Cae la noche total y sólo veo estrellas cercanas en un cielo confundido que todavía no acabo de reconocer. Mis dedos se enredan en los rizos prietos de mi dulce Malgarida. Ella ha sido no sólo mi fiel compañera sino también la mejor madre de Diego, mi pobre hijo que duerme como piedra.

DESIERTO DE ALMAGRO

De tan amargos contenidos llenos los días

que se dilatan y las noches que no terminan

líbralos, Dios mío, de pavor, de agua turbia,

o dámelos y hazlos más duros si puedo rescatarlos

de esos polvos y sales acumulados en tantas corrientes,

en tantas floraciones tenebrosísimas.

Dame esos días y noches para que cubran mi cuerpo miedoso

Y dejen su hiel sólo en mi carne, si cabe, así: en don.

Y lleguen a mi señor puros, con sus aguas transparentes.

Fernando Onfray: Oración de Malgarida

Veo redondo el mundo, todo el planeta de sal y yo, en el centro. Abarco un horizonte circular alterado por los cordones de cerros donde sobresale el soberbio cono del Licancaur. Volcán bizarro, transparencia arriscada, montaña limpia.

Pura sal, nunca plata ni oro. ¿Qué burla nos jugó la fortuna? La sal empedernida cubre de un sudario a la tierra.

Gracias al aire purísimo y a la limpidez del espacio, se vive la figuración de la distancia y todo se siente a pocas leguas de alcance. Encima, se suspende un cascarón celeste. Sin la menor nube que altere el firmamento, esta cúpula cubre el mundo.

Bandadas de flamencos arrebolados con alas de gran envergadura, orladas de plumas negras, surcan el cielo. Las aves descienden raudas y se posan en las lagunas saladas. Al mismo tiempo, inclinan sus gráciles cuellos y hunden el pico negro para comer. Nos incitan a buscar ansiosos pececillos o cangrejos. Nada. Ellos siguen comiendo sin alzar los elegantes cuellos, hundiendo los picos de porcelana, como si cogieran animalejos invisibles. Luego lloran para eliminar el excedente de sal. Si me permitieran acercarme a ellos, recogería esas lágrimas de sal, únicos diamantes hallados en este infierno desolado.

La sal construye con filo de cristales modelos inagotables de castillos, catedrales, grutas encantadas casi a ras del suelo. Miniaturas de farallones, precipicios, escarpados montes, acantilados, quebradas. Escamas de armaduras descomunales no disimulan la aspereza de la sal. La sal se retuerce, se encarama, graniza, corusca, se licua y congela. Emerge en columnillas ásperas, bujías ciegas, garras raspantes, costras y se eriza en hirsutismo que raja nuestros pies descalzos. Ay, infelices, ya gastamos hasta las suelas del alma recorriendo el páramo.

Caravana de la sal. La sal errante se deslíe para congelarse en cuchilladas y nos enceniza las carnes con anticipos de mortaja. Reluctante sudario de la sal, nieve falsa, se liga encadenada. Primicia del hielo y el fuego, mar desnudo. Su oleaje ríspido atenúa un sol incapaz de parpadear, ajeno a toda nube. El mar se divorció de la sal y el ojo del sol lo evaporó.

Sobre la sal, somos unos tenues bultos batidos por la brisa feroz. No polvo al polvo sino carne ajamonada, tasajos humanos.

Cae la noche total y sólo veo estrellas cercanas en un cielo confundido que todavía no acabo de reconocer. Mis dedos se enredan en los rizos prietos de mi dulce Malgarida. Ella ha sido no sólo mi fiel compañera sino también la mejor madre de Diego, mi pobre hijo que duerme como piedra.

Mi Diego nació de una india panameña que lo rechazó. Malgarida, la primera mujer de conquistador que cruza este territorio, ha hecho conmigo este horrendo viaje de ida y vuelta sin una queja, sin una reconvención. Ha cuidado mi cuerpo maltrecho, ha curado mis llagas, no siente asco por mi mal inmundo… Ella gime y la remezo para que salga del mal sueño.

Yace a mi lado y se queja tal si la azotaran los miserables que la compraron y vendieron como esclava. Antón Palma la vendió preñada al maestro Juan Fiuco, vecino de Santo Domingo en la isla de Haití. Cómo me la maltrataron. Le vendieron al hijo y nunca volvió a saber de su destino. Años después, Agustín Bibaldo por doce ducados de oro le dio la licencia a un mercader para pasarla desde Santo Domingo a las indias. Siento que aprieta los dientes y en sus sueños olvida que yo le di la libertad y vive y morirá libre.

—Mi amól (así me dice cuando estamos a solas, engañando la palabra amo y alargándola para halagarme con su cariño), yo estaba entregando mis bienes para enaltecer vuestra memoria… Yo dictaba a un escribano y le hablaba de nuestro viaje…

—Tranquila, mujer, tranquila. Ya pasó…

—Tengo miedo, mi amól…

—Si estás conmigo. ¿Ves? Estamos juntos…

Acaricio su cuerpo de ébano y cacao hasta quedarme  transpuesto. He soñado que bajo las costras del desierto y en las entrañas de estos montes corren ríos interminables de oro y plata y piedras preciosas y otros metales. Pero el oro y la plata y las gemas se me convierten en sal y me deslizo hasta un páramo de mi suprema desdicha que se llama Las Salinas.

Despierto a mi propio grito porque en el sueño veo caer a mi hijo…

Ni un puma desciende de los montes para compadecerse de nuestra miseria ni viene a devorar nuestras entrañas ardientes y secas como cuerdas de guitarras. Las mulas y llamas traen ligera carga, ya no nos quedan para distribuir entre mis huestes hambrientas sino algo de cecina, un vino avinagrado, unas galletas endurecidas…

Bebemos nuestros orines. Aun la propia sangre nos beberíamos. Mas ya no corre sangre por mis venas, se me ha endurecido en una costra calcinada. No cae el párpado en mi ojo seco donde se congeló el sueño del oro. Diviso lagunares de mentira donde el espejismo me hace desvariar con esmeraldas desleídas y mi piel engañada se eriza como queriendo alcanzar el agua imaginaria.

¿Qué me trajo a andar y desandar este camino del hielo y del fuego? ¿Acaso la vergüenza de no haber sido reconocido por mi padre y la humillación de ser abandonado por mi madre, y el maltrato, la malquerencia y el menosprecio me curtieron este cuerpo canijo y esta alma altanera que se empecinó en emprender el viaje en busca de una riqueza improbable?

La pierna de Malgarida sobre mi cuerpo cansado me sirve de consuelo. Ella es la única mujer que se arrogó el derecho a integrar esta expedición tan vasta, bien pertrechada, pero con tantos sinsabores y percances que a Copiayapu no llegamos sino doscientos cuarenta españoles, unos mil quinientos indios, cincuenta esclavos africanos y ciento doce caballos. ¡Ciento setenta murieron y doce españoles en las batallas que hubimos con las guerreras tribus de los Andes!

¿Y que me queda? Sólo unas tropas diezmadas… ¿Y mi gato? Erizada ansia, empapado de luna: joya viviente. El desierto le tragó sus siete vidas. Mi querido gato que me costó seiscientos castellanos. Ha quedado seco, incorrupto, tendido en la capa de sal.

La noche gélida nos empuja y avanzamos espoleados por un infierno congelado hasta donde los demonios se escarcharon en hechuras de la sal. Luz del desierto corre telón del cielo, noche aterida me invade el alma, los sueños.

Adelante, adelante proseguimos estos cuerpos vacíos de almas. La medula clama por agua. Agua a vasos —savia, sangre, semen, sudor, saliva— y venas.

El Señor Viento esculpe las piedras del Valle de la Luna, se siente el silbido de su cuchillo tallador mientras su hermano Aluvión moldea la arcilla del Valle de la Muerte. Imaginero perverso, talla y talla. Sus huellas nos escarnecen, porque ya el suelo ansioso se tragó hasta la última gota de agua. ¿Cuántos siglos ha, el mar avanzó y barrió, azotó, fustigó? Las fantasmas talladas pueblan mi sueño. Me traga el charco.

El gemido de mi escudero me despierta. Me parecen dulces las lágrimas que anegan mi único ojo y escuecen mi raspada mejilla.

¿Acaso Francisco Pizarro tuvo en algún delirio el conocimiento de este vasto páramo y se prestó solícito a socorrer mi campaña para hundirme en una expedición de espanto? ¡No puede ser! Francisco y yo hemos sido una misma alma en dos cuerpos. Él no querría tanto mal.

De ida, las montañas del hielo, los riscos y precipicios, las grietas insondables, las masas de agua congelada, los temporales de nieve.

Ahora, de vuelta: el sol sobre las cabezas, el reverbero mentiroso, hambre y sed, hambre y sed, hambre y sed. De noche, se nos enfría la sangre y tiritamos como perros a la intemperie glacial.

¿Acaso Pizarro es un brujo que previó mi desdicha, armó la artería y me lanzó a desgarrarme hasta la fe?

Caigo en un duermevela de angustias y vuelvo a soñar con la sal, con un páramo de mi suprema desdicha que se llama Salinas. Y se me van volviendo sal las dunas de finísima arena, los riscos amenazantes. Los contornos de las fantasmas se me acercan, se me alejan, me amenazan, se plasman en estatuas de sal y me aprisionan, me encadenan, desgarran mis carnes, quebrantan mis huesos y me ahorcan. Y me matan más allá de mi muerte y decapitan hasta mi mismísima semilla.

Despierto bañado en sudor como si la Muerte me hubiera estrujado hasta el último humor. Pero no es la Muerte la que me provoca espanto sino haber despertado para seguir sumido en el desvarío.

Veo todo el suelo, las colinas y riscos cubiertos de florecillas blancas. No, no son flores: es nieve. Miro a mi entorno. Duermen los pobrecillos. Entre jirones se asoman sus carnes magrecidas. Y grito y animo a mis hombres: cazaremos, pescaremos, cogeremos esa nieve la beberemos, mojaremos nuestros cuerpos enjutos…

¡Maldición! No flores, no nieve. Hondonadas y montes florean de sal…

A la rastra llegamos al valle de Chiu Chiu y los lugareños nos matan el hambre y la sed. Saboreo la miel de las vainas de algarrobo y los frutos del chañar. Malgarida me baña en el río, limpia mis llagas, lava mi ropa. En poco rato, todo está seco y perfumado a sol.

Nos tomamos el tiempo suficiente para apertrecharnos. Malgarida tiene el don de saberse entender, no sé en qué lengua. No tarda en aprender la preparación del frangollo de maíz, se consigue el tasajo de ovejas de esta tierra y otros bastimentos para la travesía. Me prepara un paseo.

Unos chiquillos nos conducen a un lugar portentoso. En pleno desierto se abre un ojo de agua que refleja el cielo. Es un ojo verdadero, un ojo vivo. Imposible saber cómo se surte. Me perturba su perfecta redondez y la vislumbre de su profundidad insondable. Mi mujer se sienta a la orilla y mete los pies en el agua. Me da miedo, presiento la súbita irrupción de un monstruo que pudiera arrastrarla al fondo. La cojo de un brazo y la jalo…

Estos infieles tienen el habla más áspera que sea dable oír, no hay como entenderse con ellos por palabras, pero nuestra miseria es el más elocuente de los idiomas.

Dan grandes muestras de admiración ante los caballos y mulos y se compadecen primero de ellos dándoles de beber. Nuestro lengua, un yanacona, logra hacerlos comprender qué es una herradura y muestra las patas maltratadas de las bestias.

Para mi sorpresa, nos conducen a una fundición a la vera del río que llamamos Salado por la calidad de sus aguas y traen cobre, de una dureza por mí desconocida, para trabajar los casquillos.

Viéndolos laborar, noto que el cobre purísimo corre como lava o sangre de los volcanes, se deposita en las hendeduras de las rocas y se convierte en pellas. Lo que no entiendo es cómo estos kunzas logran endurecer más que el hierro el dúctil metal rojo. Con él fabrican no sólo útiles de labranza sino también cinceles que cortan hasta el basalto con impresionante facilidad.

Sí, kunza: al fin el lengua ha conseguido descifrar el gentilicio de este pueblo de cabelleras y ojos de azabache y tersas pieles morenas. Serán brutos: kunza quiere decir “lo nuestro”. Y así como se mientan a sí mismos, nombran su duro idioma, tal si sobre el planeta entero no hubiese más hijos de mujer que ellos…

Pero basta de divagar. Llegó la hora de proseguir rumbo al norte. Rumbo al cumplimiento de mi destino.

El cielo como una jofaina pura se cierne sobre nuestras cabezas.

 

Malgarida de Almagro, al enviudar y perder a Almagro y al joven Diego que crió como hijo propio, en 1553 estableció una capellanía : “…por cuanto yo he deseado y deseo gratificar al adelantado don Diego de Almagro, difunto que haya gloria mi señor e a don Diego de Almagro su hijo. Muchas buenas obras que dellos recibí ansí en el buen tratamiento de mi persona como en la libertad que el dicho don Diego de Almagro mi señor me dio. E a hacer bien a otros señores, amigos míos que acompañaron a dicho mi señor en la jornada que hicimos a las provincias de Chile. E para el dicho efecto he tenido y tengo voluntad de fundar una memoria y capellanía para que perpetuamente se ruegue a Dios por sus ánimas y por la mía…”