Por Guillermo Sheridan

La Casa Alvarado, donde murió Octavio Paz, no podía sino tener una espléndida historia literaria. Guillermo Sheridan investiga el pasado de ese edificio y encuentra, entre sus habitaciones, a dos excéntricos: una exaltada arqueóloga estadounidense, un novelista inglés que odió famosamente a México.

Para Maribel Torre y Maribel de la Fuente, for auld lang syne…

No, el conquistador Pedro de Alvarado no vivió en la casona de Francisco Sosa 383 donde estuvo la Fundación Octavio Paz y ahora es sede de la Fonoteca Nacional. El conquistador se encontraba demasiado atareado aplacando revueltas y masacrando etnias como para graduarse de gentleman farmer en Coyoacán.

200px Zelia NuttallAdemás de Octavio Paz, la casa sí tuvo otro morador de relieve: la arqueóloga Zelia Maria Magdalena Nuttall (1857-1933). Entre 1902 y 1932, la grande dame académica recibió ahí a los muchos centrados extranjeros ávidos de periferia que habían arraigado en México o anhelaban comprobarlo. Acudir a tomar el té a la casa de la que entonces se llamaba Calle Real de Santa Catarina era tan obligatorio como ir a ver las pirámides. El más famoso de esos visitantes fue el poeta y novelista David Herbert Lawrence (1885-1930).

Originaria de San Francisco, Nuttall fue hija del irlandés Robert Kennedy Nuttall y la mexicana Magdalena Parrott. En la única imagen que se conserva de Zelia predomina el lado poblano sobre el celta. La oriundez de su madre habrá pesado en la decisión de pasar una temporada en la ciudad de México en 1884, luego de que la hija se divorció del etnolingüista Alphonse Pinart. Nuttall aprendió náhuatl, estudió estatuaria teotihuacana y consiguió trabajo en el Museo Nacional.1 En 1886 Harvard la reclutó para enseñar arqueología mexicana y siguió viajando por el mundo hasta que, en 1902, decidió instalarse definitivamente en México. Entonces fue que adquirió, con un préstamo de su amiga Phoebe Hearst,2 la Finca Santa Rosalía, que era el nombre original de la propiedad en la vega del río Panzacola (hoy un risueño canalucho de aguas infames).

El propietario de la finca era un sonoro diputado con nombre de personaje de Rulfo, Cástulo Zenteno,3 que convenció a Nuttall de que la casa había sido construida por el capitán Pedro de Alvarado para hospedar a su legendariamente sexy amasia doña Luisa de Tlaxcala (née Xicoténcatl). Nuttall se convenció con tal prisa que firmó los papeles y rubricó la fachada con la firma del guerrero en letras góticas. Más calmada, escribiría luego un artículo sobre la imposibilidad de que Alvarado hubiese radicado ahí, pero no la reconsagró a la santita siciliana. No era esnobismo de Nuttall, o no sólo eso: que hubiera sido la casa del conquistador le gustaba porque su pasión eran los antiguos ritos astronómicos, lo que viene a cuento porque Alvarado se había hecho estimar entre los indios, humildemente, como vástago de El Sol. Se supone que los indios le creyeron porque era muy alto y tenía cabellera y barba pelirrojas y lo apodaron “El Tonatiuh” (no sé si esto hable mal de los indios o bien de Alvarado, o viceversa, pero igual es antipático).

Nuttall organizaba desde su casa las expediciones por la meseta central, por Veracruz y Yucatán, y sus pesquisas por archivos y conventos. Tutora de Manuel Gamio, colega de Francisco del Paso y Troncoso y contrincante del voraz Leopoldo Batres, Nuttall descubrió y estudió en Florencia el Codex Magliabecchiano4 y el que lleva su nombre, el Codex Zouche-Nuttall, que publicó en 1902 en Harvard.5 Como dice Salvador Novo en su Breve historia de Coyoacán (1962) con uno de sus peores chistes, Nuttall era una “mujer codiciosa”. Con todo, su importancia no parece haber sido aquilatada en un país ávido de canonizar mujeres científicas, prehispanizantes, modernas y liberadas. Aunque pertenece a las primeras generaciones de damas foráneas hechizadas por el país, se sabe mucho menos de ella que, digamos, de la marquesa Calderón de la Barca o de Rosalie Evans. Hasta donde sé, los libros de Nuttall no se consiguen en español. ¿Porque cargaba la nacionalidad norteamericana? ¿Porque prefirió la ciencia y el estudio sobre actividades que olisquean con superior eficiencia a “la perra fama”? O quizás sólo obedezca a que el mercado local de santitas está saturado por el momento.

En 1997 conocí la Casa Alvarado. En el jardín aún quedaban vestigios de aquella remota propietaria: estatuillas y relieves de basalto aparecían entre las plantas, o decoraban pérgolas que se levantan, aquí y allá, entre el fantasma del huerto medicinal y el jardín exótico. Aún quedaban plantas raras, un “árbol de manitas”, unas araucarias amputadas, magnolias… Y dos milagros: una huraña bugambilia de inaudito color magenta y una glicina cuya floración llenaba el jardín con su alharaca lila. Esas plantas sobrevivieron las vicisitudes de la propiedad y reconforta que sigan ahí, la glicina más vivaracha, asida de un nuevo emparrado. Y claro, los altísimos árboles en cuyas copas contamos hasta cuatro parejas de águilas Harris, esas “águilas de Coyoacán” que ahí tenían sus nidos, de uno de los cuales alguna vez se tiró un polluelo kamikaze que casi le atina al poeta Enrique Fierro.

Extraña que el minucioso Tablada no mencione la Casa Alvarado ni a su dueña en los muchos capítulos que dedica a Coyoacán en La feria de la vida (1937). Además de rica, elegante y coyoacanense –requisitos para ingresar a sus selectivas memorias–, Nuttall había publicado en 1906 su monografía The Earliest Historical Relations Between Mexico and Japan,6 tema caro a Tablada, que se supone estuvo el año de 1900 en El país del sol (1919). Quizás es por eso mismo que prefiere ignorarla… O quizás hubo alguna desavenencia propia de rivales celosos, pues además del interés en Japón, ambos enseñaban arqueología en el Museo Nacional por 1905…

Quien sí la menciona es Sergio González Rodríguez en su turbulento De sangre y de sol, donde cita The Gardens of Ancient Mexico (1918), estudio reeditado en 1937 con prólogo de May Ellsworth Madden Whittlesey, quien describe el interior de la casona, con su “atmósfera del mundo antiguo”, lleno de tapices, pinturas y objetos que su amiga habría coleccionado en sus viajes, y que refiere también un ritual que Nuttall realizaba ante selectos invitados cada 17 de mayo: “el instante sin sombras”, cuando, a las 12 y 33 minutos, debutaba el nuevo año del calendario azteca. Escribe González Rodríguez:

Mayo tras mayo, Zelia Nuttall –que publicó en 1930 su obra The Cult of the Sun at its Zenith– se colocaba en el patio de la Casa de Alvarado de pie tras una escultura de basalto en la que se representaba al Dios Sol (Tonatiuh), y explicaba el significado trascendental de la ceremonia azteca, mientras las nubes se replegaban y los rayos del sol refulgían. “Estos dejaban en nosotros”, apuntó May Ellsworth, “la sensación de que en verdad descendía la presencia de Tonatiuh en aquel antiguo patio.” 7

(González Rodríguez, desde luego, asocia “esa ceremonia ancestral” con el día de marzo de 1998 en que, en el mismo patio, en su última aparición en público, Octavio Paz diría asombrado “México es un país solar”.)

El cielo era también el libro preferido de Nuttall. Un año antes de afincarse en Coyoacán publicó su magnum opus, el extenso The Fundamental Principles of New and Old World Civilizations (1901).8 Es una erudita, nutrida exploración comparativa, con recursos arqueológicos, plásticos, históricos y lingüísticos, de la simbología astral de viejas culturas americanas y orientales. Se atarea principalmente con la esvástika, gráfica del periplo de la Osa Mayor alrededor de la Estrella Polar (la “quietud en movimiento”), cifra del armónico rehilete del tiempo y el espacio. La preeminencia de esa danza guía también su análisis del calendar stone (pp. 247 y ss.), para ella “uno de los más importantes documentos en la historia humana”. En esa “piedra-calendario” lee

 una imagen del cielo nocturno y, a la vez, un mapa de la nación que creó desde el Valle de México una réplica terrestre del orden armonioso y las estrictas leyes que gobiernan a las estrellas.

Ese libro hechizante, como han señalado algunos estudiosos de Lawrence (John B. Vickery o Rose Marie Burwell), flota sobre la espesa carga mítico-religiosa de la segunda parte de The Plumed Serpent (1926), ese genial y vivo vademecum de las tribulaciones de la identidad mexicana y sus posteriores exploradores.

Se ha contado mucho la historia de esa novela y de los viajes de su autor a México.9 Recuerdo sólo que el escrupuloso biógrafo David Ellis dice en su último volumen, Dying Game (1922-1930),10 que Lawrence y Frieda llegan a la capital el 23 de octubre de 1924 y se hospedan en el Hotel Monte Carlo (aún existe en el 69 de la calle de Uruguay), al que Lawrence llama “Hotel San Remo”, la “pensión italiana” desde cuya azotea Kate observa la ciudad nocturna. Lawrence llegó con cartas del revoltoso Leslie Stefens para Roberto Haberman –un socialista rumano-yanqui, tutor de otro avatar de la “serpiente emplumada”, Felipe Carrillo Puerto–,11 que organizó el encuentro con Nuttall. Primero se vieron en el Sanborns de los Azulejos, el 25 de octubre, y al día siguiente acudieron a tomar el lunch a la Casa Alvarado. Nuttall los acogió cálidamente, los llenó de flores y los invitó a hospedarse con ella.12 Además de discutir mitos mesoamericanos, Nuttall relató a Lawrence la forma en que su amiga Rosalie Evans (autora de las Letters from Mexico, 1926) había sido asesinada hacía un par de meses por defender a tiros su hacienda de los agraristas (y de Álvaro Obregón), historia que impresionó tanto a Lawrence que la adapta a su novela. Por su parte, desde 1939, William York Tindall aseguró que Nuttall le abrió su biblioteca y le regaló un ejemplar de The Fundamental Principles.13

El odio de Lawrence a la ciudad de México y a sus intelectuales fue de primera vista. Unos días después de comer con Nuttall acudió de mala gana (“no me atrae para nada el asunto”)14 a una comida que le ofreció el Pen Club, cuyo presidente, Genaro Estrada (“gordo y burgués, pero agradable”), le dedica un discurso que aplauden entre otros Xavier Villaurrutia, Eduardo Villaseñor, Genaro Fernández MacGregor y el fonético Luis Kintaniya.

Lawrence –dice Ellis– invitó luego a sus anfitriones a “recordar que, a pesar de sus diferencias de nacionalidad, y a pesar de su compartido interés en la literatura, todos eran, primero y sobre todo, hombres” (p. 207). Estaba obviamente harto de su nacionalismo. Pero se abstuvo de expresar el profundo desprecio que sentía hacia “esta mugrosa ciudad donde todo mundo es más o menos fraudulento, todos buscándose a sí mismos con su bolchevismo”.15 Si supiera…

La señora Nuttall le provocó reacciones encontradas. La respetó y la aprovechó, y si bien ya en Nuevo México le escribe que “Pensamos con gran placer en la Casa Alvarado, en su gentileza, en su hospitalidad y en todas las flores del jardín…”,16 se burla de ella con un amigo mutuo: como los editores se niegan a usar Quetzalcóatl, título escasamente comercial, Lawrence lo cambia a La Serpiente Emplumada. El riesgo, dice, es que la gente piense que la novela trata de la señora Nuttall con su sombrero de plumas.17 En la novela es lo mismo: un contrapunto de azoro y fastidio:

 La Sra. Norris lograba poner a sus invitados incómodamente a gusto, como si fueran cautivos, y ella jefa de la tribu que los había atrapado. Y ella lo disfrutaba, presidiendo como una reina, pesadamente, arqueológicamente, la cabecera de la mesa.

Nuttall es, en efecto, la “Mrs. Norris” que aparece en el capítulo II (“Tea-party in Tlacolula”); breve pero crucial protagonismo, pues es en su casa donde Kate conoce al espeso criollo Ramón Carrasco y al general indio Cipriano Viedma,18 los sumos sacerdotes ctónico-místicos de la religión quetzalcoatliana sobre la que piensan erguir un cesaropapismo azteco-fálico (con esvástika azteca) que durará mil años. Por desgracia, el proyecto no se graduó a inolvidable.

Kate llega a tomar el té con Mrs. Norris a “Tlacolula” (como llama Lawrence a Coyoacán) y es recibida en “la enorme, vieja, oprobiosa casa”:

El patio interior, cuadrado, oscuro, con el sol que caía sobre los pesados arcos de un costado, tenía macetas de flores rojas y blancas, pero no dejaba de ser cargante, como si hubiera estado muerto durante siglos. Parecía tener una decidida muerte de pesada fuerza y belleza, incapaz de desaparecer, de liberarse ya y descomponerse. Tenía una fuente de piedra con agua clara pero inmóvil, y los pesados arcos rojizos y amarillos, con sus bases en la sombra, avanzaban sobre el patio con un fatalismo de guerreros. Muerta, colosal casa de conquistadores, con un atisbo de jardín grande más allá, y algunos cipreses aztecas elevándose hacia las alturas oscuras y extrañas. Y un silencio muerto, como el basalto, absorbente, negro, poroso.19

 Del patio Kate es enviada a la terraza superior, decorada con “ídolos negros y canastas nativas”, que se mira en la esquina suroeste de la propiedad, donde la recibe la monocroma Mrs. Norris:

Una señora de edad, ella misma un conquistador, con su vestido de seda negra y su pequeño chal negro de cachemira fina con su breve fleco de seda y sus ornamentos negros de esmalte. Su rostro era levemente gris, su nariz afilada y sombría, y su voz martillaba como metal, con una lenta, dura y peculiar musicalidad. Era arqueóloga, y había estudiado objetos aztecas durante tanto tiempo que algo de la apariencia negra y gris del basalto, algo del ser de los ídolos, con sus narices afiladas y sus ojos prominentes, así como su gesto de autoburla funeral, se había contagiado a su rostro. Hija solitaria de la cultura, de mente decidida y densa voluntad, había husmeado toda su vida entre las ruinas arqueológicas y, al mismo tiempo, había logrado preservar un sentido humano muy fuerte y una visión ligeramente fantasiosa y humorística de su prójimo.

Desde el primer instante, Kate la respetó por su aislamiento y su osadía. El mundo está poblado por las masas y por unos cuantos individuos. La señora Norris era individuo. Cierto, hacía su jueguito social todo el tiempo. Pero sin duda era un número non, y podía hacer pasar un mal rato a los números pares.

Los otros invitados al tea party son varios norteamericanos, el matrimonio Henry, el arisco juez Burlap y su esposa, el mayor Law, agregado militar en su embajada. Un comentario de Kate sobre el “mal” que percibe en México desata una charla sobre la situación política en la que abundan esos silencios cargados –dice Lawrence– “con la amarga desesperanza que embarga a la gente que conoce México bien; una desesperanza amarga y estéril”. Poco a poco, la charla culmina en la “sensación de condena y desesperación que oprime a cualquiera que se ponga a hablar en serio sobre México”. Kate se siente aliviada de que los presentes compartan con ella la repugnancia que le provoca todo. El mayor Law declara que “los ídolos y esas cosas mexicanas constituyen el montón de objetos más feo del mundo” (ante lo que Mrs. Norris guarda silencio) y Mr. Henry comenta que si bien la gente es agradable, cuando se dejan llevar por “la Patria y México y esas cosas… les entra la pasión nacional y se convierten en monos” (sic). Kate apunta entonces –con sus propios énfasis– que los mexicanos

parecería que desean traicionarlo todo. Se diría que aman a los criminales y a cualquier cosa siniestra. Parecería que quieren las cosas feas. Parecería que quieren que las cosas feas sean siempre las primeras. Se diría que quieren que ascienda todo lo sucio y feo que yace en el fondo. Parecen disfrutarlo, que disfrutan haciéndolo todo más sucio y feo de lo que ya es.

    –Es curioso, dijo Mrs. Norris.

    –Y sin embargo es cierto –dijo el juez–. Quieren convertir al país entero en un crimen enorme. No desean nada más. No les gustan la honradez ni la decencia ni la limpieza. Quieren propiciar la mentira y el crimen. Lo que aquí llaman libertad no es más que la libertad para cometer crímenes.

Ante la pregunta de Kate sobre por qué no regresan a Estados Unidos, la señora Norris explica, quizá pensando en Rosalie Evans:

La gente buena, de hecho, se está yendo. Ya se han ido casi todos, bueno, todos los que tienen algo hacia qué regresar. Otros, los que tenemos aquí nuestras propiedades, hemos hecho aquí nuestras vidas y conocemos el país, nos quedamos por una especie de tenacidad. Pero entendemos que no hay esperanza. Mientras más cambia todo, más empeora.

 La conversación es interrumpida entonces por la llegada (impuntual, claro) de los resucitantes de Quetzalcóatl. Pero ha quedado claro que Mrs. Norris ya no le tiene mucho respeto a su patria adoptiva, ni a su revolución y sus secuelas.

La reunión culmina con una visita al jardín que le permite a Lawrence uno de sus potentes arrebatos descriptivos:

 

Caía la tarde. El jardín se erguía entre los enormes árboles oscuros, por un lado, y la alta casa rojiza y amarillenta por el otro. Era como estar en el fondo de un atardecido y floreciente jardín, abajo, en el Hades. La bugambilia colgaba púrpura de los arbustos que mostraban sus ásperas lenguas amarillas. Algunas rosas soltaban pétalos sin aroma entre la luz agonizante, y unos claveles solitarios colgaban de sus débiles tallos. Las misteriosas campanas de una datura se suspendían de un enorme arbusto denso, grandes y silenciosas, como verdaderos fantasmas de sonido. Y su aroma reptaba callado, espesamente, desde el arbusto hacia las veredas.

 “Mrs. Norris” no vuelve a aparecer en la novela y la señora Nuttall se queda en su casa. Habrá observado ahí en las noches claras, innumerables veces, el “caminar tranquilo de estrella” que años más tarde –también bajo la advocación de la “piedra-calendario”– vería el poeta que moraría y moriría en la misma casa.

Nuttall murió el 12 de abril de 1933 a los setenta y seis años. Su biblioteca –que tuvo que ser prodigiosa– fue rematada en 1937. Dos o tres familias habitaron la casa unos años. Después zozobró en un limbo administrativo hasta que la adquirió el gobierno en 1985 y la destinó a menesteres circunstanciales, contradictorios.

La señora Nuttall, dicen los testimonios, aceptaba gustosamente abrir el jardín a los paseantes que lo solicitaban. Aunque ya no hay daturas anestesiando las veredas, ni la memoria, alegra que las puertas, finalmente, estén abiertas para todos.

 1. Datos de Alfred Tozzer en su obituario: http://www.americanethnography.com/article—sql.php?id=40

2. Joan Mark en A Stranger in her NativeLand (U. of Nebraska, 1989), su biografía de Alice Fletcher. Dice Mark que Nuttall vendería en 1909 la parte oriente del jardín para saldar la deuda.

3. Echo mano de datos disponibles en

 http://www.indaabin.gob.mx/dgpif/historicos/casa%20de%20alvarado.html

4. Se publicó en 1903 en la Universidad de California: The Book of the Life of the Ancient Mexicans.

5. Amazon vende una edición popular por 15 dólares. Vende también, más caros, varios de sus estudios.

6. Por cierto reeditada por la editorial Kessinger en noviembre de 2008.

7. México, Sexto Piso, 2006, pp. 85-87.

13. En D.H. Lawrence and Susan his Cow, Nueva York, Columbia University, 1939.

14. Letters, p. 157.

15. Ibid. A William Johnson, 25 de octubre de 1924, p. 155.

16. Ibid. A Nuttall, 12 de abril de 1925, p. 235.

17. Ibid. A George Conway, 10 de junio de 1925, p. 262.

18. Según L.D. Clark, editor de la versión anotada en las Works de Lawrence hecha por Cambridge University (1987), en Carrasco y Viedma hay rasgos de Vasconcelos, Gamio, Zapata, Juárez, Calles y el general Amaro (p. 449).

19. Cito la edición de Wordsworth Classics (Hertfordshire, 1995), que traduzco.

 

En: Letras Libres.