Por Emilio Araya Burgos

–Sí – dijo una de las estatuas, girando escuetamente el cuello, en dirección a su compañera. – Esto pinta para mal. Para algo muy, muy malo.

-Cada vez que ellos hacen ruido, algo malo va a pasar – asintió la otra, con un gesto invisible, que, acaso, únicamente existió en lo profundo de sus anhelos.

-¿Y bien, qué es lo que piensas hacer cuando seas libre?

La estatuilla de factura danesa no respondió. Ni si quiera caviló en vano, buscando alguna tontería inexistente que decir. La libertad no era de esas cosas en las que uno podía pensar  si, como ella, se había nacido gárgola, compañera de la noche sin sombras.

-Está atardeciendo – murmuró el pequeño demonio a su lado, con una mueca de impaciencia coartada bajo el granito. – Pronto podremos movernos a libertad y echar un vistazo allá abajo.

-¿Ah si? ¿Y por qué querría yo mirar lo que ellos están haciendo? Tú mismo lo has dicho. Cada vez que se les ocurre lo que llaman una genialidad, alguno de nosotros la pasa terrible. ¿Ya te olvidaste de lo que le ocurrió al sátiro de la otra torre?

-Los recuerdos suelen estar esculpidos en roca sólida – dijo el monstruo a su flanco derecho, sintiendo que de un momento a otro iba a poder estirar las alas. – Y una gárgola está hecha de piedra, así que, como los elefantes, una gárgola nunca olvida.

‘Lo llevaron a una de esas morgues donde la gente entra y sale todo el día – continuó el demonio, impávido. – A ese lugar donde empastan cadáveres en cera, y les llaman estatuas. ¿Qué harías allí, inmovilizado para siempre, rodeado de puros fiambres? –

-Malaus, amigo mío, creo que le prestas demasiada atención a las leyendas. ¿Cuándo fue la última vez que caminaste por el mundo, en libertad?

-Nunca.

-Los museos no existen. Son un mito.

-¿Ah si? Ya quiero verte cuando vengan los Curadores del Comité de Restauración. Yo los he visto, y créeme que no quieres saber lo que pueden hacerte. –

La gárgola no pudo evitar soltar una larga y aguda carcajada, ahora que podía disponer de su mandíbula a voluntad. Una de las cosas remarcables que había en ser de piedra era que la falta de movimiento lo volvía a uno inerte y marchito; en realidad,  la inmovilidad de pies y manos confería una vasta y acabada sabiduría. De ningún motivo se trataba de algo pernicioso; era una suerte de contemplación mística carente de riesgos y posibles viajes a dimensiones indeseables. Lo curaba a uno del asombro, y eso era todo. Eso bastaba. Ningún ser inanimado creía si quiera, porque la costumbre le borraba de las yemas de los dedos la sensación del mundo tal cual era. Entonces, con las alas atrofiadas, el pequeño insecto de granito quedaba a merced de los hombres, cuyas voraces fauces – como dice la leyenda que él no quiso escuchar, venían y le devoraban las alas, y ponían su busto en un pilar ruinoso, en una galería mortuoria, donde olía a crisantemos y flores de cementerio. Lo peor, sin embargo, de toda aquella miseria, era que un sol artificial le daba en la cara todo el rato, encerrando su vida en un furor alógeno que nunca acababa. La vida en los museos era espantosa, aún para quienes vivían dentro sin si quiera enterarse.

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Emilio E. Araya Burgos

Singular proyecto de escritor de Literatura Fantástica traído al mundo en algún momento del verano de 1987 (con 21 años a la fecha), nacido y criado en Osorno. Cursa sus estudios básicos en el Colegio San Mateo de la misma ciudad, donde fue distinguido por cuatro años consecutivos en el certamen de poesía anual del establecimiento. Actualmente, luego de un breve paso de dos años en la Escuela de Lingüística de la Universidad de Chile, cursa el segundo año de la Licenciatura en Letras Inglesas de la Pontificia Universidad Católica de Chile.  Sus intereses literarios abarcan un abanico diverso que va desde los clásicos mismos, el romanticismo y el gótico hasta las historietas, los juegos de video y los mundos secundarios, la teoría literaria y la lingüística histórica.