Hombre muerto, de Guillermo Riedemann

Por Alejandro Lavquén

Hombre muerto (Libros La Calabaza del Diablo) de Guillermo Riedemann, es el sexto libro del autor. Anteriormente había publicado bajo del seudónimo de Esteban Navarro: Poemas desde Chile, 1981; Para matar este tiempo, 1983; Mal de ojo, 1991; La manzana de oro, 1993 y Salto al vacío, 1998.

Hoy recupera su nombre civil e inicia una «nueva etapa», que sin duda está marcada por la impronta de sus libros anteriores y un estilo reconocible. Riedemann, es -a mi entender- uno de los poetas más parejos de nuestro medio. Sin aspavientos ni intenciones de sentirse un escritor a la moda, logra transmitir sensibilidad y reflexión, con imágenes que resultan sumamente efectivas: «Las piedras grandes y sucias eran más/ Y conformaban el ejército de los malos/ Las lisas y pequeñas eran menos/ Pero eran el ejército de los buenos/ Combatían por conquistar una colina/ Que era un montón de tierra/ En el patio de la casa paterna/ Una tarde pasó una milicia de locos/ Corriendo detrás de algo sin importancia/ Se devolvieron a observar la desigual batalla/ Dispararon sus risas cargadas de burla/ Y el niño cayó muerto a los pies de la colina». En otros textos se percibe la ironía, cierto recelo por el futuro y la duda de dudar si todo tiempo pasado fue mejor. La poesía de Riedemann juega un papel cuestionador permanentemente, es el caso de la reiteración del concepto de «poesía menor» o «versos menores», como una especie de estimulante que requiere la reiteración de una respuesta a gusto. También existe, de alguna manera, una crítica a su generación, en el sentido de qué quisimos ser y qué somos hoy. Hombre muerto, tiene muchas esquinas para explorar, comenzando por la «muerte poética» del propio Esteban Navarro, personaje irreverente y comprometido, niño y adulto, esplendor y tinieblas. Un poeta que se reconoce en su oficio: «Según el reloj desde este segundo/ Tengo cincuenta y lloro/ Como antes de aprender a hablar».

Riedemann, si bien tiene la impronta de los poetas del sur –nació en Reumén- y carga sobre sus hombros, lluvias y evocaciones desde paisajes rurales, muchos de ellos idílicos, es también un poeta profundamente urbano, pero no a la manera del poeta o bohemio «maldito», sino que a la manera de la gente común y corriente, aquella que sobrevive con la sencillez de la ilusión diaria y un afecto por las cosas simples. En los textos, la ciudad emerge como una necesidad y obligación a la vez, muchas veces de manera velada. Algunos poemas tienen orientación de epigramas, resultando acertados en el conjunto del libro, como el siguiente: «Si escribo un poema para ti/ Piensas que es para otra/ Si escribo un poema para nadie/ Piensas que es para otra/ Si escribo un poema para otra/ Te gusta como si fuera para ti». Hombre muerto, es evocación y futuro, donde el presente se manifiesta como una etapa incierta con respecto a la cotidianidad: «Con la cabeza entre los hombros/ Y los ojos hundidos en el suelo/ Eres invisible a pesar de la última sombra/ Antes del odiado amanecer/ Es imposible encontrar el rumbo/ Ya no el camino hacia una casa/ Que decidió apagar todas las luces». La poesía de Guillermo Riedemann respira franqueza, se eleva y mantiene su nivel. No apaga las luces, por el contrario, golpea con su luz, extendiéndose desde esquinas y lugares que el poeta no cesa de asumir en su condición de creador. En Riedemann, el lenguaje, el sentido social y la coherencia, conforman un valioso aporte, que demuestra que sin manejos pirotécnicos en el uso de la palabra, se puede ser un gran poeta.

En: Blog de Alejandro Lavquén