Por Abraham Prudencio Sánchez (Perú)

Quién pudo haberlo, por lo menos, imaginado. Los pocos que quedaron luego expresarían que lo vieron en sus pesadillas, otros en sus visiones, en las aves negras, en el cielo extraño pero ninguno pudo descifrar certeramente esos mensajes.

Mientras tratábamos de buscar una explicación de lo que realmente estaba sucediendo un silencio total se apoderó del lugar, la gente levantó  la mirada  ansiosamente, todos, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, mirábamos hacia el horizonte tratando de buscar una explicación, pero no logramos percibir nada aún cuando presentíamos que algo gigantesco se estaba dando. Durante ese instante de zozobra no se movió nada, los animales y las plantas también permanecieron estáticas, tras el silencio prosiguió un sonido como llegado de los cuatro cuadrantes y luego un temblor abrupto que se extendió de extremo a extremo causó los primeros destrozos, todo empezó a desprenderse, el mundo se sacudió como si tratara de hacerse añicos.

Empezamos a correr hacia todas las direcciones, tratamos de huir de la muerte pero muchos morían en el intento, la muerte se los llevaba con el rostro lleno de espanto. Las enormes edificaciones hechas de barro y madera se desprendieron con mucha facilidad, las calles estrechas y empedradas se convirtieron en una trampa mortal, la gente salía despavorida, clamaban a Dios una y otra vez pero Dios ya no tenía tiempo para escucharlos, iban de un lugar a otro tratando vanamente de huir del mundo, querían escapar de la muerte pero la muerte estaba allí imperecedera y total, imploraban y lloraban, el final estaba cerca y el hecho mismo de sabernos muertos dentro de breves instantes nos desesperaba. Las casas antiguas seguían desmoronándose con todos sus habitantes dentro, el suelo se abría, la gente seguía muriendo, los heridos buscaban salvarse como sea, apenas podían mantenerse en pie.

En esos minutos eternos de gran desesperación sólo deseábamos el fin de la tortura aunque sabíamos que las cosas ya no volverían a ser las mismas, bastaba levantar la mirada para saber que la ruina se manifestaba en su máxima expresión, en medio de ese ruido intenso de llanto y destrucción sobrevino otro de gran potencia proveniente de las alturas, a cientos de  metros, fue algo tan grande que quienes lo vimos creímos que el mundo había llegado a su fin, así corriéramos ya no tendríamos salvación, los que sólo oyeron esa explosión hubieran deseado verlo para esperar la muerte con dignidad, la desesperación iba en aumento, a pesar que el terremoto continuaba y las casas seguían desprendiéndose ese sonido retumbante que parecía lejano se escuchaba cada vez más cerca, su proximidad era inminente, en medio de la realidad y destrucción aquello que se produjo minutos antes  por fin se pudo ver en toda su dimensión: un bloque enorme  de la parte norte del nevado Huascarán se había desprendido, una avalancha de lodo, piedras y árboles se aproximaba con una velocidad sin límites, como queriendo terminar con todo de una vez.

Esa tarde de domingo muchos creímos que lo narrado por el apóstol San Juan se estaba dando en ese momento, sería imposible huir una vez más, ya no había otra oportunidad, esa ola gigantesca de más de 40 metros simplemente acabaría con todo. Como si fuera poco la tierra seguía temblando, muchos recién en ese momento supimos el verdadero valor de la vida pero ya era tarde. Lloraban, imploraban, en el fondo el hecho de correr y tratar de huir sólo era algo instintivo, el cuerpo actuaba como una máquina porque la voluntad ya estaba resignada, en medio de tanto dolor sólo quedaba elevar plegarias una y otra vez, pero la muerte implacable continuaba con su destrucción, muchos abrigaban la esperanza de que toda esa gigantesca avalancha pasara por otro lado pero bastó sólo una porción  para que esa masa destructora entierre por completo a toda la población.

Cuando volví a ver hacia Yungay éste había desaparecido con sus más de 25 mil habitantes, de pronto todos esos gritos cesaron de golpe, no oí nada durante eternos minutos, de ser un lugar floreciente pasó a escombros y de escombros a nada, prácticamente ese lugar había sido borrado del mapa. En un abrir y cerrar de ojos la muerte se había llevado a miles.

¿Dónde estaba Dios en ese momento? si existía, ¿por qué lo del Huascarán? ¿Qué mal tan grande habíamos cometido  para recibir tamaña desgracia? quizá no era ningún castigo de Dios  porque este simplemente no existía y todo no obedecía sino a los desórdenes de la naturaleza, quién iba a saberlo, pero ya era muy tarde para ponerse a pensar, el cielo se cubrió con un manto negro, nada se había salvado, en ese desorden la gente trató de huir hacia donde no llegara el aluvión, pero el lodo, como la maldición, llegaba donde sea.

Los que pudimos refugiarnos en las alturas del cementerio comprendimos cuán fácil era pasar de vivos a muertos, simplemente era algo para no creer, hacía tan sólo unas horas ese lugar parecía eterno y en ese momento no quedaba nada, había sido borrado del mapa por completo, sólo la punta de las cuatro palmeras que rodeaban la plaza se distinguían apenas como una señal de lo que existió en un tiempo ahora ya lejano. Nosotros continuamos allí en el cementerio sin alcanzar a comprender nada, no pasábamos de las tres docenas los sobrevivientes, pues los muros infranqueables impidieron el ingreso de muchos otros, felizmente la  avalancha sólo había llegado hasta los primeros niveles. En ese momento sentí algo duro y pesado en la cabeza, perdí la memoria y el equilibrio, desde ese momento dejé de desesperarme, ya no importaba el futuro; las nubes de polvo habían oscurecido el lugar por completo, se tornó difícil respirar y mirar.

Los murmullos se multiplicaban cada vez más, las voces y rumores venían de todas partes pero yo no alcanzaba a ver nada, cuando estuve mirando al vacío escuché la voz melodiosa de mi hermana, corrí para saludarla y llorar nuestras penas pero no había nadie por esa parte, traté de conversar con los otros pero fue en vano, no me prestaban atención, cuando me disponía a calmar algunos de esos llantos desconsolados escuché la voz de mi madre que me llamaba, desesperadamente corrí a tropezones, la busqué en medio de la oscuridad pero igualmente fue en vano, sentía que en ese lugar había un montón de gente, los podía sentir pero parecía que estuviéramos en laberintos tratando vanamente de encontrarnos. Aún no lograba superar el espanto de lo sucedido, en medio del susurro se escuchaba a lo lejos el aullido desconsolado de los perros.

No sé cuánto tiempo después, cansado de pensar y llorar, como si sólo esa parte se aclarara, vi por entre los cerros y árboles una fila interminable de personas que caminaban despacio y con la mirada vacía siempre atrás, se abrían camino por medio de la luz de las velas, quise ir tras ellos, pero mi cuerpo me pesaba mucho, me alegré por un momento, al fin y al cabo la tragedia no había sido tan terrible, pensé que todos habían muerto pero allí estaban ellos abriéndose paso. Cansado, busqué un lugar donde inclinar mi cabeza, cuando estuve por caer vencido por el sueño de uno de los nichos destruidos salió un joven flaco quien entreabriendo los ojos con desgano como si hubiera estado durmiendo durante mucho tiempo, me dijo:

-No te quedes allí, entra a mi aposento, sobrado alcanzamos los dos.

-¿No crees que te incomode?

-Para nada; los vecinos están haciendo lo mismo, además sólo será por hoy, mañana ya verás.

-Gracias hermano.

-No agradezcas mucho, ya era hora de conocer gente nueva, ya van más de 8 años y 3 meses metido en esta pocilga, pero ahora descansemos, ya mañana me contarás cómo has muerto.

-¿Muerto yo…? Cómo…Todavía no he muerto…

– Es difícil aceptarlo pero ya habrá tiempo para discutir eso, por ahora descansa, se te ve fatigado y sangras por todas partes.

Quiso decirle que no estaba muerto pero el cansancio le ganaba, sólo quería dormir. Los murmullos, en medio de la nada  y desolación, se multiplicaban, sólo los perros se hacían notar, aullaban de pena y de miedo como si estuvieran en una ciudad llena de muertos.

*Abraham Prudencio Sánchez  nació en Ancash, Perú, en 1979. Es Licenciado en Literatura Peruana y Latinoamericana por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha publicado  La vida no vale nada (relatos, 2005), El día de mi suerte (novela, 2006) Del mismo modo ha traducido y prologado a Paul Verlaine, Julien Gracq y Marguerite Duras. Actualmente sigue estudios de Maestría en París.