Edmundo Moure

“…Negra sombra que me asombra” (Rosalía)

“Siempre ella, silenciosa, como la gran mirada

de Dios sobre mí; siempre su azahar sobre mi casa…” (Gabriela)

 Hasta ahora no hay indicios que Gabriela Mistral haya accedido a la obra poética de Rosalía de Castro, aun cuando Juana de Ibarbouru y Alfonsina Storni conocieran su poesía esencial; también Victoria Ocampo, con quien Gabriela mantuvo asidua correspondencia… No obstante, hay similitudes notables en el estro vital y estético de las dos grandes creadoras, al punto de que sus obras cotejadas nos aportan claves de acercamiento significativas. El denominador común de ambas –me atrevo a decir- es la desolación, desamparo del ser ante el mundo, sin paliativos; me atrevería a decir, sin esperanza, salvo aquella fuerza interior que la sensibilidad estética y emocional canaliza en aras de la creatividad, en este caso, lingüística, en auténtico desgarramiento de la palabra, para que ésta quede temblando o fulgurando en sucesivas impotencias, cárcel patética del sentimiento que las desborda.

                Rosalía casó a temprana edad con el historiador gallego Manuel Murguía, con quien tuvo cinco hijos… Hay versiones encontradas de su matrimonio; para unos, la poetisa fue apoyada e incentivada por el marido en su actividad creadora; para otros, el esposo habría ejercido una actitud en extremo autoritaria, celoso del genio poético de Rosalía. Estas contradicciones no podrán ya ser desveladas, pero la obra rosaliana contiene claves que constituyen un desafío no resuelto para indagar en su mundo afectivo, en sus amores truncados –que los tuvo, sin duda-, y le cerraron puertas y ventanas a una felicidad que anheló hasta el fin de sus días, hasta cuando le pide a Gala, a punto de dar el paso postrero: “Abre la ventana que quiero ver el mar…”

                Rosalía fallece el 15 de julio de 1885. Habiendo sido negada en vida por los poderes sociales y políticos de su tiempo, por su condición de hija “ilegítima”, así como por su poesía denunciadora de las miserias de su pueblo, sobre todo de la marginación de la mujer gallega, su funeral fue dirigido y “oficializado” por quienes la menospreciaron de manera flagrante.

                Quizá vibraban en la memoria colectiva de su pueblo esos breves versos suyos que dicen más que un tratado sociológico:

                                Daqueles que cantan ás pombas e as froles/ todos din que teñen alma de muller/ I eu, que non ás canto, alma de qué a terei?

                                (De aquellos que cantan a las palomas y a las flores/todos dicen que tienen almea de mujer/ Y yo, que no canto esos tópicos/ alma de qué tendré…)

                Al iniciarse la ceremonia fúnebre, el poeta Manuel Curros Enríquez, rebelde y anticlerical, es impedido de pronunciar un discurso. Como alternativa, insiste en declamar un poema. Se le acepta, pensando quizá en la ineficacia contestataria de la poesía. Curros sube al estrado y con su potente voz de bardo canta:

                                Del mar por la orilla la miré pasar

         En la frente una estrella

                                En los labios un cantar…

                                Y la vi tan sola en la noche infinita

                                Que entonces recé por la pobre loca

                                Yo que no tengo quien rece por mí.

 

                                La musa de los pueblos que yo vi pasar,

                                Comida por los lobos, devorada murió.

                                Los huesos son de ella, que vais a enterrar…

                                Ay de los que llevan en la frente una estrella,

                                Ay de los que llevan en los labios un cantar.

                                                 

                De la infancia de Gabriela se recogen testimonios contrapuestos y desvaídos en el tiempo. Habría sido abusada por su padrastro, hecho que influiría, definitivamente, en su comportamiento afectivo con los hombres. Se ha especulado, asimismo, de supuestas inclinaciones lesbianas con sus asistentas y secretarias. Del sobrino que adoptó, Yin Yin, se ha dicho que fue hijo carnal de un amorío secreto… Pero el morbo sensacionalista         da para todo, menos para un análisis lúcido de su obra a la luz de una existencia atormentada, que iba a ensombrecerse aún más con el suicidio del sobrino adolescente.

                Una década después de la partida de Gabriela nos enteramos de sus encendidas cartas de amor con el poeta Manuel Magallanes Moure, en furtiva y clandestina relación que, según amigos y conocidos cercanos, no habría llegado a su culminación carnal, aunque el fuego de las palabras y de las imágenes epistolares sugiera una pasión desbocada de alma y cuerpo. La poeta escribió al respecto versos significativos:

                                                                Él pasó con otra;

                                                                yo le vi pasar.

                                                                Siempre dulce el viento

                                                                y el camino en paz.

 

                                                                ¡Y estos ojos míseros

                                                                le vieron pasar!