El trompe-l'oeil o la simulación encantada

Por Jean Baudrillard

«Simulación desencantada: el porno —más verdadero que lo verdadero— tal es el colmo del simulacro.

«Simulación encantada: el trompe-l’oeil —más falso que lo falso— tal es el secreto de la apariencia.

«No hay fábula, no hay relato, no hay composición. No hay escenario, no hay teatro, no hay acción. El trompe-l’oeil olvida todo eso y lo rodea con la figuración menor de objetos cualesquiera. Éstos figuran en las grandes composiciones del momento, pero aquí figuran solos, han eliminado el discurso de la pintura — a la vez ya no «figuran», ya no son objetos, y ya no son cualquiera. Son signos blancos, signos vacíos, que significan la anti-solemnidad, la anti-represunción social, religiosa o artística. Desechos de la vida social, se vuelven contra ella y parodian su teatralidad: por ello están esparcidos, yuxtapuestos al azar de su presencia. Incluso esto tiene un sentido: esos objetos no lo son. No describen una realidad familiar, como lo hace la naturaleza muerta, describen un vacío, una ausencia, la de toda jerarquía figurativa que ordena los elementos de un cuadro, como lo hace ésta en el orden político.

«No son banales comparsas alejados del escenario central, son espectros que aparecen en el vacío del escenario. Su seducción no es, pues, ésa, estética, de la pintura y del parecido, sino aquélla, aguda y metafísica, de la abolición de lo real/ Objetos encantados, objetos metafísicos, se oponen, con su re versión-irreal a todo el espacio representativo del Renacimiento.

«Su insignificancia es ofensiva. Sólo objetos sin referencia, sacados de su marco — esos viejos periódicos, esos viejos libros, esos viejos clavos, esas viejas láminas, esos desperdicios de alimentación — sólo objetos aislados, venidos a menos, fantasmáticos por su exinscripción de cualquier relato, podían dibujar una obsesión de la realidad perdida, algo así como una vida anterior al sujeto y a su toma de conciencia. «La imagen transparente, alusiva, que espera el aficionado al arte, el trompe-i’oeil tiende a sustituirla por la opacidad inflexible de una Presencia.» (Fierre Charpentrat). Simulacros sin perspectiva, las figuras del trompe-i’oeil aparecen de repente, con una exactitud sideral, como desprovistas del aura del sentido y bañándose en un éter vacío. Apariencias puras, tienen la ironía del exceso de realidad.

«En el trompe-i’oeil no hay naturaleza, no hay paisaje, no hay cielo, no hay línea de fuga ni luz natural. Tampoco hay rostro, no hay psicología ni historicidad. Aquí todo es artefacto, el fondo vertical erige en signos puros objetos aislados de su contexto referencial.

«Translucidez, suspense, fragilidad, abandono — de ahí la insistencia del papel, de la carta (carcomida por los bordes), del espejo y del reloj, signos difuminados e inactuales de una trascendencia diluida en lo cotidiano — espejo de láminas usadas en las que los nudos y las líneas concéntricas de la albura marcan el tiempo, como un reloj sin aguja que deja adivinar la hora; son cosas que ya han durado, es un tiempo que ya ha tenido lugar. El único relieve es el de la anacronía, figura involutiva del tiempo y del espacio.

«Aquí no hay frutas, carnes o flores, no hay cestas, ni ramos, ni todas esas cosas que hacen las delicias de la naturaleza (muerta).

«Ésta es carnal, se coloca carnalmente sobre un plano horizontal, el del suelo o el de la mesa — a veces juega con el desequilibrio, con el borde despedazado de las cosas y la fragilidad de su uso, pero siempre tiene la gravedad de las cosas reales, subrayada por la horizontalidad, mientras que el trompe-l’oeil juega con la ingravidez, marcada por el fondo vertical. En él todo está suspendido, tanto los objetos como el tiempo, e incluso la luz y la perspectiva, pues mientras la naturaleza muerta maneja volúmenes y sombras clásicos, las sombras que dan la impresión del trompe-i’oeil no tienen la profundidad propia de una fuente luminosa real: son, como el caer en desuso de los objetos, el signo de un ligero vértigo que es el de una vida anterior, el de una apariencia anterior a la realidad.

«Esta misteriosa luz sin origen, cuya incidencia oblicua no tiene nada de real, es como un agua sin profundidad, un agua estancada, dulce al tacto como una muerte natural. Aquí, las cosas han perdido desde hace tiempo su sombra (su sustancia). Las alumbra una cosa distinta al sol, un astro más irradiante, sin atmósfera, un éter sin refracción — ¿quizá les ilumina la muerte directamente, y su sombra sólo tiene ese sentido? Esta sombra no gira con el sol, no crece con la noche, no se mueve, es una franja inexorable. No proviene del claroscuro ni de una dialéctica erudita de la sombra y de la luz, que aún forma parte del juego de la pintura — cuando ésta no es más que la transparencia de los objetos para un sol negro.

«Sentimos que esos objetos se acercan al agujero negro de donde nos llega la realidad, el mundo real, el tiempo ordinario. Este efecto de descentrarse hacia delante, esta avanzada de un espejo de objetos al encuentro de un sujeto, es, bajo la especie de objetos anodinos, la aparición del doble que crea este efecto de seducción, de ese sobrecoger característico del trompe-l’oeil: vértigo táctil que describe el deseo loco del sujeto de abrazar su propia imagen, y con ello desvanecerse. Pues la realidad no es sobrecogedora más que cuando nuestra identidad desaparece en ella, o cuando resurge como nuestra propia muerte alucinada.

«Veleidad física de atrapar las cosas, pero veleidad suspendida y por ello convertida en metafísica — los objetos del trompe-l’oeil conservan la misma imposición fantástica del descubrimiento por el niño de su imagen, algo de alucinación inmediata anterior al orden perceptivo.

«Si hay, pues, un milagro del trompe-l’oeil, nunca reside en la ejecución realista — las uvas de Zeuxis, tan verdaderas que los pájaros van a picotearlas. Absurdo. Nunca puede haber milagro en el exceso de realidad, sino justo al revés en la extinción repentina de la realidad y en el vértigo de precipitarse en ella. Esta desaparición del escenario de lo real es la que traduce la familiaridad surreal de los objetos.

«Cuando la organización jerárquica del espacio en beneficio del ojo y de la visión, cuando esta simulación perspectiva — pues no es más que un simulacro — se desbarata, surge otra cosa que, a falta de algo mejor, expresamos bajo las formas del tacto, como una hiper presencia táctil de las cosas, «como si se las pudiera coger». Pero ese fantasma táctil no tiene nada que ver con nuestro sentido del tacto: es una metáfora del «sobrecogimiento» propio de la abolición del escenario y del espacio representativo. Al mismo tiempo, este sobrecogimiento repercute sobre el mundo circundante llamado «real», revelándonos que la «realidad» sólo es un mundo representado, objetivado según las reglas de la profundidad, que es un principio bajo cuya observancia se ordenan la pintura, la escultura y la arquitectura del momento, pero sólo un principio, y un simulacro con el que acaba la hiper simulación experimental del trompe-l’oeil.

«En el trompe-l’oeil no se trata de confundirse con lo real, se trata de producir un simulacro con plena conciencia del juego y del artificio — remedando la tercera dimensión, sembrar la duda sobre la realidad de esta tercera dimensión — remedando y sobrepasando el efecto de real, sembrar una duda radical sobre el principio de realidad, pérdida de lo real a través del mismo exceso de apariencias de lo real. Los objetos se parecen demasiado a lo que son, este parecido es como un estado secundario y su verdadero realce, a través de este parecido alegórico, a través de la luz diagonal es el de la ironía del exceso de realidad.

«La profundidad está invertida; a diferencia del espacio del Renacimiento ordenado según una línea de fuga en profundidad, en el trompe-l’oeil el efecto de perspectiva se proyecta de alguna manera hacia delante. En lugar de huir los objetos panorámicamente ante el ojo que los explora (privilegio de un ojo panóptico), son ellos los que «engañan» al ojo por medio de una suerte de relieve interior — no porque dejen creer en un mundo real que no existe, sino porque deshace la posición privilegiada de una mirada. El ojo, en lugar de ser generador de un espacio abierto, es sólo el punto de fuga interior de la convergencia de los objetos. Un universo distinto se abre en la superficie — no hay horizonte, no hay horizontalidad, es un espejo opaco alzado ante el ojo, y no hay nada detrás. Esto es propiamente la esfera de la apariencia — no hay nada que ver, son las cosas las que le ven, no huyen ante usted, se colocan delante de usted, con esta luz que les llega de otro lado, y esta sombra que surte un efecto y, sin embargo, no le proporciona nunca una verdadera tercera dimensión.

«Pues ésta, la de la perspectiva, es siempre también la de la mala conciencia del signo hacia la realidad, y por ésta mala conciencia está podrida toda la pintura desde el Renacimiento.

De ahí viene, distinta del goce estético, la inquietante extrañeza del trompe-l’oeil, de la luz que proyecta sobre esta realidad reciente y occidental que se desprende triunfalmente del Renacimiento: es su simulacro irónico. Es lo que fue el surrealismo para la revolución funcionalista de principios del siglo XX — pues el surrealismo tampoco es otra cosa que el delirio irónico del principio de funcionalidad. Como tampoco el trompe-l’oeil forma parte exactamente del arte ni de la historia del arte: su dimensión es metafísica. Las figuras de estilo no son asunto suyo. El punto de mira es el efecto mismo de realidad o de funcionalidad y, en consecuencia, también el efecto de conciencia. Apuntan al envés y al revés, deshacen la evidencia del mundo. Por ello su goce, su seducción es radical, incluso si es ínfima pues proviene de una sorpresa radical de las apariencias, de una vida anterior al modo de producción del mundo real.

«En este punto, el trompe-l’oeil ya no es pintura. Como el estuco, del que es contemporáneo, puede hacerlo todo, remedarlo todo, parodiarlo todo. Llega a ser el prototipo de una utilización maléfica de las apariencias. Un juego que en el siglo XVI adquiere dimensiones fantásticas y acaba por borrar los límites entre pintura, escultura, arquitectura. En las pinturas murales y de techo del Renacimiento del Barroco, la pintura y la escultura se confunden. En los muís o las calles en trompe-l’oeil de Los Ángeles, la arquitectura decepcionada y deshecha por la artimaña. Seducción del espacio por los signos del espacio. Se ha hablado tanto de su producción, ¿no sería hora de hablar de la seducción del espacio?

«Del espacio político también. Así los studiolos del duque de Urbino, Federico da Montefeltre, en el palacio ducal de Urbíno y de Gubbio: santuarios minúsculos enteramente hechos en trompe-l’oeil en el corazón del inmenso espacio del palacio. Es el triunfo de la perspectiva arquitectónica erudita, de un espacio desplegado según las reglas. El studiolo es un microcosmos inverso: separado del resto del edificio, sin ventanas, sin espacio propiamente dicho — en él el espacio es realizado mediante simulación. Si todo el palacio constituye el acto arquitectónico por excelencia, el discurso manifiesto del arte (y del poder), ¿qué es de la ínfima célula del studiolo, que linda con la capilla como otro lugar sagrado, pero con un aroma de sortilegio? Lo que se trama aquí con el espacio y, en consecuencia, con todo el sistema de representaciones que ordena el palacio y la república, no está muy claro.

«Este espacio privatissime, es el atributo del príncipe, como el incesto y la transgresión fueron el monopolio de los reyes. En efecto, aquí se opera todo un vuelco de las reglas del juego que permitiría suponer irónicamente, según la alegoría del trompe-l’oeil, que el espacio exterior, el del palacio, y más lejos el de la ciudad, que incluso el espacio del poder, el espacio político, quizá no sea más que un efecto de perspectiva. Un secreto tan peligroso, una hipótesis tan radical, el príncipe debe guardársela para él, en su posesión, en el más estricto secreto: pues es precisamente el secreto de su poder.

«De alguna manera, desde Maquiavelo los políticos quizá lo han sabido siempre: es el dominio de un espacio simulado lo que está en el origen del poder, lo político no es una función o un espacio real, sino un modelo de simulación, cuyos actos manifiestos sólo son el efecto proporcionado. Este punto ciego del palacio, ese lugar sustraído de la arquitectura y de la vida pública, que de una cierta manera rige al conjunto, no según una determinación directa, sino por una suerte de reversión interna, de revolución de la regla efectuada en secreto como en los rituales primitivos, de agujero en la realidad de transfiguración irónica — simulacro exacto escondido en el corazón de la realidad, y del cual ésta depende en toda su operación: es el secreto mismo de la apariencia.

«Así, el Papa, o el Gran Inquisidor, o los grandes Jesuitas o teólogos sabían que Dios no existía — ahí residía su secreto y su fuerza. Así el studiolo en trompe-l’oeil de Montefeltre es el secreto inverso de la en el fondo inexistencia de la realidad, secreto de la reversibilidad siempre posible del espacio «real» en profundidad, incluido el espacio político — secreto que guía lo político y que se ha perdido desde entonces, con la ilusión de la «realidad» de las masas».

En: De la seducción, de Jean Baudrillard. Trad. Elena Benarroch. Madrid: Cátedra, 1981.