Sobre los golpes a la puerta en Macbeth

Por Thomas De Quincey (1785-1859)

Nota: El ensayo se refiere a la escena tercera del Acto II de Macbeth, al cual remitimos al lector interesado en indagar con mayor detalle el tema propuesto.

Desde mis días de muchacho siempre sentí una enorme perplejidad en torno a un detalle en Macbeth. Era este: los golpes a la puerta, que siguen al asesinato de Duncan, producían un efecto en mis sentimientos que no podía nunca explicar.

El efecto estaba en que ese instante reflejaba de nuevo sobre el asesino un poder peculiar y un abismo de solemnidad; no obstante, aunque obstinadamente yo me empeñaba con mi intelecto en comprender esto, por muchos años no pude ver por qué podía producirme semejante efecto.

Hago aquí una pausa por un momento, para exhortar al lector a que nunca preste atención a su intelecto, cuando éste se halle en oposición a cualquier otra facultad de su mente. El mero intelecto, sea útil o indispensable, es la más abyecta de las facultades en la mente humana, y de la que más debe sospecharse; y, no obstante, la gran mayoría de la gente no confía en ninguna otra; lo cual puede hacerse para la vida cotidiana, pero no con propósitos filosóficos. De los más de diez mil casos que podría dar sobre esto, citaré uno. Invite a cualquier persona, que no esté preparada previamente para la exigencia por un conocimiento de la perspectiva, a dibujar de la manera más ordinaria la más común apariencia que esté sujeta por las leyes de esa ciencia; como, por ejemplo, representar el efecto de dos muros que se sostengan en ángulos rectos el uno con el otro, o la apariencia de las casas sobre cada lado de la calle, como serían vistas por una persona mirando la calle desde un extremo. Ahora en todos los casos, a menos que haya sucedido que la persona observara en cuadros cómo es que los artistas producen estos efectos, estará enteramente incapacitada para hacer la más pequeña aproximación a esto. ¿Por qué? Porque de hecho ha estado viendo el efecto cada día de su vida. La razón es que consiente a su intelecto reinar sobre sus ojos. Su intelecto, el cual no incluye ningún conocimiento intuitivo de las leyes de la visión, no puede procurarle una razón de por qué una línea que es conocida y puede probarse ser una línea horizontal, no debe parecer una línea horizontal; una línea que hiciera cualquier ángulo con la perpendicular, menor que un ángulo recto, la vería para indicar que sus casas estaban todas desplomándose juntas. En consecuencia, hace la línea de sus casas una línea horizontal, y falla, por supuesto, al producir el efecto buscado. Aquí, entonces, está un ejemplo de muchos, en el cual no sólo al intelecto se le permite reinar sobre los ojos, sino donde el intelecto positivamente permitió olvidar los ojos, así, porque el hombre no sólo cree en la evidencia de su intelecto, en oposición a la de sus ojos, pero (!esto es monstruoso!) el idiota no es sabedor de que sus ojos siempre le dieron cada evidencia. No sabe que ha visto (y por tanto quoad su consciencia no ha visto) lo que ha visto cada día de su vida.

Pero para regresar de esta digresión, mi intelecto no podría procurarme ninguna razón de por qué los golpes a la puerta en Macbeth, podía producir algún efecto, directo o reflejo. De hecho, mi intelecto me decía positivamente que no podía producir ningún efecto. No obstante, yo lo sabía mejor; yo sentía que lo hacía; y esperé y me adherí al problema hasta que un posterior conocimiento pudiera capacitarme para resolverlo. Al final, en 1812, el Sr. Williams hizo su debut en el teatro de Ratcliffe Highway, y ejecutó estos asesinatos sin paralelo que le proporcionaron una reputación brillante e inmortal. Sobre estos asesinatos, a propósito, debo observar, que en un sentido tuvieron un efecto enfermizo, al hacer a los expertos en la muerte muy fastidiosos en sus gustos, e insatisfechos por todo lo que hasta entonces había sido hecho en esa línea. Todos los otros asesinatos palidecieron ante el abismo carmesí de los suyos; y, como un amateur me dijo una vez en un tono lastimero, «Nada absolutamente ha sido hecho desde su época, o nada importante de lo cual hablar». Pero esto es erróneo; porque es irrazonable esperar que todos los hombres sean grandes artistas, y nacidos con el genio del Sr. Williams. Ahora recordaré que en el primero de estos asesinatos, (los de los Marrs), el mismo incidente (de un golpe a la puerta, tan pronto como el trabajo de exterminación estaba terminado) ocurrió de hecho, que el genio de Shakespeare ha inventado; y todos los buenos jueces, y los más eminentes dilettantes, reconocieron la felicidad de la sugerencia de Shakespeare, tan pronto como fue de hecho realizada. Aquí, entonces, estaba una prueba fresca de que yo estaba en lo correcto al confiar en mi propio sentimiento, en oposición a mi intelecto; y otra vez me asigné estudiar el problema; al final lo resolví para mi propia satisfacción; y la solución es esta. El asesinato, en casos comunes, donde la simpatía está enteramente dirigida al caso de la persona asesinada, es un incidente de horror tosco y vulgar; y por esta razón, que arroja el interés exclusivamente sobre el natural pero innoble instinto por el cual nos aferramos a la vida; un instinto, el cual, al ser indispensable a la primera ley de auto-preservación, es el mismo en tipo (aunque diferente en grado), entre todas las criaturas vivientes; este instinto, por tanto, a causa de que aniquila todas las distinciones, y degrada la grandeza de los hombres al nivel del «pobre escarabajo que pisamos», exhibe la naturaleza humana en su más abyecta y humillante actitud. Tal actitud sería poco conveniente a los propósitos del poeta. ¿Qué debe entonces hacer? Debe dirigir el interés sobre el asesino. Nuestra simpatía debe estar con él (por supuesto que quiero decir una simpatía de comprehensión, una simpatía por la cual penetramos dentro de sus sentimientos, y los entendemos, no una simpatía de piedad o aprobación). En la persona asesinada, toda pelea del pensamiento, todo flujo y reflujo de la pasión y de intención, están sometidos por un pánico irresistible; el miedo al instante de la muerte lo aplasta «con su mazo petrificado. Pero en el asesino, tal un asesino con el que un poeta admitiría, debe estar violenta alguna gran tormenta de pasión —celos, ambición, venganza, odio— que creará un infierno en él; y dentro de este infierno nosotros miraremos.

En Macbeth, a causa de gratificar su propia enorme y abundante facultad de creación, Shakespeare ha introducido dos asesinos: y, como es usual en él, ellos son notablemente distintos: pero, aunque en Macbeth la lucha de su espíritu es mayor que en la de su esposa, el espíritu felino no está tan despierto, y sus sentimientos fueron obtenidos principalmente por contagio de los de ella, no obstante, como ambos estuvieron finalmente envueltos en la culpa del crimen, el espíritu asesino necesariamente debe presumirse en ambos. Esto estaba por ser expresado: y sobre su propia explicación, tanto para crear un antagonista proporcional a la inofensiva naturaleza de su víctima, «el virtuoso Duncan», como para exponer adecuadamente «la profunda maldición de su óbito», esto estaba por ser expresado con peculiar energía. Nosotros estábamos hechos para sentir que la naturaleza humana, verbigracia, la naturaleza divina del amor y la compasión, difundida a través de los corazones de todas las criaturas, y raras veces del todo distante de los hombres, se había ido, desaparecido, extinguido; y que la naturaleza malvada había tomado su lugar. Y, tanto como este efecto está maravillosamente ejecutado en los diálogos y soliloquios mismos, así está finalmente consumado por el recurso considerado; y es para esto que ahora pido la atención del lector. Si el lector alguna vez ha sido, fue testigo de una esposa, hija, o hermana, durante un desmayo, puede haber tenido la oportunidad de observar que el momento más conmovedor del espectáculo es ése en el cual un suspiro y un movimiento anuncian la reanudación de la vida suspendida. O si el lector ha estado presente en una vasta metrópolis, en el día en que algún gran ídolo nacional fue traído con pompa funeral hasta su tumba, y ha tenido la oportunidad de caminar cerca del curso a través del cual pasó, ha sentido poderosamente, en el silencio y en el desierto de las cales, y en el estancamiento de los negocios diarios, el profundo interés que en ese momento poseía el corazón del hombre, si alguna vez pudiera escuchar el sosiego mortal roto por el sonido del rechinar de las ruedas al alejarse de la escena, y haciendo conocido que la visión transitoria fue disuelta, se enteraría de que en ningún momento fue su sentido de completa suspensión y pausa en los comunes asuntos humanos tan absoluta y conmovedora, como en ese momento cuando termina la suspensión, y las andanzas de la vida humana son repentinamente reanudadas. Toda acción en cualquier dirección está mejor expuesta, medida y hecha aprehensible, por reacción. Ahora aplica esto al caso de Macbeth. Aquí, como he dicho, la retirada del corazón humano, y la entrada del corazón malvado, estaba para ser expresado y hecho sensible. Otro mundo ha ingresado; y los asesinos son llevados fuera de la región de las cosas humanas, de los propósitos humanos, de los deseos humanos. Ellos están transfigurados: Lady Macbeth está «asexuada»; Macbeth ha olvidado que nació de una mujer; ambos están conformados con imágenes de demonios; y el mundo de los demonios está repentinamente revelado. ¿Pero cómo se podría transmitir y hacer esto palpable? En el orden de que un nuevo mundo puede ingresar, este mundo debe desaparecer por un tiempo. Los asesinos y el asesinato deben ser aislados —separados por un inconmensurable golfo procedente de la marea y la sucesión de los comunes asuntos humanos—, encerrados y apartados en algún profundo escondrijo; nosotros debemos ser sensibles de que el mundo de la vida común está repentinamente detenido –tendido para dormir, hipnotizado y oprimido por un armisticio temible: el tiempo debe ser aniquilado; la relación con las cosas exteriores, abolida; y todo debe retraerse dentro de un profundo desmayo y suspensión de la pasión terrenal. En consecuencia esto es, que cuando el hecho se ha consumado, cuando el trabajo de lo oscuro es perfecto, entonces el mundo de lo oscuro se desvanece como una pompa en las nubes: se escuchan los golpes a la puerta; y se hace evidentemente audible que la reacción ha comenzado: lo humano ha causado su reflujo sobre lo malvado; los pulsos de la vida comienzan a latir de nuevo; y el restablecimiento de las andanzas del mundo en el cual vivimos, nos hace profundamente sensibles del poderoso paréntesis que las había suspendido.

!Oh, potente poeta! !Tus obras no son como las de los otros hombres, simples y únicamente grandes obras de arte; sino que son como los fenómenos de la naturaleza, como el sol y como el mar, las estrellas y las flores, como la escarcha y la nieve, la lluvia y el rocío, el granizo y el trueno, los cuales están para ser estudiados con entera sumisión de nuestras propias facultades, y con la fe perfecta de que en ellos no puede haber ni demasiado ni poco, nada inútil o inerte sino que, entre más lejos lleguemos en nuestros descubrimientos, más pruebas veremos de un plan y un orden sostenido por sí mismo donde el ojo negligente no había visto sino un accidente!

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Fuente:

Thomas De Quincey, Writings, III, Miscellaneous Essays, Boston, Ticknor, Reed and Fields, MDCCCLI.

Texto en inglés en EPOPTEIA.NET:

© de la trad. Fernando Báez 2001.

Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid