Son del 21 de Mayo

Composición conmemorativa a las glorias navales

Por Martín Faunes

A mí no me interesan tanto las fiestas patrias, me gustan sí por la pampilla y los volantines pero prefiero mil veces los cumpleaños. Me gustan también la pascua y el año nuevo porque a uno le dan regalos y se revientan petardos y cuetes pero, aunque cueste creerse, lo que a mí más me gusta es el veintiuno de mayo.

Y no por lo de Prat o La Esmeralda, sino porque el veintiuno de mayo es una fiesta superior: NOSOTROS LOS PROTAGONISTAS. Y ahí íbamos, desfilando, llevando el paso frente a la Intendencia y siendo saludados por las autoridades civiles y eclesiásticas –así dice el señor que va anunciando- mientras tratamos de conservar el paso, que si por mala suerte no conservamos, a nadie le importa, porque para eso es NUESTRA fiesta, es el desfile en que marchamos precedidos por los bomberos con sus cascos y sus chaquetas negras y, lógicamente, por la banda de guerra del Colegio San Antonio, pitos, clarines y tambores.

Claro que nosotros los de la Escuela Superior Mixta Número Diez no tenemos ni siquiera cornetas, pero igual marchamos e igual saludamos felices. Es nuestra fiesta con los pasos cambiados, y saludando de manos en viseras de mentira, porque ninguno lleva gorros ni sombreros. Igual, nuestro saludo era de mano a la frente y vista al flanco, saludando serios al último de los veteranos quien nos sonreía enfundado en su uniforme de la guerra del setenta y nueve, orgulloso con sus decenas de galones y medallas y con su parche en el ojo izquierdo de cuero bien lustrado.

«Honores a nuestro veterano del setenta y nueve», decía el caballero que hablaba por el micrófono, y honores nosotros le hacíamos en primero preparatorias, y también en segundo. En tercero le pregunté a la señorita Ofelia qué era un «veterano», y nuestra gentil profesora nos explicó que eran quienes habían sobrevivido a un hecho importante, una guerra por ejemplo. En otras palabras, un veterano no era un vejete como nosotros creíamos, aunque yo ya sospechaba que había algo más. De todos modos, la confusión era explicable, porque nuestro veterano, don Teobaldo Rebolledo, era viejo, eterno de viejo. Una practicante que teníamos, de la Escuela Normal, se encargó de explicarnos mejor «lo que ocurre es que como hace tantos años que no hay guerra, los que pelearon en la última que tuvimos ya están así de viejos, por eso la gente se confunde; pero terminada la guerra, don Teobaldo y los otros veteranos que sobrevivieron con él eran todos muy jóvenes. Ahora no, ahora ya se han ido muriendo casi todos de viejos, y sólo nos queda don Teobaldo, que está anciano como ven, lo cual no significa que no haya sido joven durante esa guerra y que no haya sido el héroe que es».

Esas explicaciones de la señorita Ofelia fueron en tercero, y tuvimos que esperar un año completo para, en el veintiuno de mayo de cuarto, rendirle por fin los mejores honores que se merecía, porque ahora lo sabíamos bien: don Teobaldo Rebolledo era un héroe, un padre de la patria, un Prat, o un O’Higgins o, más aún, un Manuel Rodríguez que por entonces perdió su lugar como nuestro héroe favorito. Nadie podía ante don Teobaldo, único sobreviviente de la Guerra del Pacífico, único héroe de carne y hueso al que podíamos rendirle honores en persona, don Teobaldo Tamayo, héroe de Coquimbo y La Serena y Chile entero. Y tan cercano era que, tras ese desfile, me acerqué a él, que se retiraba junto a sus familiares, y le pedí que me dejara ver su ojo de menos, a lo cual él levantó su parche sonriendo, mientras nosotros le admirábamos una y otra vez, ésa, su herida de la guerra.

Tras ese desfile de cuarto, organizamos una guerrilla extraordinaria lanzándonos maicillo en el patio de la escuela. Una guerrilla memorable que la llamamos «De Cancha Rayada», aunque la tal batalla verdadera de Cancha Rayada nada tuviera que ver con el veintiuno de mayo ni con don Teobaldo, personaje heroico que esa vez todos nos disputábamos por representar.

En quinto desfilamos otra vez rindiéndole honores, aunque él parecía observarnos desde sueños. Casi en mayo de ya sexto, mi madre, profesora también como la señorita Ofelia, ganó una lujosa Historia de Chile completa e ilustrada en un concurso para docentes. Lo celebramos comiendo arroz con machas y cabrito al horno. Tuve que esperar, eso sí, hasta el día siguiente para hojear a gusto ese libro maravilloso sin que nadie me estuviera presionando. Y así fue que sin presiones, busqué paciente en los capítulos de la guerra del setenta y nueve las acciones heroicas que habían convertido a don Teobaldo Rebolledo en el héroe viviente que ahora era, pero nada encontré, nada. Ninguna mención, ni siquiera por iniciales, y eso era imposible, no después de los honores, no después del paso de ganso, no después de la banda del colegio San Antonio, no después de la sonrisa brindada para él de parte de mis compañeras, las más bonitas; no podía ser.

Después de la quinta vez de repasar hoja por hoja, no me quedó sino convencerme y caer en la tremenda desilusión: el pobre don Teobaldo nada había hecho como para ser citado en el maravilloso libro ganado por mi madre, y yo no era ningún leso, así que por duro que resultara entendí que debía asumir que tal vez el pobre caballero se había salvado de la guerra por ser de la retaguardia, o no sé, quizá marinero enfermero, o aún peor, soldado cocinero o acaso ordenanza de otros de jerarquías mayores que capaz sí pudieron ser héroes. Claro que esos héroes posibles no vivían en La Serena ni en Coquimbo, y a nosotros no nos quedaba sino celebrar y rendirle honores a uno que tal vez no había estado ni cerca del campo de batalla. En otras palabras, bien podía ser que incluso el ojo que le faltaba, hasta podría haberlo perdido en un accidente o en alguna vulgar riña de borrachos. Triste realidad, el trago amargo o más que amargo. Claro que nada de eso le conté a mis compañeros, estuve a punto, pero no; mucho menos a mis compañeras, ¿para qué?, ¿para que se desilusionaran también?, ¿para que les diera la misma pena que a mí me había dado?

Nada de eso, tenía que callarme y me callé bien. No fue fácil. Gracias a eso, unos pocos días después cuando desfilamos frente a las autoridades y el hombre del micrófono pidió honores para don Teobaldo Rebolledo, veterano del setenta y nueve, héroe y padre de la patria; muchachas y muchachos nos llevamos la mano a la visera imaginaria y sonreímos contentos, a pesar de que era claro que don Teobaldo no nos observaba desde la tarima, cómo si el pobre estaba prácticamente durmiendo. Serían los últimos honores que le rendiríamos por veintiuno de mayo, porque a los pocos días lo encontraron muerto. Un infarto, dijeron.

Todos los chiquillos de La Serena y Coquimbo fuimos desfilando tras su ataúd hasta el cementerio por la subida de Colo-Colo y fuimos testigos de cómo ponían su féretro en el mausoleo de los héroes. Serenos nosotros, mientras las muchachas lo lloraban sin consuelo. Fue cuando entendí que todos habían disfrutado con él considerándolo un héroe, y él mismo lo había disfrutado tanto como nosotros; y, si hubiera sido un héroe en realidad o si no hubiera divisado siquiera al enemigo en el campo de batalla, a quién podía importarle. ¡Viva el veintiuno de mayo!, ¡Viva nosotros desfilando!, ¡Que viva Cancha Rayada!, ¡Que viva don Teobaldo Tamayo!

Martín Faunes Amigo, Los Molles, Invierno 2003

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«Son del veintiuno de mayo» fue publicado por primera vez en «Cuentos para leer y sonreír», EDEBÉ, 2003.

Martín Faunes Amigo

Narrador y dramaturgo de alias Pájaro Pardo, nace en Santiago de Chile pero trasladado muy pequeño a La Serena, es en esa ciudad del límite del desierto de su país, donde ayudando en libretos de radioteatro, con apenas diez años se inicia como narrador.

El autor, retornará posteriormente a Santiago para estudiar ingeniería en la Universidad Técnica del Estado, y también cine y drama en la Pontificia Universidad Católica; sin embargo La Serena habrá calado en él tan profundo que la mayoría de sus relatos evocarán la atmósfera de esa ciudad nortina que considera su hogar.

Es uno de los directores de la revista de literatura visceral y voyerista Pájaro Pardo, es colaborador además de los diarios La Nación y La Época, y de las revistas Pluma y Pincel, Punto Final y Simpson 7.  Sus novelas Gente que se amaba en baños de trenes y Dos pícaros camaradas y de cómo se iniciaron, se preparan para entrar en prensa.

En la actualidad, ejerce como terapeuta para  recuperar a personas en situación de sufrimiento extremo.  Es, además,  profesor de cuentacuentos para el Proyecto: Tenemos tanto que contar, que la Corporación Letras de Chile desarrolla en conjunto con la Fundación Hogar de Cristo, orientado a hombres y mujeres, adultos mayores, que se han propuesto contarles cuentos a los niños y niñas de las escuelas básicas del lugar en donde viven.

OBRAS

Sus cuentos aparecen en las antologías Javiera Carrera, Ergo Sum, Cuentos de La Época, Andar con cuentos, Quiero contarte que… voces hacia el mañana, y Lecturas de verano, del diario La Nación. En otra faceta de su personalidad, es también autor de Migrating to VSE/ESA 1.3, escrito en Böblingen, Alemania, para una compañía informática internacional, y, además 7 guiones para cine y TV. Ha publicado Tranvía equivocado (Cuarto Propio, 1992); y  como coautor, los libros: Ráfagas de versos y bytes (Mosquito Editores, 1990), Lo duro y lo hermoso al final del Siglo XX (Cuarto Propio/Últimos Tranvías, 1996).

CUENTOS

Ha publicado los libros de cuentos:

Ráfagas de versos y bytes, 1990.

Tranvía equivocado, 1992.

Lo duro y lo hermoso al finalizar el Siglo XX.

Las historias que podemos contar, Volumen Uno, 2002.

Una experiencia para no olvidar, 2003.

Fantasmas en la red, 2003.

-Diferentes miradas: Las historias que podemos contar, Volumen Dos, 2004.

DISTINCIONES

Ha obtenido primeros premios en los concursos:

-Javiera Carrera, Colonia Italiana, en el encuentro de literatura y plástica Arte-Libertad.

-Ha sido premiado también en los concursos 50 Años de El Siglo, Mila Oyarzún, y

-En dos oportunidades en el concurso de cuentos Diario La Época.

-Su libro Tranvía equivocado fue adquirido por el Ministerio de Educación de Chile para todas las bibliotecas del país.

Lo duro y lo hermoso al final del Siglo XX, contó con el patrocinio de la  Escuela de Teatro de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

-Acaba de ganar el Concurso del Fondo del Libro (2007) con el cuento: “El Amor, Tigre De Dos Cabezas: Composiciones Escolares Para Estudiantas Crecidas”.