Por Miguel de Loyola

A principios de los años 70 fueron eliminados de Santiago los trolebuses porque entorpecían la circulación vehicular de la ciudad. Su excesivo tamaño para la estrechez de las calles resultaba un gran inconveniente, sostenían entonces los  especialistas en transporte público, o bien los interesados en eliminarlos. Sin embargo, esos vehículos tenían la exquisita particularidad de no emitir gases y recuerdo con mucho placer su suavidad enguatada para transportar a los pasajeros de un punto a otro de la ciudad.

Corrían a lo largo de Vicuña Mackena, también por Irarrázal hasta la plaza Egaña,  Alameda, por cierto, rematando sus recorridos en  la otrora mítica estación Mapocho, la cual tampoco existe hoy como tal. La flota de trolebuses pertenecía a la empresa de transportes colectivos del Estado ETCE, y sus choferes vestían uniforme gris, y rara vez se molestaban a la hora de transportar escolares. Hubo un intento de resurrección de este tipo de transporte público por allá a principios de los 90, y circularon algunos por un breve lapso de tiempo,  pero finalmente fueron sacados de circulación. Se puso así fin otra vez  al sueño de la resurrección de los buses limpios, para dejar paso libre a los contaminantes.

Treinta años más tarde, cuando la población vehicular alcanza niveles alarmantes en la ciudad, copando ya no sólo las tradicionales avenidas, sino también las arterias aledañas y aún las calles interiores de los barrios, el llamado Transantiago introduce en la capital los llamados buses orugas, verdaderos gigantes parecidos a los trenes por su enorme longitud, sin importarle ahora su tamaño para moverse por las calles de la ciudad, sin importar tampoco la verdadera capacidad interior de dichos buses, donde no caben más pasajeros que en los desechados troles de ayer. Todo esto, `por cierto,  bajo un clima publicitario de novedad,  como si se tratara de una idea solución brillante, sin acordarse de los motivos por los cuales fueron sacados de circulación los trolebuses 30 años atrás. Es decir, las contradicciones no pueden ser más grandes, y resulta demasiado evidente que las decisiones aquí se toman de acuerdo a la presión de los interesados que hay detrás. Cabe preguntarse; quiénes son los reales interesados en el cambio de buses, en el cambio de sistema de transporte público, porque es obvio que el usuario, en este caso, como ayer, no tiene arte ni parte en el asunto. Y sin embargo, es quien siempre termina pagando los platos rotos, perdiendo cada día horas de su vida  esperando en los paraderos, esperando un bus que tampoco lo conducirá a donde efectivamente quiere llegar.