Por Julio Ortega
Llegué a Santiago de Chile invitado por la Fundación Neruda como jurado del Premio Neruda. Nos alojaron en el Hotel Neruda. Y nos llevaron a comer a la casa de Neruda el menú degustación de Neruda. Con Carlos Fuentes y Jaime Concha deliberamos cinco minutos y le concedimos el premio a José Emilio Pacheco, el único poeta que no ha necesitado matar a Neruda.
Cuando José Emilio fue a recoger su premio, los periodistas quisieron saber por qué nos había tomado tan poco elegirlo. «Ellos saben», dijo él, «que debo pagar mis deudas y guardar lo que quede para mi entierro». Felizmente, todos los escritores latinoamericanos ganarán un premio en España.
Neruda, como Víctor Hugo, escribió tanto que no terminaremos nunca de leer su obra. Siempre aparecerán noticias y textos que la revelan incompleta. La fama es obscena y feroz. A Vallejo un traductor le descifró los poemas tachados y los tradujo como recuperados; y un crítico acaba de publicar unos borradores suyos, perfectamente ilegibles. Vallejo olvidó romperlos y descartarlos. Aunque tampoco eso es suficiente. La criada de Alfonso Reyes, contó Carlos Fuentes, le recuperaba pliegos de la papelera, y los ordenaba en un folder titulado «Papeles rotos de Don Alfonso». Ya se ve que era filóloga.
Fui, claro, a visitar la casa de Neruda en Isla Negra y, mucho me temo, debo ser de los pocos visitantes que no se entusiasmó. En realidad no es la casa del poeta. Nadie podría haber vivido en su propio museo. Pero tampoco es un museo, es un gabinete de curiosidades ligeramente monstruoso. Los objetos están multiplicados (no hay una o dos caracolas sino diez o veinte) y saturados. La semejanza repetida es una perversidad de la naturaleza. O quizá un horror al vacío de la posesión coleccionista. Juan Ramón Jiménez, que era malo, lo llamó «gran poeta malo». No es verdad. Nadie como Neruda es capaz de suscitar el vértigo de la materia en su fluidez sensorial, en su inmanencia gratuita.
Tengo que confesar que releyendo el Canto general me desperté de pronto. Pensé que el libro demanda el entresueño. Jung se durmió en la página 50 del Ulises de Joyce, pero como era capaz de leerlo todo, interpretó su sopor como un enigma. Yo, en cambio, creí descubrir que la voz de Neruda se había hecho en los grandes recitales de las plazas del pueblo. Era una voz bíblica, de larga cadencia creciente, que acarreaba la materia original para compartir el mundo.
Octavio Paz, más escéptico, dijo que se trataba de «la monotonía geográfica de Neruda».
Qué gran poeta es cuando las palabras le son suficientes. Yo todavía creo que le habla a la poesía cuando dice: «Me gustas cuando callas porque estás como ausente». La poesía es, tal vez, ese silencio absorto, libre de la repetición y el sentimentalismo.
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Julio Ortega es catedrático en la Universidad de Brown (Estados Unidos). Acaba de publicar Transatlantic Translations, Dialogues in Latin American Literature (Reaktion Books) y Obra poética de Rubén Darío (Círculo de Lectores).
En: Babelia
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…