigas), que tú desataste como venganza y castigo contra la comunidad de los urus, quienes te dieron las espaldas para adorar al Inti, a ese dios poderoso y luminoso que adoraban los incas.
—¡¿Eso es lo que dicen!? —se sorprendió como a quien le extraña lo extraño—. Ojalá sigan creyendo en esas leyendas. Mientras más mitos me atribuyan y más consejas inventen en torno a mi existencia, siempre será mejor para mí. Así jamás darán con las pistas de mi verdadero origen. Me conformo con ser la síntesis perfecta entre el Bien y el Mal, mitad dios y mitad diablo. Ah, y estito que te cuento ahora es sólo una versión más sobre mi esencia y mi procedencia. Claro que tú no debes creer todo lo que te cuento. Recuerda siempre que así como encarno los siete pecados capitales (orgullo, codicia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza), encarno también el pecado de la mentira. Cuando abro la boca no sólo refiero verdades irrefutables, sino también mentiras de diablo embustero y encantador. Mi lengua se hizo para relatar mitos, leyendas, fábulas y cuentos, que un día formarán parte de la tradición oral…
Otra vez, a estas alturas de su elocución, me hice el sordo y salí del cuarto, sin saber cuánta verdad y cuánta mentira había en sus palabras. No sabía qué pensar. Estaba confundido y cada vez más cerca del viejo refrán que enseña: «En boca de mentiroso, lo cierto se hace dudoso».
VÍCTOR MONTOYA nació en La Paz (Bolivia), en 1958. Su infancia y primera juventud discurrieron en el pueblo minero de Siglo XX-Llallagua, al norte de Potosí, donde se descubrió la veta de estaño más grande del mundo. En 1976 fue perseguido, torturado y encarcelado. Permaneció en el campo de concentración de Chonchocoro-Viacha hasta que, en 1977, fue liberado tras una campaña de Amnistía Internacional. Desde entonces reside en Suecia donde se dedica profesionalmente a la escritura.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…