Por Rolando Rojo

Algunos alumnos de la Carrera de Periodismo me confiesan la intención de ser, además de periodistas, escritores. Me piden consejos para escribir un cuento. Me muestran trabajos personales con la esperanza de obtener una opinión  benévola. “Quiero escribir cuentos”.

Dicen. Y este “quiero”, encierra, por cierto, múltiples significados. Para algunos representa la entrada al mundo del éxito literario: amistades, viajes y hasta, dinero. Para otros, ser escritor les parece acreditar patente de intelectual y, en consecuencia, anzuelo para conquistas laborales y/o amorosas. No pocos se sienten artistas y con ello, individuos selectos, egregios, minoritarios. Muy pocos, tienen el real deseo de escribir un cuento. Solo eso. Escribir sin la necesidad de ser reconocidos, alabados, premiados. Acaso, sin ser publicados. Escribir un cuento porque la literatura se  ha convertido en su principal preocupación, en su motivación central, en la actividad prioritaria de sus vidas. Estos son los que leen permanentemente, los que están al tanto de las novedades literarias, los que asisten a lanzamientos de libros, charlas, conferencias, simposios donde se debate el tema. Persiguen revistas, folletos y suplementos  sobre la materia de su interés. Conocen la vida y obra de autores que han transformado en sus guías, mentores o maestros.

Frente a tal diversidad de intereses, sólo queda recomendar lo que, desde tiempos inmemoriales, han prescrito los maestros de la literatura: leer. Leer siempre. Leer mucho. Dedicar  tiempo a pensar, a maravillarse con la lectura, a observar cómo lo hacen  los talentosos, copiar incluso. Esto último puede sonar a irreverencia, pero no lo es, Muchos estilos  se formaron copiando a los maestros, para luego negarlos tres veces como Pedro  e iniciar un camino nuevo. Además, si nos atenemos a la semiótica y a la lingüística, “un texto siempre es otros textos”. Inserción de unos en otros, parodia, inmersión en códigos asentados por una cultura. La originalidad creadora, “el yo autor”, está hoy maltrecha. Transcurren por quien escribe conglomerados discursivos, áreas de comportamiento idiomático, inserción en el tejido cultural que los produce.

Otra recomendación: ser perseverantes, constantes, inclaudicables. Ejercer la crítica y, sobre todo, la autocrítica. Romper mucho, tarjar mucho, reescribir mucho. Escribir sin soñar con el triunfo ni con la publicación exitosa. No apresurarse ni desmoralizarse. Considerar estúpido el deseo de publicar cualquier cosa. Vigilar los progresos.

Si estas opiniones sanas y sabias no bastaren, entonces hago un esquema por donde pasa la trayectoria de un escritor impaciente. Para que no creen falsas ilusiones las cronometro teóricamente. (Bien sabemos que hay excepciones. Sobre todo en materia literaria.. Muchos y buenos escritores empezaron a escribir avanzada edad)

La Primera Etapa cubre la adolescencia y, a veces, la niñez (Cortázar confiesa que su primera novela la escribió a los nueve años y, a los doce, escribía poemas de amor a una compañera de colegio. Es el caso de Neruda y de Borges. Niños genios) está constreñida a contar una historia. El escritor incipiente busca temas. Su preocupación central es encontrar, lo que para él,  es una buena historia: original, seductora, atrayente, para luego, contarla lo más fielmente posible. Es la etapa de la atracción por la aventura. A veces, libresca, a veces ficticia, aunque la mayor ambición es contar aventuras que le ocurrieron al propio autor o de las cuales fue testigo. Las siente más auténticas, más verosímiles, desconoce aún el aserto aristotélico: “Vale más un verosímil imposible que un posible inverosímil”. Es la etapa, además, en que nuestro escritor cree tener un dominio absoluto sobre el sentido del texto. Puede explicar lo confuso: “lo que quise decir  fue que…” Su texto lo siente como algo propio, por ello lo defiende con frases rotundas: “Ustedes no entendieron lo que quise decir…” Uno de los argumentos favoritos es decir que las cosas que cuenta ocurrieron así efectivamente. “No puedo tergiversar los hechos porque así fue como ocurrieron…” Son relatos a caballo entre el cuento y la anécdota, entre la ficción y la historia. También es la etapa en que el escritor en cierne, utiliza un lenguaje profuso y hasta críptico, plagado de préstamos del diccionario o hinchado con el hechizo que ejercen sobre él sus maestros o modelos. Borges señala sobre sus primeros escritos: “Empecé a escribir con un estilo amanerado y barroco. Creo que me sucedía lo que a muchos escritores jóvenes. Por pura timidez creía que si empleaba un lenguaje sencillo , la gente sospecharía que no sabía escribir y así, me sentía obligado a demostrar que conocía innumerables palabras  raras y que era capaz de combinarlas de manera sorprendente”.

En general, se puede decir que las primeras producciones del joven escritor la constituyen historias melodramáticas o sentimentales. Adosadas con tanto detalle insignificante que resultan recargadas y de escaso valor literario. El autor no advierte los errores, porque conoce de antemano, la intención o sentido de su obra. Es fácil  que crea que dice más  de lo que en realidad expresa. Por ejemplo, como ilustra John Gardner en su texto: “Para ser Novelista”, puede imaginar que:  “el bulto  que se nota en el abrigo de su personaje femenino indica que lleva un arma”. Pero el lector que ignora lo que imagina el autor. Traduce que la mujer está embarazada”.

La segunda etapa se inicia cuando el joven escritor empieza sospechar  que un buen relato no descansa, exclusivamente, en la calidad del tema, en su originalidad ni en su veracidad, sino en la forma en que ese tema es tratado. Entonces comienza el interés por el lenguaje. Cortázar resume bien esta etapa: “En todo gran estilo, el lenguaje cesa de ser un vehículo para la expresión de ideas y sentimientos, y accede a ese estado límite en que ya no cuenta como mero lenguaje, porque todo él es presencia de lo expresado…Lo que se cuenta en una historia debe indicar por sí mismo quien habla, a qué distancia, desde qué perspectiva y según el modo del discurso. La obra no se define tanto por los elementos de la fábula o su ordenación, como por los modos de la ficción , indicados tangencialmente por el enunciado mismo de la fábula”.

Ha llegado el momento de buscar  una voz desprovista de falsetes, una voz auténtica, un lenguaje que encarne, sin mixtificaciones, a los personajes. La narración empieza a hablar por sí misma, desde adentro, procurando encontrar el lenguaje que mejor convenga a sus intenciones. El tema deja de ser lo esencial. Borges ha insistido tanto en esto que ha llegado a afirmar que nada nuevo se ha dicho, que todo cuanto  él ha escrito se hallaba ya escrito  en otras literaturas: “Se escribió antes, de igual forma que el “Quijote” se hallaba escrito antes de Pierre Menard”. Para el escritor argentino  “Una literatura difiere de otra, anterior o posterior, no tanto a causa de los textos (contenido)  cuanto por la forma en que se lee. Los ingredientes no cambian –Dice Borges- de igual forma  que, aunque el número de cristalinos de colores de un caleidoscopio es siempre el mismo, en cada movimiento del tubo varía la simetría de la imagen, la imagen se modifica, produciendo un resultado nuevo”.

En esta segunda fase o etapa, el novel escritor se desprende de la idea utópica del lenguaje transparente, apoyado por una lógica no textual, donde se le niega  su capacidad productora, regida por leyes propias. Desecha esa socorrida postura de: “Yo no puedo escribir esto de otra manera, porque así ocurrió efectivamente” Y logra entender que la forma es solo una posible entre otras infinitas.

También se conoce esta etapa como de la “sensibilidad verbal”. Al joven escritor le interesa  el sentido del ritmo en la frase,  la musicalidad del lenguaje,  descubre su aptitud para inventar maneras nuevas de decir las cosas, de adecuar el ritmo de la frase al contenido ( apresura la prosa cuando la narración se apresura, o se detiene, o decrece cuando la acción es lenta, o imita el trueno o la lluvia con los vocablos cuando el relato así lo requiere) Empieza a encontrar su propias metáforas. Huye de las frases hechas, de las frases cliché, de las expresiones trilladas producto de una emoción fingida como: “gracioso parpadeo”, mirada profunda e intensa”, “reprimió los sollozos” amable sonrisa”, etc. Se preocupa de variar la conformación de las frases: Cuánto es capaz de alargar una frase o con cuántas frases cortas puede escribir sin que se note. Le florece la agudeza del oído y de la vista. Construye textos a partir de un estímulo auditivo, de cierta musicalidad, de un sustantivo sugerente. Llega, finalmente, a entender que todo está en la palabra.

Por cierto, hay ejercicios que perfeccionan este nuevo interés del joven escritor. Por ejemplo, escribir una página sin cortar la idea con puntos. Escribir la misma escena con tonos diferentes. Escribir el mismo relato desde distintos puntos de vista. Escribir frases o palabras  que molesten por su trivialidad, su altisonancia o sentimentalismo. Destacar las razones de la bondad del lenguaje en una obra de autor conocido. No dar por definitiva una frase hasta que el significado se vea claramente.

La lingüística y la semiótica han hecho contribuciones importantes al problema de la literatura y el lenguaje. Ya nadie niega que el acto literario es un acto de lenguaje. El lenguaje literario elabora su mensaje tomando como instrumento de expresión  un sistema significativo ya construido: el lenguaje articulado o natural. Esto marca su especificidad frente a otros lenguajes artísticos (pintura, música, escultura, etc). Pero –dicen los lingüistas- “si la obra literaria utiliza una lengua, no se reduce a ella en su función comunicativa  o función referencial, sino predominantemente artística. El lenguaje artístico utiliza la lengua natural y muchos de sus mecanismos expresivos, pero para someterlos a una distorsión  estética . Dicha distorsión involucra  mecanismos  particulares de articulación que poco o nada tienen que ver con la lengua natural. La función poética del texto literario adquiere consistencia significativa si se la ubica en un contexto  constituido por reglas del juego diferentes a las de la lengua común.

Tradicionalmente, la literatura había sido abordada por dos disciplinas: la historia literaria y la crítica literaria. Ambas, entran en crisis por la nueva dirección impuesta a los estudios literarios gracias a la influencia de la lingüística y la semiótica. “Sería demasiado limitado –dice Nicolás Bratosevich,  (“Taller Literario”. EDICIAL:SA:Bs. Aires) seguir creyendo  que la producción literaria testimonia acaloramientos efusivos o transmite contenidos previamente articulados. Ni el más pensado cuento policial deja de modificarse por la incidencia de lo idiomático. El lenguaje genera, global o parcialmente, el texto todo”. El lenguaje se convierte así, en el desencadenante de la inventiva más que transmisor de sentido o sentimiento previo.

Resumiendo, Si en una primera etapa el esfuerzo del escritor reside en encontrar temas atractivos, en la segunda etapa trata de encontrar un lenguaje que vuelva atractivo cualquier tema.

Tercera etapa.

Una vez resuelto el problema del lenguaje y adquirida cierta destreza en contar una historia, tarde o temprano se presenta al escritor la interrogante vital ¿Por qué escribe?  ¿Para qué escribe? ¿Qué sentido tiene contar historias? Y viene la gran duda, la desconfianza que no suelta y que sólo cesará si llega al convencimiento  de que en sus textos hay una mirada diferente del mundo, una opinión personal del mundo, una postura, una opción, una visión de las cosas y de la literatura que le pertenece sólo a él, o al menos, así cree entenderlo. Y esto, independiente de la decodificación del lector. Este nunca decodificará  de modo coincidente  con la codificación autoral y, entre esos polos operarán diferentes experiencias sociales, epocales, sicológicas, ideológicas, es decir, opera aquello de las decisiones lectoras, potencialmente infinitas. Lo que el autor comunica es el “artefacto” como tal, su materialidad, no el trasvasamiento de sentido. Como autor ofrece una textura para que el lector la constituya  en cosmos, a veces, muy distinto a la intención del autor. Pero eso es asunto de otro cuento.

Lo que interesa en este desarrollo formativo del futuro escritor, es que ha llegado el momento de dar a nuestros escritos un fondo, una idea, un concepto que lo recorra interiormente, como las venas imperceptibles del tejido vegetal. ¿Nos interesa develar injusticias sociales? ¿Nos mueve la idea de lo fantástico? ¿Queremos alejarnos del realismo decimonónico que creía describirlo todo dentro de un mundo regido armónicamente por un sistema de leyes y principios, de relaciones causales, de sicologías bien definidas? Cortázar dice al respecto: “En mi caso, la sospecha de un orden distinto, de más secreta naturaleza y menos fácilmente comunicable, y el fértil descubrimiento de Alfred Jarry para quien  el estudio de la realidad se fundamentaba no en las leyes, sino en las excepciones a dichas leyes, constituyeron algunos de los principios  que guiaron mi búsqueda  personal  de una literatura situada más allá de las formas, exageradamente ingenuas del realismo” (Algunos Aspectos del Cuento”) ¿Me interesa, acaso, el intrincado laberinto de la sicología humana¿?¿Quiero exponer los absurdos de la existencia? En fin, me pregunto, cuál es la motivación central de mi literatura, qué deseo comunicar a otros, aunque estos otros me interpreten a su manera.

Hay períodos históricos y sociales que facilitan la búsqueda de este sentido último. Más aún, la aglutinan, la acaparan, la succionan. Son éstos, generalmente, periodos de opresión, de injusticia. La literatura, o mejor lo literatos que lo viven, sin ponerse de acuerdo, incluso con opiniones ideológicas divergentes, construyen textos subversivos, alternativos, de fogosa denuncia o sutil develamiento. Los temas y sus formas pueden ser múltiples, los géneros variados, pero en ellos corre la idea que aspira encontrar espacios de libertad, atmósfera limpia.

Sólo a caballo en una reflexión teórica y metateórica es posible un abordaje lúcido a los propósitos de las posiciones implícitas en nuestra producción. Alcanzar esa reflexión teórica sobre nuestro trabajo  literario es controlar mejor lo que estamos haciendo, desde dónde lo estamos haciendo y hacia quién lo hacemos. La reflexión teórica debe estar asentada en nosotros, ella es clarificadora de instancias hasta entonces sólo practicadas desde una vaga intuición.

Vayamos a los ejemplos.

El mundo de la ficción de Cortázar representa un desafío a la cultura. A nuestra cultura. A lo que el llama “treinta siglos de dialéctica judeo-cristiana, a los criterios griegos de la verdad y el error, al homo sapiens, a la lógica  y a la ley de la razón suficiente y a lo que se llama “gran costumbre”

Borges, en tanto, halla el camino que conduce al universo de su ficción encontrando irrealidades. No en el reino de lo maravilloso o sobrenatural, sino en los sistemas que definen nuestra propia realidad. En filosofías y teología que se han constituido en núcleo de nuestra cultura. Por eso su literatura está plagada de referencias a doctrinas y de esa aureola de erudición que se desprende de su obra.

Sólo se podrá sentir escritor si es capaz de agarrar al mundo de las mechas y darlo vuelta. Mostrar a los hombres una cosa no mostrada, o, en el peor de los casos, una cosa de la cual los hombres no reparan. ¿Por qué el Quijote lleva más de cuatro siglos maravillando a los lectores? ¿Por qué Shakespeare ilumina con historias antiguas?  Porque en la obra de estos genios literarios se mueven ideas. No sólo es la aventura y desventura de un caballero que enloqueció por leer novelas de caballería. Hay allí, en esas historias un juicio a un mundo que se inicia, un develamiento de sus mecanismos internos. Lo mismo ocurre con Kafka, un adelanto genial de un mundo que se venía encima y que aún perdura.

Finalmente, el escritor completará su formación cuando esas ideas se transformen en un cuerpo doctrinario, en un conjunto de ideas fundamentales que caracterizarán el pensamiento del escritor, aunque estas no sean inamovibles ni invariables. Las circunstancias históricas, sociales, políticas y personales hacen variar las más acendradas creencias. No suele ser infrecuente que las obras de ficción motiven en el receptor ideas opuestas a aquellas que el autor concibió como un cuerpo organizado de ideas. No estamos postulando, por cierto, que el escritor se transforme en ideólogo, en ente que predique una ideología determinada, que busque epígonos para el cumplimiento de sus fines. A veces, es el más sorprendido  y el menos enterado del lado ideológico que sus lectores detectan en su obra. Cuando cree haber armado una prédica religiosa, social o política en determinada dirección, el discurso se traiciona y, acaso transmita lo contrario. Un discurso armado sobre lo mítico puede oficiar como escapismo social, no inserto en la historia.

Hay en toda literatura madura un discurso  sobre ella misma. Tras esa concepción  hay una toma de posición frente al mundo. En lo literario como en todo comportamiento humano hay un nivel ideológico que no se puede escamotear. Aunque en este terreno, el creador debe estar atento: la expresión desenfadada de su postura ideológica se puede transformar en simple manifiesto o degradante panfleto .

Hechas estas advertencias, nuestro impaciente aprendiz de escritor puede ir armándose de paciencia y regresar a la primera recomendación: Leer. Leer mucho. Leer siempre.