Enrique Lihn vuelve a Lima

La recién finalizada Feria Internacional del Libro de Lima, que este año tuvo como país invitado a Chile, dejó de manifiesto algo que poetas y narradores de los dos países conocían de sobra: el respeto y la amistad que une a los creadores de uno y otro lado de la frontera. Una prueba más de esta hermandad fueron los homenajes y presentaciones binacionales. Así, Antonio Cisneros recibió las palabras de Óscar Hahn; mientras que Carlos Germán Belli presentó una nueva edición de «La musiquilla de las pobres esferas», de Enrique Lihn (Universitaria).

Por Carlos Germán Belli

Es la remotísima década del sesenta, sí, ni más ni menos, cuando Pedro Lastra vino a Lima y disertó sobre Enrique Lihn, despertando un gran entusiasmo en Sebastián Salazar Bondy, quien seguramente ya conocía su obra, presente esa noche en la Casa de la Cultura, y el súbito interés en otros, uno de ellos justamente yo. De entonces a hoy, Lihn ha echado raíces en nuestra escena literaria, la de los coetáneos y la de los novísimos escritores. He aquí, pues, en este incipiente siglo XXI, aunque Lihn haya fallecido en 1988, de nuevo se encuentra acá, en las gratas circunstancias de la reedición de su clásico poemario La musiquilla de las pobres esferas, que acaba de salir a la luz en Santiago.

Tanto ayer como hoy, resulta un hecho frecuente cavilar sobre la literatura desde la misma literatura. Antes, las Artes Poéticas, que operaban como reglas para preservar la buena salud de los versos. Hoy la reflexión ha derivado en una frecuente tendencia, aunque no como una irrefrenable regla. Pero por otra parte, se suele llegar al extremo de convertirla en un irrefrenable deseo de contradicción, en una autoaniquilación, en que la poesía es escéptica de sí misma, según lo proclamaba Vicente Huidobro, y como lo recuerda el propio Lihn en las palabras liminares que él escribe.

En esas páginas entonces predomina el descontento con respecto a la poesía y al rol de quien la ejecuta. Pone en tela de juicio al hecho y al hacedor, a quien representa de modo extravagante. Y volvamos a su propio proemio, en el que a las claras asevera que el valor de las palabras, el cuidado por integrarlas, han sido abandonados por un desaliento profundo, conforme lo revela paladinamente.

He aquí que pone el dedo en la llaga. Es el decaimiento de ánimo la causa de todo, y que lo lleva a dejar de lado la Alquimia Verbal, como lo concebían los simbolistas. Esta corriente, según se dice, constituye el lenguaje sometido a procedimientos de selección, combinación, amalgama y purificación. Es como el obrar de los alquimistas para alcanzar el oro o el elixir de la vida. En cambio la escritura de Lihn -ojalá que no me equivoque- es análoga a un collage verbal, ejecutado nerviosamente, en que los significados se arremolinan. Y, más aún, en tal perspectiva, hasta podría decirse que las esferas celestes en movimiento -la idea pitagórica con que Lihn metaforiza la poesía- se trasforman en meteoritos verbales que cruzan por la página en blanco.

Pero no sólo impugna el reino interior del verso -es decir, esa prestigiosa Alquimia Verbal-, sino también sus circunstancias externas. Pues, en efecto, reprueba el ocio literario por ser propicio a que vegete el autor y, en fin, se ridiculiza a sí mismo tratándose un autorretrato de vate decimonónico.

«Este no querer ser lo que se es», constituye el sibilino título de uno de los textos del libro, y, al parecer, en él se explicita el hartazgo existencial. Permítaseme parodiar dichas palabras, y decir lo siguiente: «Este no querer escribir lo que se escribe». Bien puede expresarse así la imprecación contra la poesía, sin duda cara a cara, dentro de los mismísimos límites de la literatura, como ya hemos dicho al comienzo. De modo que aquel que escribe los versos se convierte en un león, enjaulado, si bien en actitud rampante, contra su propio trabajo literario.

En este estilo tan sorprendente como el de Lihn, puede esperarse entonces que ocurran, cuando menos se piense, las cosas más inesperadas. Porque en las páginas finales sobreviene una impresionante retractación. Allí, de improviso, se disipa el lado oscuro de la conciencia humana, la torva mirada de Adán y Eva. Y se configura por último un redondo oxímoron, cuyo sentido opuesto abraza todo el libro, cuando Enrique Lihn habla positivamente de aquel don que le tocó en este mundo. Y lo hace, como antes, desde las entrañas, con el corazón en la mano, porque ahora, en un año de calma -conforme lo confiesa-, puede reconocer que el escribir poesía, pese a todas las vicisitudes terrenales, le ha permitido estar vivo.

En: Revista de Libros de El Mercurio