La Marcha Radetzky

Por Juan Yanes

 Mi abuelo Eulogio tenía un gramófono y unos ojos negros como piedras de azabache. El gramófono estaba dentro de un mueble muy bonito de madera labrada, los ojos de azabache del abuelo estaban donde tenían que estar, en su cara. Mi abuela Rosaura, decía que los ojos azabache de mi abuelo eran tristes y que miraban siempre para otro lado.

El mueble del gramófono era bastante más alto que yo y que mi hermano, que era dos palmos más alto que yo. O sea, que el mueble era altísimo y estaba colocado a la entrada de la casa. Nunca vimos a nadie utilizarlo, los únicos enamorados de aquella máquina parlante éramos nosotros y el abuelo.  Teníamos un interés ilimitado por todo lo que tuviera tornillos y se moviera. Para poder ponerlo en marcha teníamos que pedir permisos diversos en los diferentes estamentos que había en la casa. Primero le preguntábamos a mi tía Petra, que era una especie de cabo furriel al mando de un pelotón de mujeres, enfurecida siempre contra el polvo, la suciedad y los miasmas. Nunca llegamos a ver un miasma, pero nos imaginábamos cosas terribles que vomitaban efluvios malignos. Invariablemente, mi tía, decía: ¿El gramófono?, si es por mí, ese cacharro lo pueden botar ahora mismito a la calle. Es un trasto inservible. Y añadía, la música no puede salir de un armatoste, la música sólo puede salir de los instrumentos. Pídanle permiso a la abuela. Corríamos a ver a la abuela. La abuela Rosaura nos contaba la historia de cómo había sido adquirido el aparato en 1915. ¿En 1915? Sí, en 1915 y gracias a los buenos oficios del dueño de un establecimiento de absenta que se beneficiaba de la prohibición de ‘El Hada Verde’ en Francia y en la Confederación Helvética. Todos los borrachos del mundo, venía aquí… Esperábamos un tiempo prudencial y después que oíamos lo de la Confederación Helvética, la conminábamos a que nos diera permiso para utilizar el gramófono. ¡Ah!, decía, eso es cosa del tarambana de vuestro abuelo. Entonces salíamos pitando a buscar al abuelo Eulogio que, según la abuela, estaría emboscado en el sitio más inverosímil de la casa, para hacerse el loco. Pero nosotros sabíamos que estaba en la azotea cuidando sus palomas mensajeras. Después de la Gran Guerra todas las casas deberían tener palomas mensajeras, decía, y esa, estoy seguro, era la quintaesencia de sus convicciones políticas. ¡Abuelo!, ¿podemos escuchar el gramófono? ¿El gramófono? ¡Claro, claro, el gramófono! Cuando escuchaba la palabra “gramófono”, era como si de pronto se acordara que tenía uno en su casa, como si se lo acabaran de regalar. Se entusiasmaba y se olvidaba de las palomas mensajeras por un rato. ¡El gramófono, el gramófono! Y salíamos corriendo, escaleras abajo, tarareando estruendosamente la Marcha Radetzky, dando grandes zancadas y moviendo los brazos de manera exagerada como si hiciéramos la parodia de un desfile militar, precedidos por el abuelo. Cuando llegábamos delante aquella prodigiosa máquina antediluviana, ponía dos sillas a ambos lados de la consola donde nos subíamos, mi hermano en una y yo en otra. Yo era el encargado de accionar la manivela que movía el plato donde se colocaba el disco porque, según el abuelo, tenía buen pulso y sentido del ritmo, esencial para la música y mi hermano se encargaba de colocar el disco, el brazo articulado que terminaba en una aguja de acero y el enorme altavoz en forma de cornucopia, porque, según el abuelo, tenía un sentido extremo del orden, también esencial para la música. Entonces abría las puertas del mueble y sacaba un grueso y pesado disco de baquelita, le quitaba el forro de cartón, se lo daba a mi hermano, cerraba los ojos y decía: En primer lugar, escucharemos hoy la inigualable aria del maestro Gaetano Donizetti, Una furtiva lacrima, perteneciente a su ópera, El elixir de amor. Mi hermano procedía a colocar el disco y cuando estaba a punto de poner la aguja sobre él, me hacía una señal con la cabeza. Yo empezaba a mover, pausadamente, la manivela. El disco carraspeaba hasta que empezaban los primeros compases de la orquesta. Mi abuelo continuaba con los ojos cerrados y ya no los volvía a abrir. Gesticulaba con los brazos abiertos, moviendo los labios, como si él fuera el mismísimo Enrico Caruso, hasta llegar al, Si può morir —hacía un silencio teatral, y seguía— Si può morir d’amor! Mi hermano y yo nos mirábamos emocionados y aplaudíamos. Mi abuelo, abría entonces los ojos negros más tristes del mundo, aunque fueran de color azabache, y nos dirigía una profunda reverencia con una mano en el pecho y otra en la espalda.

En: Máquina de coser palabras