Candidata al Premio Nacional de Literatura y amiga de Neruda, Delia Domínguez, la poeta sureña, trae al presente las conversaciones que mantuvo con Laura Reyes, la «hermana y media» de nuestro Premio Nobel. Por su parte, Bernardo Reyes, el sobrino, recuerda las correrías de los hermanos Rodolfo y Neftalí Reyes en la bohemia santiaguina.
Hora de nacer en las estrellas de agua
Delia Domínguez
Hora de nacer por otros 100, Pablo, desde las aguas amnióticas de tu santa madre que en el invierno de Chile abrió las piernas de la estrella azul polar-antártica, para asomarte con dolor de parto, a esta tierra de preñez perpetua donde el Cristo-Dios quiso empezar y terminar el mundo, donde los climas tajean la piel como huella de puma con frío, para que el niño parido jamás confunda el goteo de sus leches primarias.
Y, ese niño de leche, ahijado de los vientos andinos, nos trajina el sistema arterial, o sea, el métrico decimal del hueserío, para enseñarnos a no morir de alma, a estar de pie cuando el último respiro venga a poner su huevo de cuervo en el nidal de las palabras.
Porque, Laura Reyes, tu hermana y media, (la Coneja «dicen, dijeron») en conversas sin destino académico alrededor de la cocina a leña -donde no estoy pintada, donde vivo- me contaba «nerudianas» de infancia cruzadas de temores y ardores que caligrafiabas en tu cuaderno escondido en un cajón de azúcar y que, confirmado por boca propia, fue tu primer escritorio privado. Así, Laura, sin censura de códigos literarios, sólo con la flor de su memoria, deshilaba la historia cruda del niño que aprendió las palabras en la piedra de moler, que no tuvo teta tibia porque doña Rosa Neftalí bajó -demasiado pronto- a perder el lado del sol en el limbo de la ley de Dios.
Y, por esa misma ley de Dios, los curas parralinos te abrieron página y letra en los archivos de la Parroquia de San José donde consta tu «pasada» por agua bendita en el libro Nº 39 (partida 1033 del año 1904), que testimonia el bautizo del recién nacido Ricardo Eliécer.
Y después, con el tiempo detenido en la memoria de tu hermana y media, todo siguió siendo bautizo, noticia encuadernada en la intimidad de sus secretos porque, según el hervor de las viejas teteras -soldadas muchas veces con un trapito atornillado-, le bajaba de golpe el dolor de ausencia desde tus preparatorias en el Liceo de Temuco, amarrado de banco con Juvencio Valle, con quien compartías arrancadas en bote por el río Cautín, y los primeros enamoramientos tras las niñas encantadas que flotaban como nubes sobre los techos empapados de la frontera.
Cómo olvidar tus alegatos de inocencia cuando Laura, encargada de mantener tu ropa limpia de estudiante cumplido, te descubría con los bolsillos rotos por la púa del trompo que nunca pudiste hacer bailar ni con lienza «escupida».
Cómo pasar a pérdida tus visitas secretas a Gabriela Mistral, directora del Liceo de Niñas, por libros prestados que afiebraban tus sueños de hijo ferroviario sin monedas de cambio para entrar a los reinos de Salgari o Julio Verne, en pos de tu propia vuelta al mundo en 80 centavos.
Como ves, Pablo, todo sigue siendo vuelta y bautizo en la metamorfosis de lo humano y lo divino, que provoca la toma de conciencia de esa tuya poesía que, también puede ser inconsciencia y, da lo mismo, porque la ovejita de palo que encontraste en un hueco del cerco y los trenes ciegos sobre los rieles de la niebla donde tu padre atizaba sus sueños en las locomotoras encendidas, siguen en la memoria que también es gloria hacia la consagración de raza amestizada por cruza de sangres más impuras que puras, responsables de nuestro silabario sin miedo en las aulas del bosque donde lo que muere no se va en hojas que mueren, porque los renuevos revientan en las yemas cósmicas, donde cada uno debe parar su animal de cuerpo y su animal de alma, cuando llega la hora de nacer por otros 100, cambiados de manto, pero no de canto.
Por eso, y a lo mejor por nada, Pablo, vengo con humildad a mecer tu cuna con el goteo de las estrellas de agua que me encargó tu madre.
La residencia en Argüelles
Bernardo Reyes
Rodolfo Reyes no entendía cómo era que en la extensión de un fundo podía caber una ciudad entera. Hombre de silvestre inocencia, conectado indisolublemente al lenguaje de la foresta y la lluvia del sur, solía buscar a su hermano menor, perdido en alguna pensión de mala muerte de la urbe doblegada por el invierno.
Eran viajes esporádicos, en días desencantados en la vida de los hermanos: a la golpiza paterna, por el descaro de pretender ser becado por el Conservatorio de Música de Santiago, en atención a su voz esplendente, se sumaba la suspensión de ayuda económica a Neruda por el desatino de su deserción a los estudios de Pedagogía en Francés, en aras de su vocación poética: don José del Carmen, el padre brusco -como lo definiera eufemísticamente el poeta-, deseaba hombres productivos, y no artistas viciosos y libertinos.
Rodolfo se alojaba donde Orlando Mason, el hermanastro no reconocido de ambos, fundador del diario «La Mañana» de Temuco y poeta. Desde esa casa salían los hermanos a recorrer la noche de Santiago, cuando la bohemia artística era habitada por ciertos hijos pródigos del infierno y la esperanza.
Sabido es que la generación del 20 fue diezmada por el alcohol y la morfina. Jorge Edwards, en su última novela, añade fumaderos de opio santiaguinos a la escena.
Las calles olían al gas del alumbrado, y pasado el atardecer, un efluvio de tabaco y tango señalaba el sendero hasta el mundo chambreado del sueño. Rodolfo regresaba al sur enamorado de buenas samaritanas, quienes transmutaban lágrimas en carcajadas, en esos antros generosos de calle Eyzaguirre, o de Bandera, o San Pablo.
Era el mundo de El habitante y su esperanza, antes de ser escrito, y antes de la partida de Neftalí a los paupérrimos consulados de Oriente, verdadera salvada de los excesos que a muchos llevó volando a la tumba, parafraseando sin rigor al poeta en su elegía al autoinmolado compañero de juergas, Alberto Rojas Jiménez.
Ya por esos días varios de los poemas de Residencia en la tierra habían sido publicados, y presumimos que la mayor parte de las primeras versiones del resto de los poemas ya existían.
La presencia silenciosa de Rodolfo en Santiago no es mencionada en las múltiples biografías del poeta.
Para ser sinceros, casi siempre la vida familiar de Pablo Neruda ha sido omitida, salvo cuando es útil a las particulares convicciones de biógrafos, más empeñados en difundir su propia interpretación que una mirada objetiva. O como señaló Manuel Vázquez Montalbán refiriéndose a un infalible nerudiano, que se encaramó a los hombros del poeta para que lo vieran de más lejos.
Una figura impoluta, no relacionada con una familia pobre del sur, en la que el discurso revolucionario es una suerte de excentricidad, más que convicciones éticas, es por cierto funcional. Sobre todo a los requerimientos del merchandising interesado en difundir una imagen domesticada e inocua del poeta.
En calle Maturana, cerca del Instituto Pedagógico, Rodolfo y Neftalí trepaban por alguna ventana de la casa de Orlando Mason, a horas imprudentes.
Repuestos ya de la resaca, Rodolfo tomaba el tren de retorno a Temuco. Neftalí lo hacía a una miserable pensión en calle Argüelles, primera pieza independiente alquilada por el poeta, ensoberbecido de su independencia y su pereza.
Pablo movía la cabeza recordando cuando Rodolfo le hablaba de cubrir en bicicleta el tramo Temuco-Valparaíso, cuando la carretera aún no se construía. Rodolfo miraba comprensivamente desde la ventana del vagón a su hermano empeñado en irse a Oriente. Cuando se abrazaron en el andén de la Estación Central, aún no sabían que ambos darían cumplimiento a sus sueños.
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…