In memoriam Papá Doc
El zombi esperó que la última claridad del sol se esfumara para lanzarse a las calles de Puerto Príncipe. Vestía gabán hasta el suelo, bufanda, botas y guantes. Aún así sentía frío, por sobre el calor reinante. Ajustó sus lentes oscuros, lo que más intimidaba a la gente. Unas viejas desdentadas se santiguaron, apartándose a su paso.
Buscaba una gallina. Era lo que necesitaba, una gallina a la cual sacrificar para saciar su sed de sangre. El zombi apuró su paso anciano e inseguro, mientras las sombras de la noche sin luz eléctrica lo iban haciendo cada vez menos conspicuo. Faltaba poco para llegar a la gallera donde ya estarían, iluminados por improvisadas teas, los fanáticos de las peleas con su desquiciada algarabía de apostadores.
Donde hay gallos hay gallinas, elucubró el zombi. Y donde hay galleras hay vudú. No se equivocó. Un grupo de mujeres de blanco bailoteaba en un rincón, mientras un sacerdote balbuceaba salmodias, una gallina negra cogida del cuello. Los tambores intensificaron su ritmo. El zombi arrebató la gallina al oficiante, le arrancó de cuajo la cabeza y bebió con avidez le espesa sangre que manaba del muñón.
Saciado, el zombi retornó al palacio de gobierno.
El hotelero de Jacmel
El viejo hotelero se instaló como todas las tardes en el florido y arbolado sendero que llevaba a la playa, premunido de una novela de Tony Hillerman. Allí siempre hacía fresco y la sombra atraía a pájaros y mariposas. Permaneció un par de horas leyendo, sólo interrumpido brevemente por un garzón que le llevó su Tom Collins habitual
Llegó el anochecer y harto de lectura, se entretuvo escuchando el sonido del mar y oliendo el paisaje, en espera de la hora de cenar. Como en un teatro de marionetas vio abajo en la playa, a la escasa luz reinante, a tres personajes que le parecieron pieles rojas que arrastraban a un cuarto y lo golpeaban con leños y puños, hasta que el hombre (o mujer, no distinguía) quedó inerte. Uno sacó un revólver y le pegó dos tiros en la cabeza.
Los indios (si lo eran) miraron hacia todos lados buscando testigos. Lo descubrieron en la semioscuridad. Subieron hasta donde se hallaba y lo suicidaron de un balazo en la sien.
El viejo fue enterrado sin oficio religioso por haberse quitado voluntariamente la vida (el revólver en su mano era prueba contundente), acusado del asesinato de su hijo, presunto contrabandista.
Carne de perro
“Mal negocio ser perro en Haití” expresó el viejo escritor. “Por una parte los odiamos, los hacemos sujeto de proverbios denigrantes; por otra parte no tienen qué comer, los basurales los controlan cerdos y ratas, más aguerridos. Por último, no aguantan el calor. Son macilentos y chicos nuestros perros” remató el anciano, pasándose un palillo de madera por los dientes para sacar un trozo de carne rebelde, atascado entre su canino izquierdo y el incisivo contiguo. “Aunque no son malos del todo” prosiguió. “Toda mi vida he comido pescado o lambi. Esa concha grande que usted conoce. Pero en algunas ocasiones he comido perro. ¿Y usted, amigo?” me preguntó, socarrón. “No he probado” respondí. “Vea allá la piel de Fignolé” me dijo, “un escritor rival, un cabrón, lo detesto. Puse el mismo nombre a mi perro. Lo preparé bien, adobado por varios días para enternecer la carne, cocido con hierbas para quitar el olor a porquería y el feo color pardo. Lo hice por usted, para que supiera lo que es merendar perro”. Me escudriñó, esperando una reacción. “No sabía mal la carne de su perro” repliqué, duro de pelar. “No era del perro, era del escritor” retrucó el viejo.
Los policías canadienses
Lucían todos altos, corpulentos, en óptimo estado físico, los policías canadienses. También ellas, que parecía ser menos de una cuarta parte del destacamento. Bonitas casi todas. Los habían instalado en el Hotel Karibe, en Petionville, situado en un frondoso parque donde alguna vez existió un monasterio. Se acomodaron ruidosamente, sin saludar a nadie.
El primer día estuvieron muy modositos, cenaron y se retiraron. Dos por pieza. A la segunda noche un grupo de hombres se juntó a beber en el bar. Pura conversación y fumadera. Se acostaron pasada media noche. La tercera jornada (un viernes) se decidieron por la juerga, hombres y mujeres, siempre en la zona del bar. Pero en lugar de conversar, pidieron música salsa y bailaron.
La cuarta noche fue la del sexo. Visitas subrepticias, intercambios de piezas, gritos y risotadas. Mucho whisky, jolgorio total, nadie pudo dormir en el hotel. A la quinta noche se empezaron a atacar unos a otros. Por las mujeres, insuficientes. Hubo disparos. Todo gracias al armamento, cada cual era responsable de una bolsa azul donde se adivinaban metralletas, pistolas, granadas y municiones.
Al sexto día se fueron a Gonaives, de lo más modositos. Al parecer no hubo víctimas fatales que lamentar.
King Jesus
Creo que nunca en mi vida había visto un animal tan detestable como ese gringo. Llevaba el pelo completamente rapado, excepto en la coronilla, donde le crecía una horrible mata de pelo, tiesa con alguna pomada que la empujaba hacia adelante, tal una especie de teja. Teñida de rosado, como ala de flamenco. Mostraba ambos brazos tatuados con extrañas figuras abstractas. Se adivinaba que había hecho disimular ciertas imágenes, probablemente neonazis u obscenas. Vestía unos shorts deshilachados y camiseta sin mangas, que resaltaban sus brazos musculosos y sus colosales muslos. Calzaba unas zapatillas sucias. Olía a sudor ácido. En los parietales rapados se había hecho tatuar una leyenda simple y elocuente: KING JESUS. Con letras mayúsculas y en color azul, de un tamaño legible incluso a la distancia. Antes me había fijado que manoseaba un voluminoso libro negro, pringoso, arrugado, seboso y con las páginas dobladas. Llegué a sentirme levemente emocionado: ese punk leía libros. Un lector por estos lugares. ¡Casi un milagro! Me acerqué para leer el título: HOLY BIBLE. Ese animal espantoso, con ojos de toxicómano, olor de cementerio y aspecto de verdugo, era un misionero enviado a salvar almas a Haití. ¡Misteriosos son los designios del Señor!
Bartolomé Leal, escritor chileno, autor de seis novelas negras publicadas y de una docena de cuentos aparecidos en diarios y revistas. Tres de sus novelas, escritas en colaboración, han salido con el heterónimo Mauro Yberra. Linchamiento de negro (1994) fue su primera novela publicada y tiene otra terminada, Blanca de negro, ambas protagonizadas por Tim Tutts, el detective de Nairobi. Morir en la Paz (2003) fue publicada por Ediciones Umbriel, Barcelona, España. La obra fue finalista en el concurso de Novela Negra de la Semana Negra de Gijón. Se trata de un “thriller andino” cuya acción transcurre enteramente en diversos parajes de Bolivia. Traducida al alemán por Edition Köln, Alemania. En el Cusco el rey (2007) es también un “thriller andino”, cuyos sucesos se desarrollan en su mayor parte en el Cusco y el valle del Urubamba, Perú, con episodios en el lago Titicaca y La Paz. Fue publicado en Bolivia por la Editorial Nuevo Milenio.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…