Por Cristian Cottet

Uno

Al terminar el pasillo central de la casa de mi padre existía uno de esos muebles que por costumbre o por uso denominamos con el nada original nombre de “librero”.

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Vieja madera cubierta de un sobrio y no siempre renovado barniz, es lo que daba forma a este monumento familiar donde acostumbra su dueño instalar los textos que ya están leídos y, sea por precaución o desconfianza, resguarda de pequeños y furtivos delincuentes que, como yo, hacen de ese espacio el lugar de donde abastecerse de literatura para un verano, por saber lo que el creador lee, o simplemente por curiosidad y desafío. No sé a ciencias ciertas si alguien puede calificar de hurto o robo el asunto, pero lo cierto y demostrable es que en una de mis visitas a esa entrañable casa me hice de la apasionante biografía del Mariscal Rommel, “Con Rommel en el desierto”, escrita por su ayudante de campo Heinz Werner Schmidt.

Envuelto entre el chaleco y una precaria parka fue introducido en mi humanidad el preciado tesoro. Como ha de suponerse, visita corta. Una vez a resguardo de todo tipo de acusadores ojos el preciado libro fue sacado de su escondite y, acto primero y fundacional, acaricié su portada, sus solapas, leí a la carrera, de pié en una esquina no lejana del “lugar de los hechos”, la contraportada, moví algunas hojas, observé las fotografías que siempre acompañan este tipo de biografías (el personaje sobre un “Panzers”, el personaje conversando con sus soldados, el personaje con su esposa e hijo, el personaje en un auto descapotado luciendo su bastón de mariscal, de paso digamos que justamente ésta es una de sus últimas fotografías antes de ser forzado al suicidio). Continué con algunos textos y sin percibirlo desde un comienzo esperar tamaña sorpresa, allí estaba, sola, una mancha sobre las páginas impresas con letras, una imagen salida de la encuadernación y del libro, una imagen marcando algo que aparentemente no representaba nada en particular, sólo estaba allí, luchando contra la transparencia física de no verse desde un comienzo, dando gritos de existencia en medio de mapas y descripciones de lo que fue la campaña de Tobruk. ¿Qué hace aquí una fotografía familiar que en su “pose” representa la performance de un evento matrimonial?

Un centenar de rostros fueron apareciendo en torno a los que (seguro, no podía ser de otra manera) eran los novios. Acerqué la vista, intenté el conocido ejercicio de buscar alguna referencia, romper con este papel que sólo contenía rostros y un par de novios, perseguí una por una las miradas que compartían la pose, esquivé de una pasada las menos cercanas, aquellas que simplemente no me decían ni lo más mínimo de mi vida ni la de otros.

La impaciencia me aleja más y más del momento en que enfrentara lo que podría justificar ese trozo de papel como algo más que “un trozo de papel” y tomarle como una Fotografía.

Lo intento de nuevo, recorro rostros y ojos y aparece, allí está en medio de otros rostros el rostro de mi padre (claro que por lo menos cuarenta años menor). Insisto en la búsqueda y descubro que al finalizar las cabezas y casi al lado de la mi padre hay una mujer que pareciera haber visto antes. Recurro al consabido álbum. Nada. Llamo y visito a mi hermana (que me supera en una decena de años) para mostrarle lo que ya era una Fotografía donde aparecía mi padre. Ella comienza con su fino dedo índice a medio cubrir cada rostro y a nombrar al tío Eduardo, la tía Eliana, el tío Alberto, mi mamá, la tía… ¡Alto! ¿Qué dijiste? ¿Esa que esta a medio mirando la foto es nuestra madre?

Dos

“…la fotografía lleva siempre su referente consigo”, dice Barthes, y encontrado eso que le hace Fotografía junto con perder la cualidad de trozo-de-papel sucede que, “Sea lo que sea lo que ella ofrezca a la vista y sea cual sea la manera empleada, una foto es siempre invisible: no es a ella a quien vemos”. Cierto, en definitiva mirar una foto no es la observación de un trozo de papel, sino la búsqueda de aquello que nos ata a ese trozo de papal. Un matrimonio es un evento que involucra a aquellos que participan de él directa o indirectamente, como instancia temporal queda perdido en una fecha (que por privilegio, enfermedad o conveniencia, olvidamos). No guarda más relevancia que eso. No me interesa lo que sucedió con todos y cada uno de los miembros de esta Fotografía encontrada en un libro obtenido de extraña forma. Allá ellos lo que hicieron de sus vidas, quizás estén vivos (como lo está mi padre), quizás fueron muertos en una riña el mismo día de los festejos. No me interesa. Este trozo de papel de 17,5 por 11,3 centímetros que “contiene” la imagen casi perdida de mi madre sólo cobra valor y sentido por esto. Ella murió a los seis meses de haber dado a luz un hermoso pequeño que quiso se llamara Cristian. Por esto puedo sospechar que esta Fotografía es anterior al año 1955.

Razones sobran para quedarme con ella, cuidarla, iconizarle, instalarla entre los bienes más preciados y dejar que el tiempo siga su carrera sobre el invisible papel denominado Fotografía que lleva la imagen de Alicia.

Vuelvo a escudriñar la Fotografía y descubro que tiene señas, marcas de haber sido arrancada donde se le mantenía fija por medio de algunos aditivos de la época. O bien estaba instalada en un marco, o era parte de un álbum, que para entonces no tenían estos ridículos compartimentos tan pequeños sino que se adherían a enormes hojas de papel de alto gramaje (casi lo que hoy denominaríamos como cartulina) y no era acompañada por más de una docena de otras imágenes. Hoy no, hoy el compartimiento que contiene la fotografía en el álbum no requiere aditivos ya que ésta se introduce en una suerte de contenedor plástico de tal forma que se logra ver dos imágenes al colocarlas de manera contrapuesta, pero el problema para los menesteres que me ocupaban era que esos benditos objetos modernos no poseen el formato para contener mi Fotografía ya que, por el tamaño del papel, no cabe en sus pequeños compartimentos.

Esto que denominamos como álbum fotográfico y que el Diccionario de la Real Academia define, en su primera acepción, como: “Libro en blanco, comúnmente apaisado, y encuadernado con más o menos lujo, cuyas hojas se llenan con breves composiciones literarias, sentencias, máximas, piezas de música, firmas, retratos, etc.”, Rafael Baralt no puede dejar de calificarlo como “calamidad nacida en Alemania” y no por esto deja de ser una complicación ya que, encontrada razones de sobra para resguardar este pequeño papel, me encontré en la situación de que el tamaño de las fotografías no puede superar los 15 por 10,5 centímetros. ¿Dónde instalo, entonces, la Fotografía de mi madre?

Tres

Finalmente la Fotografía quedó, junto a otras de semejante tamaño, en una carpeta recuperada de un evento al cual nunca asistí. Pero, ¿qué fue lo que me sucedió en ese encuentro con el trozo de papel que luego sería una Fotografía?

Barthes logra atrapar este tránsito en dos conceptos de raíz latina, a saber, el studium (inclinación, deseo, afición; celo, aplicación, esfuerzo, empeño; interés; afecto; interés propio); y el punctum (punzada, picadura; punto; instante; voto).

Una inclinación que nos lleva hasta “algo” que (para el que observa) destaca entre sus iguales. Y a la vez, una punzada que arranca de entre las elegidas a la “rara”, la extraña figura contenida. Pero a la vez concentra esa punzada en un aspecto, en un detalle de lo que era diferente.

Por una cuestión de morbosa curiosidad, al encontrarme con el papel entre las páginas de libro no opté por tirarla o simplemente olvidarle en el mismo lugar y continuar con ese juego de “marcar el momento de lectura” con ello. Quizás ese momento, que ciertamente posee ya un encanto lúdico al sospechar que “alguien” reconocible debe estar entre esos rostros, ese instante es el punto de inflexión del studium. Al igual que Barthes, no soy un gustoso de las fotografías como hechos independientes, pero diferentes es el caso si existe un “algo” que me transforme en parte de “su” historia. Allí comienza mi deseo, la aplicación puesta en descubrir la Fotografía, el empeño, el interés por “la historia” y no por el trozo de papel.

De otra parte, no puedo más que reconocer que el definitivo apego, esa “punzada” de que habla Barthes, viene a ser un “yo” diferente, que me lleva a buscar en ese rostro “algo” que me hable de mi, que me cuente qué hace en ese evento matrimonial, que sucede que está tan lejos de todos, que le lleva a instalarse fuera del radio de primera visión e incluso media cubierta por la cabeza de su hermana Eliana. Esa “punzada” me tuvo observando la imagen largo rato. Me llevó a descubrir los problemas de formato en esto de los álbumes. Me hice adicto a esa Fotografía, a observarle cada vez que podía, a preguntarle lo mismo una y otra vez. Al decir de Barthes, la Fotografía me permitió “el acceso de un infra-saber”; me facilitó una secuencia de historias parciales que al reunirlas se expresan como una gran historia donde una mejer, oculta entre un centenar de asistentes a un matrimonio, espera ser vista por su último hijo; espera ser reconocida por ese que puede descubrirla. Ella espera en la Fotografía, que no es más que un trozo de papel que adquiere sentido (la gran historia) una vez que se le devela como parte de “un algo” que está fuera de esa imágen. Siempre es lo mismo: aquello que tenemos es aquello que buscamos.

Se sucedieron un par de años y el “ir-y-venir” de esa punzada fue alejándose y cobrando permanencia el sentimiento de studium que me ha llevado a descubrir nuevos trozos de papel donde el mismo rostro me habla de otras cosas. Parafraseando a Barthes, por gracia del studium dedico cierto tiempo a buscar otras referencias de ese rostro y saboreo cada descubrimiento como si fuera el de esta Fotografía.

Cuatro

Diseñar la portada de un libro no siempre resulta tarea fácil. En esencia se trata de lograr una imagen que cumpla, por lo menos tres objetivos: concitar la atención del esperado lector, alcanzar cierta armonía conceptual con el contenido del texto, y obtener de ésta un objeto-imagen independiente.

Para llegar a este esperado fin deben resolverse un sinfín de detalles que tienen que ver con la tipografía de los textos, la imaginería, colores, distribución en el espacio, etc. No es tarea fácil y no siempre se cumplen todos los requisitos de un “buen diseño de portada”.

Ese es una de mis quehaceres, por lo que la relación con la fotografía viene siendo de una filialidad acotada. Nuevamente debo establecer que por medio del studium mi interés por la fotografía no tiene un milímetro de inocencia, guardo todo tipo de imágenes que pueden llegar a desatar el interés hasta alcanzar cierto punctum que resuelve más de un conflicto.

En el caso que ahora traigo a colación estaba resuelto el tema de la tipografía y el formato, dado que se trata de una “colección” que obliga a sostenerse sobre un referente preestablecido. ¿El nombre del libro? Puedes firmar con mi nombre, novela. Quedaba lo del color y la “imagen”. Busqué, ensayé. Hasta que nuevamente estaba allí, esperando en una carpeta: la Fotografía del matrimonio donde aparece mi madre. No dudé mucho y la instalé sobre un fondo verde. Problema editorial resuelto.

Primero fue ingresarla al ya repetido sistema cibernético por medio de un scaner que transforma la imágen-fotografía-madre en un sofisticado conjunto de códigos que, finalmente le llevan al mágico instante que (comandos más, programas menos) aparece en pantalla con la ingenua semejanza a un programa de televisión. Ya no más papel (aunque aún estaba allí ese trozo de papel mirándome desde un extremo del escritorio), ahora era imagen computacional. Ya no Fotografía. Ahora el centenar de miradas me observaba, sonreía y escrutaba desde el otro lado del trozo de vidrio. A diferencia del papel (que ahora era Fotografía, pero que en verdad era mi madre), si apagaba el computador desaparecía. Y si volvía a prenderlo, nuevamente estaban donde mismo y en igual disposición los ojos y el medio perfil de ella.

Luego el trabajo de terminar el diseño y desde ese mismo sistema computacional “sacar” las películas que servirían para la impresión. En ese momento la imagen-fotografía-bytes-madre que me miraba desde la pantalla, era una transparencia en el estricto sentido de la palabra, un plástico flexible que permitía mirar a través de él. Pero ya no era una transparencia teórica. El cuerpo todo, el evento todo, la “pose”, el instante mínimo de fotógrafo, eran transparencia. Es una materialidad transparente, con mi madre y todo incluida.

“La Fotografía no dice lo que ya no es, sino tan sólo y sin duda alguna lo que ha sido”, diría el mentado escritor. Entonces esta fotografía vuelve a lo que ha sido, sólo transparencia, ¿o acaso la realidad es una puesta en escena con un sólido soporte de fondo? No. La transparencia nos cruza desde los cuatro costados y esa misma transparencia ahora tomaba el infinito lugar que merecía. Tomé la película y a través de ella y “con ella” pude observar que el cielo que me cubría era el cielo que se instalaba en el fondo de los comensales de la fiesta. Ella continuaba mirando, pero ahora con un cielo real de fondo y éramos los dos observando las nubes pasar sobre nuestras cabezas.

El proceso de “impresión offset” obliga a copiar la película en una plancha de metal para, con ella, imprimir. Se instaló la plancha, el papel y en menos de quince minutos comenzaron a aparecer en un extremo de la máquina offset miles de rostros de mi madre. Una y otra vez la máquina impresora expulsaba los mismos rostros, la misma mirada, la igual sonrisa de ella desde el fondo. Proceso idéntico para las invitaciones al acto de presentación pública del libro. Proceso idéntico para los “marca-páginas”, objetos que sirven para indicar dónde se ha quedado en la lectura y que era el lugar donde encontré (¿?) un trozo de papel que luego sería una Fotografía y luego mi madre mirándome de lejos.

¿Quién dijo que la vida no termina donde ha comenzado?

Cinco

A diferencia de Barthes yo he optado por mostrar la foto de mi madre. No sé a ciencias ciertas qué me llevó a hacer de ella parte de un objeto de consumo, a exponerla al “manoseo”, a la peligrosa, perturbadora y fetichista mirada de “quién sabe quién”. Ella puede haber transcurrido otros miles de días atrapada en la fantasmagórica vida de Rommel de no ser por mi fortuito encuentro (y cierto, por mi desesperada aprehensión por los libros). También pudo quedar en la carpeta-álbum que tanto trabajo dio encontrarle.

A pesar de eso, opté por exponerla y con ello exponer buena parte de lo que buscado desde niño. Ya no está instalada en la transparencia. Ya no guarda alguna pregunta desde la última fila sólo para mi. Hoy está en más de mil portadas, en más de mil marcapáginas en medio millar de invitaciones, en las vitrinas de algunas librerías… ¿Será acaso su mirada de medio perfil la que cautive y vuelva, ahora en otras manos, a la transparencia de una nueva conquista? De ser así la referencia de que habla Barthes será sólo punctum latente, objeto de deseo, anhelo de posesión. Habrá quien invente su personal referencia (incluso puede darse que ante tal cantidad de personas “fotografiadas”, no falte quien busque su propia referencia familiar, pasando por alto la que me hizo seguir este camino).

De todas formas, ya no puedo cambiar lo que está hecho. “La foto es literalmente una emanación del referente” y ahora es la referencia perdida en la masividad lo que me lleva al original, a la primera que sólo le diferencia del resto la calidad de su soporte invisible. He vuelto a ella, a observarla, a decirme que “esa es la real”. Pero no. Tanto ella como yo nos hemos expuestos a la morbosa mirada de otros ojos, de otra punzada, de otro punctum que hará de esa portada, de ese marcapáginas y de esa invitación su propia transparencia y así entrar de lleno, como yo y como todo aquel que observa una Fotografía, a vivir el minúsculo instante que la pose y un autoritario obturador transformó ese centenar de vidas en una Fotografía para el recuerdo. Comenzarán miles de historias nuevas ya que, en estricta verdad, la Fotografía no es para el recuerdo, sino para vivir nuevamente ese tiempo perdido en la memoria de los que la integran.

Seis

Post-scribo.

Es sábado y leo la Revista de Libros de El Mercurio. En la página 3, en su extremo inferior derecho se reproduce la portada del libro Puedes firmar con mi nombre, que ameniza una columna de crítica literaria.

Me invade el terror. Serán ahora cientos de miles aquellos que atraviesen la transparencia de este día y correrán de mano-en-mano los ojos que en un comienzo sólo me observaban.

Ya no existe posibilidad para el retorno.