Por Julio César Ibarra
Hay un período en la vida del hombre, en donde todas las cosas se tiñen de azul. El firmamento, la cordillera, las nubes. Esta es la historia de un Arlequín de dos caras. La mitad de su cara era blanca y la otra mitad, azul celeste. En un lado se dibuja una sonrisa y en el otro, una mueca de tristeza. Nadie sabía por qué estaba triste o por qué sonreía.
Es más, nadie sabía si sonreía o lloraba, porque nadie podía develar su misterio. Entonces, le miraban a los ojos, unos decían: «su mirada puede ser la de una mujer o de un niño». Entonces es homosexual, decían todos. Pero el misterio subsistía. Otros se fijaban en su sonrisa. Hay algo de misterioso allí, como en el cuadro de Leonardo. La sonrisa de la Monalisa. Este Arlequín caminaba como un fantasma. Nadie sabía nunca en dónde estaba o cómo lo podían encontrar.
Cuenta la leyenda que un día le vieron entrar a un circo. Allí consiguió trabajo. Un día bajo los reflectores y ante una galería casi vacía, encontró a una niña llorando porque se había perdido, entonces él le sonríe y le dice que en el cielo hay un club para los corazones solitarios, y que cuando uno llega ahí ya nunca más se siente solo porque está lleno de amigos y amigas con quienes jugar. La niña le sonreía aliviada. Despúes el circo quedó vacío y el Arlequín se fue apagando las luces del escenario.
Un día todo estaba conmocionado y la gente corría como payasos desbocados. Corrían por estrechos callejones, unos encima de otros, asfixiados. Por fin desembocaron en un Gran Teatro. No había nadie en las graderías. Todos eran actores. También el Arlequín de dos caras. Enfurecidos peleaban entre ellos. Cada combate era a muerte. Así es como el Gran Teatro se fue llenando de muertos, había un hedor nauseabundo que hacía imposible el respirar. El Arlequín no podía respirar. Él no quería matar a nadie, sólo sabía sonreir y hacer reir o llorar a los demás. Pero allí todos eran actores y arriba del escenario lo estaban asesinando. El escenario era una selva, sobreviviría el más fuerte. Los payasos y el Arlequín se transformaron en fieras, depredadores, con los hocicos llenos de babas lascivas. Primero fue una guerra defensiva, pero al primer zarpazo apareció el instinto de supervivencia que actuaba por sobre todas las demás reacciones.
Dice la historia que el Arlequín cayó herido de muerte, y, en esos momentos pudo mirar el cielo del Gran Teatro. Y más allá de las luces, había otros hombres con miradas oscuras, que manipulaban los instrumentos que daban vida a la acción: las luces, la música, las cámaras de filmación y los que se encargarían del último sobreviviente. Ya a nadie le importaba lo que había detrás de su sonrisa. Había tantos muertos, había un espacio infectado, el tiempo se acababa, ya la sangre le inundaba los pulmones, ahogándolo… ahí recordó el sueño que un día tuvo: el sueño decía que todos los que habían nacido para encantar a los demás estaban condenados a vagar por el mundo en un viaje errante, buscando siempre lo que nunca encontrarían porque sólo existe en su imaginación. Los viejos dragones de los cuentos de infantiles. Por fin pudo recordar que el sueño tiene alas… y cayó la última gota de sangre. Ya no había payasos, ni arlequines, sólo la misteriosa sonrisa en la boca de los hombres que contemplaban las ruinas del Gran Teatro.
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Publicado por Jaime Hagel en: Narradores Novísimos. Ediciones Cerro Huelén, 1984.
En: Creaciones de Julio César Ibarra.
Ilustración: Maurice Sand.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…