Por Mario Silva
Era la mañana del viernes 15 de noviembre de 1962, día de paro de la locomoción colectiva, tenía siete años recién cumplidos y estaba en medio del basural, aprovechando que el sol no picaba fuerte.
Escarbaba con afán entre los envases de cartón, cuando oí el ruido típico de las aspas de un helicóptero. “Pájaro de Acero”, me dije, y subí corriendo un cerro de basura para verlo mejor. Aterrizó en una de las canchas de fútbol, al frente de la población Clara Estrella, a unos cientos de metros de donde yo estaba. Después volvió a elevarse, parecía un gran insecto “mata piojos”; pasó sobre las torres de alta tensión y giró hacia el aeropuerto de Los Cerrillos. La gente se asomó desde sus casas para observarlo. Mi amigo Feña me gritó que bajase, mejor seguíamos buscando los cupones para el concurso de un televisor Geloso; pero no le hice caso. Le conté que los militares descendían de unos camiones y entraban en la subestación eléctrica, junto a la calle Lincoln. Se encogió de hombros y continuó buscando cupones.
Al rato insistió en que le ayudara, porque si se sacaba el Geloso, nunca me invitaría a ver tele. Yo había salido del basural y, colocando mis manos como si fueran lentes de larga distancia, comencé a mirar a la gente de la población, reunida en torno a la línea del tren: conversaba y reía como si fuera un día de fiesta. Un piquete de carabineros miraba desde la esquina de Lincoln con las Torres. El Feña corrió hasta quedar a mi lado y me dijo que deberíamos seguir, si la idea era cubrir todo el basural antes de almuerzo. Sin mirarlo, le contesté que esos cupones estaban vencidos, sólo servían para el concurso del Mundial ya terminado, ¡avíspate y lee las instrucciones!… Feña miró los pedazos de cartón color verde y echando unas puteadas, los tiró al suelo. Le pedí que me siguiera y nos fuimos haciendo equilibro sobre el canto de la línea del tren, saltábamos de un lado al otro, sin preocuparnos por el tren, porque los ferrocarrileros también estaban en huelga.
Llegamos a la parada en la esquina de Fernández Albano y Avenida Las Torres. Vimos a dos aviadores apostados en la línea, sobre un carrito de esos que salen en las películas del oeste, con una palanca balancín pegada al piso. Los saludé y le pedí a uno de ellos que me mostrara su ametralladora. El aviador, que se notaba imberbe dentro de su uniforme, se echó a reír cuando me levanté la camisa y le mostré mí revólver de fulminantes, cromado y con culata negra. Lo tomó entre sus manos, lo observó con detenimiento y me dijo que lo tenía bien aceitado. Entonces descolgó su fusil ametralladora, le quitó el cargador y me lo alcanzó, junto con mi juguete. Pesaba mucho, lo mismo las balas de verdad. Se lo devolví y regresamos por la línea, saltando de dos en dos los durmientes.
Seguía llegando gente. Antes de alcanzar el cruce entre las calles Acapulco (de la pobla José María Caro) y Lucila Godoy (de la Clara Estrella), justo en el paradero del recorrido Ovalle Negrete, vi a esos hombres. Eran tres y se movían entre la multitud, entendiéndose por medio de señas. De pronto, uno gritaba y los otros le seguían. Hablaban de injusticia, de trabajo justo, de explotación, y mientras lo hacían, avanzaban y prácticamente empujaban a los demás hacia la garita de los micros. Uno de ellos, con cara de estudiante universitario, se adelantó y comenzó a lanzarle piedras. Sus colegas le imitaron, y al rato toda la gente hacía lo mismo.
Otro del trío me puso una piedra en la mano, indicándome con los labios la garita. Miré la piedra y la deje caer, mientras el tipo continuó haciendo lo mismo con los demás niños, quienes sí le hicieron caso y comenzaron a apedrear el galpón. Después, el tercer hombre sacó una botella de combustible oculta en un bolso de mano y procedió a incendiar la garita. La gente miraba como hipnotizada, la hoguera en que se convirtió la antigua terminal. Un fotógrafo se metió entre la turba y sacaba fotos. “Volvamos al basural”, dijo el Feña, y empecé a caminar arrastrando los zapatos, sin querer obedecerle. No tenía ganas del olor a mierda de nuevo, pero me resigné pensando que a lo mejor hallaba una revista, o una novela de pistoleros. Miré hacia atrás y vi a los hombres conduciendo al gentío hacia la subestación eléctrica al cuidado de unos militares; pero antes llegaron los carabineros y comenzó el enfrentamiento.
Las piedras y las bombas lacrimógenas volaban. El Feña se echó a correr y cuando pudo se ocultó detrás de un promontorio de basura. Yo también corrí, pero me detuve un poco más allá y observé a la gente escondiéndose entre las casas, donde se reagrupaban y volvían a emerger. La muchedumbre continuaba creciendo y de repente se arrojaron otra vez contra los pacos. La pelea fue grande, hasta liberar a los pocos manifestantes que habían detenido previamente. El aire se hizo pesado, me ardían los ojos y me picaba la garganta, pero no podía dejar de mirar a las personas, que, como en el cuento del flautista, seguían a los hombres que las azuzaban y guiaban hacia los militares. “Ven”, insistía el Feña a los gritos, “vamos a buscar un tesoro”. Yo trataba de ir, pero mis pies no avanzaban. Entonces pasó junto a mí el fotógrafo masticando ansiosamente un limón, mientras cambiaba el rollo a una de las tres cámaras colgadas de su cuello. El tipo lloraba y maldecía a los carabineros por lanzar el gas lacrimógeno. Lo miré, y mientras me limpiaba las lagrimas, me puse a seguirlo sin saber por qué.
El Feña retornó del basural y se colocó a mi lado. Íbamos detrás de la multitud, que ahora secundaba a más de tres hombres. El fotógrafo se metió entre la masa. Quienes gritaban, principiaron a tirar piedras a los militares. El fotógrafo tomó algunas fotos, cambiando de cámaras continuamente, y de pronto, cuando la milicia levantó sus fusiles, corrió a ponerse entre ésta y la turba, gritando: “¡no disparen!”. Pero la orden fue clara y precisa: “pasen bala”, gritó un militar de edad madura y que lucía una pistola de las que usaba Dick Tracy. Los soldados, en dos filas —unos arrodillados y otros de pie, con las piernas separadas—, manipularon sus fusiles y se escuchó un “clic” metálico, producido por los cerrojos. “Apunten”, ordenó la misma voz. Las piedras llovían y el fotógrafo corrió hacia un costado, para captar un mejor ángulo; yo saqué mi revolver a fulminantes y apunté a los milicos. En ese momento se hizo un silencio cortante, y la gente supo que les iban a disparar: los militares eran diferentes a los policías.
Algunos tipos trataron de retroceder, pero ya era tarde. “Fuego”, gritó el de la pistola de Dick Tracy, y se escuchó la primera descarga, como si las vigas que sostienen el cielo se quebraran de golpe y las nubes cayesen para matarnos. La multitud retrocedió en desbandada y el fotógrafo se puso frente a los militares, sacándoles varias fotos, y después partió a sus espaldas para captar el momento en que corrían los cerrojos y los cartuchos, humeantes, saltaban de las recámaras y caían entre los durmientes. Yo estaba petrificado y seguía apuntándole a los milicos con mi revólver. La segunda descarga sonó más fuerte que la primera y me fui de bruces, con los hombros encogidos, mientras las balas pasaban por mi lado, silbando, y sus rebotes se oían como moscardones asesinos.
Nuevamente se hizo el silencio. Me di cuenta de que había heridos y muertos, cuando la multitud desapareció y sólo quedaron los cuerpos tirados. El fotógrafo corrió a retratarlos, procurando poner en un mismo encuadre a los cadáveres y los milicos. Éstos se retiraron a la subestación eléctrica y los lesionados empezaron a gritar de dolor. Eran llantos y alaridos desgarradores. El Feña, quien había vuelto a buscarme, me indicó un hombre que venía hacia nosotros. Vestía de terno azul y la piel de su frente, hasta la oreja, le colgaba por el lado izquierdo. Podía verse su cráneo y por un agujero, su cerebro latiente; decía: “¿Quién ha visto mis anteojos?”. Los tenía puestos, pero igual tropezó y cayó muerto frente a nosotros. Miré a alrededor, vi otros cuerpos y oí los gritos desde las casas en donde las balas entraron por las escuálidas paredes de madera, matando a algunas madres. El fotógrafo continuó capturando las imágenes de los que recogían a los muertos y heridos. Los militares aparecieron otra vez y la gente huyó. Cuando los vi venir hacia nosotros, le oí decir al Feña: “Keno, Kenito, chucha, dile que nos rendimos…”. Miré mi revólver, lo dejé caer junto al hombre muerto y levanté las manos al cielo, sintiendo que la orina me corría caliente entre las piernas.
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Mario Silva es un escritor chileno, nacido en 1955. Su primer libro, Los que Sobran, Dos Novelas (Tajamar Editores), apareció el 2007 y giró en torno a la vida poblacional de Santiago. El cuento “Balas de Verdad” pertenece a su obra, aún inédita, La Huelga y otros Relatos.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…