Por Magda Díaz M.

“Cuando uno lleva muchos años ya en el mundo, comienza a preguntarse si la experiencia de tanto tiempo le ha servido realmente de algo y si ha aprendido cualquier cosa que pueda resultar útil para sus hijos, discípulos, amigos. Como no tengo hijos ni discípulos, me concentro en los amigos.

Los reúno mentalmente en un cuarto en tinieblas, como si estuviéramos en una reunión de espiritismo. Se crea cierta expectación ante lo que pueda ahora decirles. Agoto todas las posibilidades de no tener que hablar, porque en realidad tener que transmitir algo a la posteridad es un problema, un grandísimo problema y un coñazo. Pero finalmente me obligan y digo: -Los que mejor han hablado de la muerte han muerto.” (Vila-Matas).

Qué goce leer Dietario voluble, es de los libros de Vila-Matas que más he disfrutado. Es como estar al lado del escritor y conversar con él o caminar juntos por la plaza de Saint-Sulpice y sentarnos en el café «donde Georges Perec espiaba horas y horas lo que allí podía verse» y, de pronto, decidir viajar a la «ramplona ciudad de Sofía» y regresar al otro día a un Madrid nevado o amanecer en la Plaza del Comercio de Lisboa o escuchar, en el café del Tromostovje, que el poeta Alex Steger, le cuenta que:

Era de noche y había neblina. Y James Joyce iba en ferrocarril hacia Trieste. Creyendo que había llegado a su destino, descendió por error en Liubliana. James Joyce viajaba con toda su familia hacia su nuevo trabajo en Trieste y, como no disponía de dinero para pasar la noche en un hotel de Liubliana, se quedó ahí en la Estación Central aguardando a que pasara el tren del día siguiente.

Y así, de suceso en suceso extraordinario nos vamos adentrando en las obras y las vidas literarias de muchos escritores narrados a través de la voz y la inteligencia de Vila-Matas. Pero, además, también penetramos en la intimidad del escritor catalán: en sus sensaciones, en sus recuerdos, en sus vivencias, en sus sentimientos, en lo que le gusta y le indigna, admira y rechaza, en su amor por la escritura, la literatura, la pintura, el arte, en sus miedos:

En unas instrucciones de Julio Cortázar para tener miedo, doy con un párrafo que habla de un pueblo de Escocia donde venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. «Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere».

El miedo a los aeropuertos comienza mucho antes de llegar al control policíaco, en realidad empieza ya en el momento mismo en que nos despertamos y ponemos un pie en el suelo. Se ha agravado tanto la distancia entre Estado e individuo, entre singularidad y colectividad, que vivimos en una permanente situación de terror que, por si acaso aún fuera preciso, la televisión y todos los medios ligados al poder, cómplices perfectos de ese estado de pánico general, se encargan de recordárnoslo a todas horas. Por eso, despertarse en algún lugar de Occidente significa actualmente hacerlo en el centro mismo del círculo del terror. Si para colmo ese día tenemos que ir al aeropuerto, el asunto se agrava. Aunque parezca chocante, en los países árabes se puede vivir con más sosiego que en nuestros pueblos y ciudades, aunque eso no va a decirlo nunca la televisión, tan obligada como está a difundir sistemáticamente el pánico. Es más, sospecho que llegará un día en que tendremos tics aéreos y, por ejemplo, nunca nos quitaremos el cinturón de seguridad en casa para ver la televisión: llevaremos una repugnante vida de avión en nuestros hogares. Y es que los embrutecidos aeropuertos de hoy sólo son un anuncio del pavoroso futuro que nos espera.

Lo que continúa diciendo de los aeropuertos, y de taxis que llevan a éstos, es fenomenal y totalmente cierto. Al acabar sobre el tema, con la frase “los embrutecidos aeropuertos” e inmediatamente de un espacio en blanco, habla de algo que me incluye dentro de los “tarugos”, aunque nunca lo dije sí lo cavilé; sin burla, solo pensé que era exagerado las más de mil entradas que existen en el diario de Bioy Casares, donde puede leerse “Come Borges en casa”. Pero miren lo que apunta Vila-Matas:

Como dice Juan Villoro, son difíciles de encontrar, a excepción de Lennon y McCartney o de Laurel y Hardy, asociaciones artísticas del siglo pasado tan fecundas como los escritores y Bioy Casares, y en todo caso imposible dar con una asociación más duradera. Toda clase de detalles domésticos y literarios se encuentran en el Borges de Bioy, uno de los más simpares libros biográficos de la literatura en español (…) No han faltado tarugos hispánicos que se han burlado del voluminoso libro-diario de Bioy porque en él hay más de mil entradas donde puede leerse “Come Borges en casa”. A mí no me llama la atención esa frase insistente, sino el hecho lateral de que Silvina Ocampo, la mujer de Bioy, insistiera en inventar cada día ante su marido una excusa nueva para evitar que Borges fuera a comer a su casa. Esa actitud de Silvina me lleva a pensar en todos cuantos hoy en día darían cualquier cosa por tener a Borges invitado a cenar. Es curioso observar cómo ese lujo de sentar a un genio a tu mesa era diariamente despreciado por la mujer de Bioy, lo que demuestra lo aleatorio de los criterios y ansias humanas, pues muchas veces lo que uno desea tanto y no consigue, a otro no le interesa nada y sin embargo lo logra, del mismo modo que alguien de pronto es asaltado por el dolor mientras nosotros abrimos una puerta o caminamos por el campo tranquilamente…

¿Será que lo doméstico –ese veneno que acabaron las pasiones y que también llamamos cotidianidad- lo arruina todo? ¿Será que ver de cerca de los genios les hace perder interés y los desmitifica? (…) ¿Era Borges un ser algo pelmazo para Silvina? ¿Es el genio, como insisten algunos, una persona insoportablemente normal en la vida cotidiana? ¿Se puede ser genio todo el rato?

¡Qué razón tiene!

Llegamos a la Plaza Sordello y de ahí lo acompañamos a Barcelona, al festival Fet a Méxic, él escribió en el nombre de México: “En realidad escribo en el nombre de México desde hace dos décadas, desde que por primera vez vi ese país arrebatador, fascinante. (…) México me fascina porque, en su paraíso perdido de las máscaras, me encuentro a la deriva y paradójicamente en casa. Entonces me digo que soy de Veracruz. Llevo a México en el corazón y más que lo voy a llevar”. Y de México viajamos a París, después a Roma, donde somos testigos de su encuentro con Claudio Magris (que hace menos de veinticuatro horas había estado con su hijo mayor en un bosque finlandés buscando setas) y la anécdota del abrigo, cuando Magris de pronto recuerda “cuando en el invierno del año pasado en Madrid confundió mi abrigo con el suyo. Le digo que desde aquel día llevo con especial orgullo mi abrigo y a quien quiera oírlo le digo: “Me llamo Magris como todo el mundo”. Sonríe, tal vez desconcertado”.

Termina ese 2007 que le deja a Vila-Matas, una sensación de desagrado. «En París, creo estar en un lugar apropiado para darle el portazo que se merece, dejarlo ahí sin un adiós, despedirlo a la francesa. O, mejor dicho, a la inglesa. Filer á l’anglaise. No se merece nada mejor este año»:

Nada me parece más plúmbeo como los domingos y como las despedidas de fin de año. Tienen la mala sombra de recordarnos el paso inexorable de los días a pesar de que el Tiempo no sabe que pasa el tiempo. En los domingos, por ejemplo, hasta respirar se convierte en un lamento. Y es que en los domingos uno siente que han dejado de existir las relaciones entre las personas y las actividades de cualquier tipo. En los domingos padecemos el tiempo y es como si todos contuviéramos el aliento y probáramos a ver cómo será el más allá. Los domingos son una enfermedad no visible, como un mal interior, una enfermedad moral. Los domingos son espantosos. Pero aún hay algo peor: las celebraciones de fin de año. Nos recuerdan, al igual que los domingos, que ha pasado una semana más, en este caso, un año. Nos recuerdan el paso del tiempo y, encima, tenemos que festejarlo.

Dietario voluble es un libro que atrapa. Su lectura la podemos empezar a la mitad, desde el inicio (lo más recomendable) o al final, los años 2005, 2006, 2007, 2008 componen su índice. Pero no sólo se goza su lectura, también se aprende mucho: sobre el arte de escribir, sobre la escritura y la lectura, es toda una geografía literaria, teórica, gramática, antológica, especialmente humana. Me queda mucho por decir de este libro, es inagotable. Vila-Matas se siente cerca, muy cerca, al irlo leyendo nos sentimos en ese cuarto en tinieblas, como si estuviéramos en una reunión de espiritismo.

Por otra parte, en el Dietario se desarrolla al principio la idea de que me he retirado y encontrado un narrador al que le pago para escribir; por eso elegí para la portada la fotografía en la que estoy de espaldas, para decir que soy y no soy. En el Dietario estoy y no estoy.

Enrique Vila-Matas, Dietario voluble (Barcelona: Anagrama, 2008)

 En: Apostillas literarias