Por Miguel de Loyola

Nada puede ser más espantoso que viajar en avión. Primero, ya en el mismo aeropuerto, las líneas aéreas a los pasajeros los tramitan por dos y hasta por tres y cuatro horas antes de embarcarlos como sardinas en sus latas de transporte mal llamadas aviones. Luego, continúa el rutinario paso por Policía Intencional, donde te revisan hasta los sobacos como si fueras igual o peor que el delincuente más temido por la sociedad. Más adelante,  te hacen esperar horas en frías salas de hospital por donde deambulan viajeros somnolientos, desvelados esperando ser llamados por los parlantes a embarcar.

Cuando esto finalmente sucede, viene otra vez la revisión de los pasajes por el mismo funcionario de la línea aérea que horas antes te atendió en el mostrador, y quien ahora vuelve a verificar lo que no verificó la primera vez: sí, adelante, termina por decir, entonces sigues en forma mecánica camino al avión por un túnel por donde se mueve la masa de pasajeros como un tropel de búfalos sueltos en medio de la pradera, desesperados por entrar primero que nadie al envase de latón, empujando en su paso a quien se interponga en su camino, para luego atascar el tránsito parado con su bolso de mano en medio del pasillo, tratando de encajar sus bártulos en la cajuela superior.

Una vez ubicado y sentado en el número de asiento correspondiente, te amarran al asiento como si fueras un animal rabioso, y a tal extremo pegado al asiento delantero que apenas  te puedes mover durante el largo y supuesto trayecto por sobre las nubes, como te dicen que volarás, pero a ti te más bien te parece el vuelo bajo la más burda y triste realidad. Para que hablar en ponerse de pie una vez enterrado en esa minúscula butaca de micro de barrio,  si tienes la desgracia de quedar en el asiento pegado a la ventana, o en medio de esas horribles filas creadas para trillizos, el tapón que la ley de Merphy se encargará siempre de ubicar a la orilla del pasillo, no te dejará pasar una sola vez sin mirarte con cara de perro guardián. Y si todavía tienes la mala fortuna de quedar ubicado en el asiento que da a tu espalda con una de esas puertas invisibles llamadas de emergencia, ni si quiera tendrás esos 5° de desplazamiento del respaldo para desplazarte cuando el pasajero del asiento delantero  se eche hacia atrás. Después vienen las consabidas advertencias, tan inútiles como las llamadas puertas de emergencia, y luego si por casualidad consigues cerrar los ojos para alivianar el peso insoportable del viaje durmiendo algunas horas, te despiertan las azafatas para entregarte con una sonrisa empaquetada algo que gustosas –como si se tratara de algo exquisito y único en el mundo- llaman ahora snack ,consistente en un par de paquetes  de confites, donde no falta el de maní que confirma tu calidad de mono enjaulado como vas, como te sientes, enterrado allí en un asiento mezquino, donde apenas cabe tu trasero, donde apenas puedes mover los brazos, donde viajas inmovilizado, amortajado como una momia embalsamada de la antigüedad. Luego, o al unísono, te encienden las pantallas de esos televisores enanos anunciando una programación preferencial, la que por cierto ya has visto en viajes anteriores y te resultan una soberana lata. Y, para colmo, ocurre que el viajero del asiento continuo enciende la luz para mirar la hora, o bien se le ocurre apretar el botón del ventilador cuyo chorro de aire fresco te llegara de lleno a ti más que a él, justo cuando tú estás a punto de quedarte otras vez dormido –no por necesidad de dormir- sino con la intención de olvidar la incomodidad permanente del viaje.

 

Mejor ni hablar de las escalas, donde te ponen ese estúpido cartel de pasajero en tránsito, porque igual te hacen pasar otra vez por las mismas tramitaciones de animal poco confiable que llevas impresa como un timbre sobre tu rostro de viajante entregado en cuerpo y alma a todo tipo de requerimientos por parte de la línea aérea a la que has comprado con meses de anticipación ese maldito pasaje, y en cuyos datos están impresas hasta las huellas digitales de tus dedos más íntimos. Y sin embargo, vamos otra vez pidiendo los documentos de esto y más allá.

Y el desastre del arribo, mejor ni hablar, la rifa de las maletas girando en esa ruleta por donde van pasando lo equipajes, a donde tienes que precipitarte con la furia de la bestia indomable para que el tonto del lado te deje cazar tu equipaje antes que la corriente lo arrastre y se lo lleve otra vez….

Nada puede ser más espantoso que los viajes en avión, allí uno pierde su humana condición y pasa a ser un bulto, una maleta, un equipaje, un objeto que hay que saber trasladar porque el importe por cada pasajero enlatado no es despreciable para las Aerolíneas que siguen aumentando sus capitales a costa de las necesidades de transporte del mundo actual, sin importarles tu incomodidad.

Por eso mi nostalgia por los trenes no puede ser más grande, sólo en esos amplios vagones el viajero podía seguir conservando su más entera humanidad, acomodado en una butaca confortable, con espacio suficiente para moverse, incluso para caminar por un largo pasillo recorriendo la extensa longitud del tren, mecido por un vaivén inductor del sueño más profundo y sagrado.