Planetas

La enorme araña de silicio saca sus patas puntiagudas. Nubes de vapor violeta la rodean como si fuera un querubín sin rostro. Comienza el descenso, lento y noble; cuando las ocho patas tocan por fin la superficie del planeta rojo, un silencio de eones zumba alrededor. El silencio.

Dentro de la araña, los hombres miran la formidable pantalla que les muestra el panorama exterior. Aunque llevan décadas estudiando al planeta rojo, ahora pueden ver, extasiados, las montañas de cuarzo, los remolinos de fuego, el viento verde. Se sabe que Marte estuvo alguna vez habitado por criaturas inteligentes, traslúcidas y viscosas, quienes construyeron castillos de arcilla y plástico en alguna parte. Según los mapas, las ruinas de esos castillos se encuentran hacia el norte, más allá de las montañas. Arriba, Phobos y Deimos lo miran todo con ojos de furia eterna. Pero ahora los hombres están a punto de bajar y verlo todo con sus propios ojos. Ojos orgánicos; ojos de carne. Este momento es el resumen de muchos años de tecnología y avances científicos. Los hombres se ponen sus escafandras negras tatuadas de símbolos, aguardan a que se abra la compuerta y la escalinata descienda hacia abajo como un cuchillo.

Comienza el descenso. Hormigas humanas y temerosas. Hormigas lentas. Lo que ven los hombres a través del visor de sus cascos es una pesadilla: bosques de coníferas, autopistas solitarias, cielos grises sembrados de jirones albos. El crepúsculo coronado por un solo astro de cara blanca y bobalicona en medio del firmamento. Pueden ver al conejo de la luna y entienden que es el mismo satélite que sus tatarabuelos astronautas visitaron alguna vez a bordo de una desvencijada carcacha espacial. Sus miradas aturdidas perciben las tímidas luces de una ciudad humana que confirman la pesada broma.

Nunca llegaremos a Marte, dice el más viejo de los hombres.

El pavoroso calamar de vidrio saca sus obtusos tentáculos. Nubes de vapor anaranjado la rodean como si fuera un querubín sin rostro. Comienza el descenso, lento y noble; cuando los ocho tentáculos tocan por fin la superficie del planeta azul, un silencio de eones zumba alrededor. El silencio.

Dentro del calamar, los marcianos miran la formidable pantalla que les muestra el panorama exterior. Aunque llevan décadas estudiando al planeta azul, ahora pueden ver, extasiados, los bosques de confieras, las montañas de piedra tosca, los ríos cristalinos que bajan hacia el océano. Se sabe que la Tierra estuvo alguna vez habitada por criaturas inteligentes, musculosas y densas, quienes construyeron autopistas y ciudades metálicas en alguna parte. Según los mapas, las ruinas de esas ciudades se encuentran hacia el oeste, más allá del mar. Arriba, el único satélite lo mira todo como un estúpido cíclope. Pero ahora los marcianos están a punto de bajar y verlo todo con sus propios ojos. Ojos orgánicos; ojos de carne. Este momento es el resumen de muchos años de oraciones y evolución mística. Los marcianos se introducen en sus crisálidas, verdes y luminosas, aguardan a que se abra la ventosa y la escalinata se desenrolle hacia abajo como la lengua de una mariposa.

Comienza el descenso. Lombrices marcianas y temerosas. Lombrices lentas. Lo que ven los marcianos a través de los antifaces es una pesadilla: montañas de cuarzo, remolinos de fuego, el viento verde. El crepúsculo coronado por las dos eternas lunas. Sus cerebros aturdidos se cimbran con el canto agudo de las sombras fosforescentes que se extiende por el planeta rojo para confirmar la pesada broma.

Nunca llegaremos a la Tierra, dice el más viejo de los marcianos.

***

Ataúdes

1

La luz es amarilla y gris. La cocina es fría y cúbica como un hielo y en el centro hay una mesa cuadrada y en el centro de la mesa sólo un plato, una cuchara y las manos pequeñas del niño que se mueven de un lado a otro como animales desesperados que quieren alcanzar la cuchara, el plato o cosas invisibles que tal vez sólo el niño puede ver. El niño está sentado en una silla larga, encadenado. El niño tiene un año. Yo tengo sesenta y estoy afuera de la cocina, en el patio. Arriba hay una luna, un cielo nublado y nada más. Abajo está la tierra, lodosa por la lluvia y por el llanto, chiclosa cuando la piso con mis pantuflas viejas: llora el niño y yo sigo afuera, mirándolo a través de la ventana sucia, hace frío, a lo lejos se oye otro llanto, el tren especial de la medianoche. No hay casas cerca, sólo árboles negros, verdes, plateados. Grises como la luz. Sólo árboles y un río que se lleva las cosas. Un río sin nombre, caudaloso y helado que desaparece y sumerge las cosas que ya no quiero ver, las cosas que ya no queremos que griten. Entro.

2

 El niño me mira, no me reconoce, no se acuerda, se limpia las lágrimas con los dorsos regordetes de las manos, se sorbe los mocos, ríe con pocos dientes y ojos de topo. Como no me muevo, el niño vuelve a quedarse serio, a punto de llorar, así que avanzo, quiero decirle palabras tontas, palabras viejas de las que usaba mi padre cuando yo tenía un año, pero me quedo callado. Me siento a un lado del niño, tomo la cuchara, el plato hondo repleto hasta los bordes y comienzo a volar avioncitos de papilla espesa que aterrizan en su boca entre risas y balbuceos. El niño está hambriento. En el fondo del plato un grueso ciempiés agoniza, pero el niño no lo sabe.

3

Arriba hay recámaras y pasillos oscuros llenos de ratones. La casa es viejísima: nunca he pasado una sola noche en otro sitio que no sea la casa. En la recámara que está exactamente arriba de la cocina hay un ataúd blanco. Vivo solo. Ésa es mi recámara y ese ataúd que ven ahí es el sitio donde duermo. Cuando no duermo en él, el ataúd es una boca o un pozo que me llama, vacío, vacío, vacío: como una novia viuda el día de su boda. El ataúd es importante. No tengo amigos, pero si los tuviera, estoy seguro de que ninguno de ellos tendría en su casa un ataúd blanco, hermoso y listo para abrazarme cada noche, para besarme y acariciarme de manera íntima y sin burlarse, aunque esta noche yo estoy abajo, en la cocina alimentando al niño, y dentro del ataúd está la madre del niño, atada ya, amordazada ya. Puede respirar, pero no gritar. Puede oír los ruidos que hace el niño y la lluvia que comienza a desprenderse de las nubes, pero no puede ver. Puede temblar: no puede dejar de temblar. Yo no hago ruido. La madre del niño se retuerce como un ciempiés. En la recámara de junto están los sillones y el televisor, siempre encendido pero en silencio, me gusta ver los noticieros y los muñequitos pero prefiero imaginarme las voces. En la recámara del fondo hay cajas llenas de cosas valiosísimas, hay un armario con los cajones llenos de disfraces mal doblados, hay dos ventanas que dan al patio. En las paredes cuelgan retratos de personas muertas que estaban muy serias y muy quietas cuando las retrataron, son mis antepasados, la familia o como se diga. La madre del niño no estaba quieta cuando la retraté. En el baño está la tina. La tina es importante y blanca: seguramente proviene del mismo árbol genealógico que el ataúd. En el patio no hay nada, lo juro. Por último están las escaleras. En las escaleras hay fantasmas, en las noches de luna llena gritan, aúllan, se llenan de pelos, me vuelven loco. Esas noches me encierro en mi ataúd.

4

El tiempo se mueve para adelante pero también para atrás en los recuerdos. El gendarme que romperá la puerta de la cocina tiene treinta años. Es alto y moreno como un alce. Se parece muchísimo a mí pero no se da cuenta. Así era yo de joven, el mundo era simple y en mi llavero estaban las llaves que abrían todas las puertas. El gendarme nació río arriba, en los bosques tupidos, su casa era una minúscula cabaña escondida entre árboles milenarios. El gendarme creció comiendo carne de alce, extrañando a su madre y leyendo libros basura. Para él, las cosas son muy claras: están los buenos y están los malos. Hay que cuidar y proteger a los buenos. A los malos hay que atraparlos, golpearlos, encarcelarlos, juzgarlos, ejecutarlos. Según su propia filosofía, el gendarme es bueno. Pero yo sé que no es tan bueno. Cuando era niño, durante el velorio de su madre escribió con una navaja su nombre y otras palabras en el ataúd. Pensó que así su madre lo recordaría por toda la eternidad. Según un libro, los muertos olvidan los nombres y luego las voces. Yo puedo olvidar los nombres, pero no las voces. Veinte años después de la muerte de su madre, el gendarme sigue recordando aquel ataúd, blanco como mi ataúd: todavía usa la navaja en algunos interrogatorios difíciles, pero no para escribir su nombre sino para arrancar otros nombres de la boca de los malos. Aturdido y gesticulante, el gendarme recorre el bosque con una linterna en la mano y otros siete gendarmes lo siguen. Suman ocho. El ocho es maligno. La tierra se siente chiclosa en sus botas. Hay perros enormes olisqueando, hay palas y picos. Llegan al río.

5

El ataúd es un barquito de papel que navega por el río. Yo estoy dentro del ataúd, soñando con ángeles y mariposas, sintiendo el tosco rumor de las embravecidas aguas en mi espalda de niño. Créanme: nada se siente tan bien como ir a duermevela por el río, capitán de mi propio ataúd, el más silencioso, dando vueltas y vueltas conforme el río se retuerce y me lleva de aquí para allá, de aquí para allá hasta el infinito. La vía láctea es un río, la muerte debe ser el gran río donde desembocan los ríos de los sueños. Cada sueño tiene sus propios rostros, sus propias voces, pero todo es tan rápido que no puedo enfocar bien, despierto temblando, la celda es fría, metálica, no tiene cama. Arriba la luz es amarilla y gris pero no hay ninguna ventana por donde se filtre la luna, los cantos amables de la luna. Muevo los dedos de los pies y recuerdo el ciempiés que se retorcía en el fondo del plato, la sonrisa satisfecha del niño. En la celda de junto alguien llora. Vuelvo a quedarme dormido.

6

Martes ocho de agosto. El ocho es maligno. Marte es el dios de la guerra y tiene dos lunas. Veinte miembros del jurado, diez hombres, diez mujeres: todos usan lentes y me miran con caras de lechuza. Los ojos de las lechuzas son ochos. El juez no usa lentes, es calvo, gordo, chaparro, sus manos se mueven de un lado a otro, animales desesperados y regordetes buscando justicia. El juez tiene un tic simpatiquísimo, como si su cachete y su ojo izquierdo se besaran cada cuatro, cada cinco minutos. He visto esta película muchas veces: el sujeto de traje y corbata me señala y grita escandalizado, recorre la sala con largas zancadas teatrales perfectamente aprendidas, si sus profesores lo vieran se sentirían más que orgullosos. Una mujercilla seria escribe todo, sus dedos se mueven, veloces venaditos brincoteando un bailable ancestral sobre la máquina de escribir. El juez bosteza como un oso, se talla los ojitos de topo. En una de las paredes, otra película: escenas, rostros, colores, objetos, datos, información clasificada, yo, yo, yo, las pruebas que prueban, las señales que señalan. Francamente prefiero ver hacia la pared donde hay un reloj. El reloj es blanco y redondo como el tiempo que mide. El tiempo se mueve para adelante pero también para atrás. Los miembros del jurado caminan en fila india hacia un cuartito minúsculo que está aquí al lado, dos mujeres, dos hombres, dos mujeres, dos hombres, dos mujeres, la puerta se cierra como la tapa de un ataúd.

7

Veredicto: culpable. Silla eléctrica. Inyección letal. Fusilamiento. He visto está película muchísimas veces: los familiares de las víctimas del otro lado del vidrio, comiendo palomitas y disfrutando mi muerte cómodamente sentados en sus butacas. Los periódicos vendiéndoles sus tirajes vespertinos a los ciudadanos ejemplares. Los gendarmes, muy serios, haciendo declaraciones detalladas y convincentes frente a las cámaras.

8

El niño abre los ojos. El diminuto ataúd es comodísimo, su cabezota descansa en un mullido almohadón donde todavía se siente la humedad de las lágrimas. Al alcance de sus manos: el osito de peluche, el alce de trapo, las veinte pequeñas lechuzas de plástico, el ciempiés de felpa. Toda una eternidad para jugar y esperar a que su madre regrese. La madre del niño está en otro ataúd, a unos cuantos centímetros de distancia, aunque madre e hijo nunca jamás volverán a tocarse. El último recuerdo de la madre es el río donde se aventó de cabeza ocho días después de la muerte del niño. La madre ya no recuerda mis ojos, ni vuelve a escuchar mi voz casi enmudecida pues poco la he usado desde hace años, sólo sé decir palabras toscas, órdenes, frases con muchas eses que suenan a voces de serpiente. Con un cuchillo en la mano, uno puede ahorrarse cientos, miles de palabras. La madre, por fin ha dejado de temblar. Yo tiemblo. Abro los ojos y descubro el terrible lugar donde me pusieron: un ataúd de madera corriente, tablas mal cortadas, clavos chuecos y oxidados. Se puede meter un ciempiés y morderme los pies, las manos, comerse mis ojos. Esta noche lloverá y habrá goteras, agujas de hielo clavándose en mi carne, charcos de aguas metiches que no formarán un río, que jamás podrán llevarse este ataúd a cuestas y me dejarán aquí, en el lodo, en el olvido eterno. En mi casa, el ataúd blanco no está vacío: el gendarme llegó en su motocicleta, solo, con las arenas del sueño acumuladas detrás de los ojos. Pasó por debajo de la cinta de plástico amarillo, subió las escaleras que crujen y entró a mi recámara. Ahora el gendarme duerme en mi ataúd; sueña que está en un blanco buque fantasma: ya recorrió el río, ya llegó al mar y ahora navega por las aguas de la noche, y así seguirá navegando hasta el día del juicio final.

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Estos cuentos han sido cosechados de Máquina de coser palabras , de Juan Yanes.

Ricardo Bernal

 (Ciudad de México, 1962) Cuentista, ajedrecista, astrólogo, maestro de tarot. Ganador de becas y premios literarios. Desde 1992 se dedica a coordinar e impartir diplomados y cursos de literatura fantástica, horror y ciencia ficción. Entre sus libros se encuentran Ciudad de telarañas, Lady Clic, Lucas muere y Torniquete de avestruces.