Lobos
Esta lógica de la eternidad de la especie es tan convincente como la inercia grandiosa, inconmensurable de la vida.
Los ojos verdes Marguerite Duras
He soñado con lobos. En la permanente noche del bosque helado ellos saben qué hacer, a dónde dirigirse, aunque finjan errar de montaña en montaña, desorientados, en busca de alimento.
Se trata de un desconcierto para ellos mismos, una búsqueda arbitraria donde quizás alguna vez, hace miles de años, primaba más el juego que la supervivencia. Entonces, caminan incansables por el bosque elegido, en esa noche que los convierte siempre en poderosas bestias de largo y frondoso pelaje y en cuyos hocicos y cuellos permanece invariable la huella de sangre del animal cazado, que, antes de morir, en el momento agónico, dejó sus débiles huellas estampadas en el suelo de hojas, señal que sus ojos miraron con amor a aquel que le enterró los colmillos, asfixiándolo lentamente. La disputa comienza aquí, entre los machos más viejos y alguna hembra más astuta y veloz que éstos. A los jóvenes les tocará sólo lamer los tejidos de los huesos.
He soñado con la manada. Soy una hembra y acepto las coordenadas que me impone la vida, aunque a veces huya del grupo para refugiarme en la cueva donde habitó una pareja humana.
El espacio es oscuro y húmedo; allí antes hubo luz y calor: restos de madera quemada, olor penetrante de grasa asada y de orines. Cuando el sol se filtra por las grietas, en una pared muy lisa, aparezco yo dibujada con tierra de colores y carbón. También hay otros lobos que no conozco: atrapados, presos, muertos y desollados.
Aparte de los restos de fuego, lo único que hay allí es una gran piel negra y blanca, devastada por los años. Una piel de lobo. Y ahí me recuesto, Duermo por un tiempo ilimitado, soñando que corro por praderas amarillas, por el simple placer de correr, sin objetivo, sin presa que perseguir. Sólo correr con el sol entibiando mi lomo, hacia ninguna parte. Si alguien me viera soñando, podría percibir los estertores de mis patas, el tiritar de los párpados y un colmillo asomado entre el belfo, relajado, huérfano, canal único de la saliva.
No quisiera despertar porque siento frío. Abro un ojo, me cuesta enfocar, puedo distinguir las tonalidades del negro y del gris; más allá la luminosidad me ciega. Gimo, es lo que sé hacer, pido ayuda gimiendo y emitiendo gruñidos agudos. El pelo que cubre mi cuerpo ya no está y me molestan dos protuberancias que aparecen debajo del esternón.
Me incorporo asustada. El frío se hace intolerable, pero una nueva sensación, hasta ahora desconocida, me obliga a olvidar el aire gélido:
Por primera vez tengo conciencia de mi desnudez.
Agua sale de mis ojos.
Escucho los aullidos del macho plateado. Me busca. Pronto llegará hasta aquí, junto a los demás. Mi instinto dice que debo huir a las planicies, al asentamiento humano. Ahora no le temo al fuego. Es mi ventaja con respecto al grupo. Sé que seré perseguida, pero mi olor ya no es el mismo. El humo y las llamas los harán retroceder, mientras yo seguiré avanzando, corriendo, trepando viejos árboles para diferenciar mi mirada de la de ellos. El enfrentamiento se producirá sin remedio. Querrán de mí lo que siempre quisieron: mi carne, la sangre que habita en cada vena y arteria. Yo querré de ellos piel y corazón: abrigo y fuerza.
El macho plateado recorre mi territorio, no ingresa en el círculo, se mantiene al borde, oliendo y aullando. Vigila mis pasos. Los demás esperan a una distancia prudente, se cobijan del frío cavando grandes hoyos en la tierra congelada. Varios cachorros han sido despedazados por falta de otros animales. Han desaparecido las liebres cojas, los ciervos enfermos. Como si supieran que estoy siendo más loba que los lobos, entrometiéndome en la raza que más aniquila, sin compasión por la naturaleza que la rodea. Sin embargo, no soy ni la una ni la otra, acepto esta condición de soledad porque no tengo alternativa. El macho plateado me muestra todos sus colmillos de una sola vez, sus ojos brillan de ferocidad ante la traición que él considera mía. Mi sumisión repentina lo desarma. Me echo al suelo con las orejas gachas, fingiendo ser loba dispuesta a un apareamiento fuera de época. Me revuelco despacio, alerta ante cualquier ataque; después, con el vértigo que no me abandona, vuelvo a pararme y lo miro fijamente. De mi garganta nace un grito que hace que los pájaros vuelen despavoridos, desordenando el impecable espacio del bosque. Él nota la diferencia agachando las ancas y retrocediendo…
Desaparecerá en el bosque, sus huellas se borrarán, su olor se confundirá con otros; ante el peligro de un incendio destructor, él emigrará en silencio. Ahora sé que está y no está yque su lejanía es su escudo de protección. Es lo mejor que podría haber hecho. Un estratega, si duda alguna.
Arbeluc
He soñado con la lectura de El Principito. Estamos en una cama de sábanas revueltas, un hueco de pelos y ropa interior; retozamos ahí, ajenos a los ruidos de la ciudad, al calor de esas calles que no nos reconocen como transeúntes; estamos desnudos, inermes, conmovidos. Participamos de un acto que siempre se transforma.
Cuando él comienza el capítulo del zorro, estoy quieta. Escucho su voz suave arriba de mi sonrisa. Veo su boca moverse y la historia se desarrolla sin sobresaltos. A él lo comparo con el zorro: ambos depredadores y bellos. Me siento como sentiría la rosa, por unos segundos pierdo conciencia y, en ese estado de natural desnudez, creo percibir mi propio aroma de rosa, creo ser la carnalidad de la rosa. Un pétalo unido a otro, en capas de fragancia. Sin embargo, al abrir los ojos, él es verbo y vuelvo a ser la que era antes de la lectura: una mujer de pechos duros, modelados por su lengua. Una amante que luce sus atributos frente al espejo; una mujer sin nombre que orina en la ducha, recordando cómo él tocó su piel y la convirtió en historia.
Desde ese momento, la muerte podría arrodillarse a mis pies y yo no la reconocería. La vería como una de las tantas caras que el amor puede tener, o la vería con ojos inocentes, ingenuos. Así, ella optaría por olvidarse de que es muerte y memoria maldita.
Pero la muerte puede volver en cualquier instante y arrebatarnos el tesoro que poseemos: un pliegue de imagen retocado con la sepia de la pasión. A veces, juego a estar muerta y me escondo entre las sábanas, formando una pirámide de género floreado, un poco traslúcido, que permite que la luz entre tímida y en forma de pelusas. Al juego se une él, codiciando mi silencio, husmeando el olor del amor encerrado. Una sola caricia bastará para que reviva y me deslice. Y si él se acerca más, si él me besa los labios con humedad de lágrimas, enredaré mis piernas con las suyas, arquearé mis caderas intentando ser él, querré estar cobijada en su corazón, lamiendo esas heridas que tan bien oculta.
Me levanto, y no quisiera vestirme y salir en múltiples despedidas. Él teme que desaparezca, que la historia se repita una y otra vez hasta que de mí no quede nada: Arbeluc de agua, espejismo y agon.
Imagen: Alejandro Gelaz
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Lobos y Arbeluc pertenecen al cuento Las praderas amarillas.
Lilian Elphick (Santiago de Chile)
Ha publicado La última canción de Maggie Alcázar (Cuentos, Mosquito, 1990), El otro afuera (Cuentos, Cuarto Propio, 2002) y Ojo Travieso (Microcuentos, Mosquito, 1990).
Mantiene el blog “Ojo Travieso”
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…