Bravo y Allende Acaba de publicar Cuentos de Barrios del escritor Rolando Rojo R. Letras de Chile adelanta el cuento: Sin maquillaje.

SIN MAQUILLAJE

Después de recorrer el portal Fernández Concha por tercera vez, la muchacha se da cuenta de que el hombre de traje gris y bigotes gruesos la sigue con intención de abordarla. Por eso cruza hacia la Plaza y se sienta frente al “Marco Polo”. El calor del mediodía apacigua el canturreo canuto y el griterío del comercio ambulante. Ella también siente el latigazo del sol en la espalda, pero no abandona el banco, porque desde allí observa mejor. Contra sus deseos, cada vez, ingresan más clientes al local. La muchacha respira profundo como para insuflarse el valor que le falta y se encamina al negocio rogándole a Dios que todo resulte fácil y rápido. A pasos lentos, se dirige a la cajera y su voz sale apenas audible. La mujer, empeñada en contar un vuelto, le responde fríamente y al ver que la chica sigue junto a la caja, la mira con desconfianza y alza el tono: “¡El que está allá, al fondo, señorita!”. Los parroquianos se vuelven sorprendidos y se topan con la figura nerviosa de la muchacha que enrojece violentamente y siente que las miradas se pegan en su cuerpo. De pronto, tiene la impresión de ir desnuda, con la sensación de que le sobran senos y glúteos. Las piernas le tiemblan y debe razonar el mecanismo del andar. Las miradas de los parroquianos siguen pegadas como sanguijuelas en su cuerpo. La Tere le había dicho que necesitaban una garzona y ella se había puesto lo mejorcito: la falda negra abierta al costado, la blusa blanca, los zapatos de taco alto y el cinturón de cuero que le amolda la cintura y le destaca las caderas. Por eso se le había pasado la hora. “Harta pinta de puta”. Vociferó el viejo cuando la vio salir y ella se negó a contarle adónde. A medida que avanza por el largo pasillo, se le desdibuja el contorno y sólo percibe una masa indiferenciada de objetos y personas. Hasta tiene intenciones de retroceder y mandar todo al carajo.

“Habla con don Héctor. Es buena persona el gallego”. La había estimulado la Tere que estaba al tanto de sus problemas. Desde el costado izquierdo, el cocinero mapuche, embutido en un gorro blanco, la mira, golosamente, desde el borde de la plancha churrasquera. La muchacha no está segura de apoyar el pie en el paso siguiente. Lentamente, cruza la hilera de taburetes donde los hombres beben cerveza y la siguen sin perderse detalle. Hasta las garzonas se agrupan para hacer comentarios ensordinados. Es primera vez que la muchacha sale a buscar trabajo, y éste, lo requiere con urgencia. Vuelve a buscar valor en la inspiración del aire viciado del local y continúa con su andar descoordinado, temiendo que el sudor le dañe el maquillaje. Hace tres meses que no le baja, y la ausencia del Toño se debe a esto, a que ella se lo dijo. Sin adorno. Como acostumbran a decirse las cosas en la población. Y el maricón del Toño había desaparecido. Sabe que no podrá continuar en el Liceo, y que si el viejo se entera, va a reaccionar con la misma brutalidad con que maltrataba a la madre. “Donde no alcanza para que coman dos, menos va a sobrar para un huacho”. El cocinero se limpia las uñas con la punta del cuchillo y la mira con los ojos negros, con las cejas hirsutas, con la frente estrecha y los pómulos alzados. Ahora, la muchacha piensa que se le nota el vientre abultado, pero sus carnes juveniles no han cedido un centímetro. En la ceguera del rubor, sólo advierte el bamboleo de sus senos y la humedad de sus manos. Cuando, por fin, llega junto al hombre que fuma en el fondo del local, suelta un suspiro y descarga en el mostrador el peso del esfuerzo.

– ¿Don Héctor? –Pregunta tímidamente.

El gordo, sin dejar de leer el diario de la mañana, mueve afirmativamente la cabeza. Es el único que no ha reparado en la presencia de la chica.

La muchacha deja pasar un segundo que le parece un siglo y vuelve a la carga.

– Vengo de parte de Teresa Rojas. Me intereso por el puesto de garzona.

La frase, memorizada con esfuerzo, le sale en un solo chorro de voz.

El gordo baja el diario y retrocede un paso. La muchacha abre la cartera y le muestra certificados de estudio, recomendaciones de sus profesores, un cuaderno con poemas. Cuando responde que no tiene experiencia en el ramo, don Héctor se queda pensativo con el mentón apoyado en la mano abierta. Gira el torso voluminoso y se topa con la hilera de pescuezos estirados; con las pupilas lujuriosas del cocinero; con los comentarios de oreja a oreja de las garzonas y comprende, de golpe y porrazo,que es el centro de las miradas en esta mañana floja del verano. Entonces adopta una nueva pose. Un aire canchero. Cruza el pie derecho por delante del izquierdo y lo apoya en la punta del zapato reluciente. Aplasta el abdomen contra el mostrador y se alisa el bigote cano. El interrogatorio se torna más afectuoso y comprensivo y, a ratos, lo hace rumbear por senderos que la chica no capta a cabalidad. El gallego expulsa el humo del cigarrillo al cielo, se busca una pelusita imaginaria en el ojo, ataca y contraataca con potenciales simples y compuestos: podría, sería posible, a lo mejor. Por momentos juega con el llavero y dirige miradas autoritarias al personal. Y comprende que va bien encaminado cuando la muchacha da señales de entender su lenguaje retorcido, sus intenciones ocultas. Apoyados en el mostrador del fondo, ambos tienen algo en común: el mismo nerviosismo, el mismo temor de que la oportunidad se escape. Ambos también, esconden un secreto en el cuerpo. Ella, tres meses de embarazo. Y él, una colonia de hongos entre las piernas que le hace escocer las verijas con el sudor mañanero. La muchacha piensa en la mariconá del Toño. Don Héctor, en su condición de viudo de pensión, en su soledad de domingos y feriados. Ambos sonríen. A ratos, ambos enrojecen. Don Héctor interroga con labios temblorosos. La muchacha asiente como forzada. Ahora, la chica empieza a ver todo claramente. Por primera vez repara en las lámparas, en las aspas de los grandes ventiladores. Hasta los rostros indiferenciados de los parroquianos adquieren singularidad. A esta hora, el viejo llevará varias “cañas” en el clandestino de la pobla. La muchacha ríe con naturalidad y sus mejillas recobran los colores. Se echa, coquetamente, el pelo hacia atrás y cuando le pasa la mano al gallego, ya no suda, pero aprieta una masa blanda y húmeda como un molusco. Don Hécor se queda con una sonrisa de esperanza y ella emprende el camino de regreso con seguridad y algo de arrogancia. Los senos juveniles cortan el aire del local, el trasero firme y erguido vibra sin complejos. En el centro del pasillo, se humedece los labios con la lengua y enfrenta la mirada del cocinero. “Indio de mierda”. –Dice bajito cuando le hace volver el rostro a la pared. Uno a uno, mira los rostros de los clientes que, presurosos, buscan la espuma de la cerveza. “Cabrones calientes” Les espeta con fuerza. Al pasar frente a la cajera, alza la voz y le endilga un: “Gracias, mujercita”. Con algo de insolencia y menosprecio en el tono.

El local recobra la frenética rutina del mediodía. Las garzonas se esmeran en atender los pedidos. Los parroquianos, resignados al calor de enero, beben cervezas en silencio. En la calle de tierra de la población, el viejo estará raja de curado, luciendo sus inmundicias. La muchacha llega a la puerta del “Marco Polo”. Con ayuda de la lengua se desprende el chicle pegado en el paladar y lo arroja con rabia a la calle. “Gordo asqueroso”. Piensa, mientras cruza hacia el Portal Fernández Concha donde un tipo vestido de gris y bigotes gruesos, espera.