Pablo de Rokha y William C. Williams en Nueva York

Por Oscar Barrientos Bradasic
No existe un nombre preciso en los estudios literarios para conceptualizar el encuentro entre dos escritores como un intercambio y convergencia de sensibilidades estéticas. En inglés el término crossover puede por algunos instantes sacarnos del aprieto y se trata, en definitiva, de la construcción de un acontecimiento que acaricia la realidad desde la historiografía pero que, en gran medida, también es elaborado por sus exegetas hasta crecer en el tiempo como una suerte de mitificación progresiva.

Se habla hasta la saciedad de la tormentosa noche de Ginebra donde Mary Shelley y John W. Polidori concibieron “Frankenstein” y “El vampiro”, dos obras tutelares de la novela gótica. En tiempos pretéritos, el tan improbable como deseado encuentro entre Shakespeare y Cervantes tuvo como línea argumental una obra que habría escrito el célebre dramaturgo inglés basado en la novela de Cardenio, paraje bucólico al cual se hace referencia en el romance de Don Quijote.

Un poco más afincada en la realidad pero no menos teñida por el halo legendario que le imprimen todos sus biógrafos es el encuentro entre Borges y Neruda donde ambos coincidieron en corroborar la pobreza estilística del idioma español para escribir poesía. Nadie puede negarlo del todo, pero reconozcamos que nos gusta pensar que fue completamente cierto y las sucesivas tertulias literarias, congresos filológicos y discusiones de café irán sumando nuevos recortes a esta postal borrosa, a la manera de un collage.

Menos estilado y recurrido es el encuentro entre Pablo de Rokha y William Carlos Williams en el Council for Pan American Democracy de Nueva York, el domingo 17 de diciembre (presumiblemente del año 1944). El acto contaba con el patrocinio de El Consejo Pro- Democracia Panamericana.

¿Cuánta certeza o qué neblinas podemos avizorar en torno a dicho acontecimiento?

Se produce en el marco de una gira que Pablo y Winétt de Rokha hacen por América Latina y Estados Unidos gracias a la iniciativa del entonces Presidente Juan Antonio Ríos quien los nombra embajadores extraordinarios en el marco de una misión cultural. El matrimonio dictó conferencias en las principales universidades del continente y fueron recibidos en el país del Norte por el Presidente Rossevelt. Se sabe que leyeron poemas en el Salón de los Héroes de Washington. (Anteriormente Joy Davidman en 1943 publicaría “War Poems of the United Nations” (Nueva York) e incluiría en representación de Chile a Winétt de Rokha, Pablo Neruda y Pablo de Rokha)

El poeta en su autobiografía “Amigo piedra” (El amigo piedra. Pehuén editores (1989) Retrato de mi padre escrito por Lukó de Rokha.) describe la ciudad de Nueva York como una gran Babilonia atestada de prostitutas y oficinistas, por donde se puede oír el lejano lamento de Whitman como la atmósfera desdibujada de las ruinas. Para De Rokha, Wall Street será el carnaval grotesco del espíritu mercantil y la prueba máxima de la degradación de la sociedad capitalista norteamericana. A pesar de todo, subsiste en su prosa barroca y sustanciosa una profunda conmiseración por quienes habitan este enorme país.

“El pueblo es bueno, como todos los pueblos de la tierra, como el pueblo chileno, como el pueblo español, como el pueblo hebreo, su politización precaria lo sitúa en el sitio del gran niño de Norteamérica, frente a frente al hombre de negocios que es la caducidad definitiva, es decir, la negación del anciano que es lo más podrido que existe, y el yanqui popular atraviesa en bicicleta de la casa a la cocina, ingenuamente. New York es nueva, hecha con materia vieja, con intestinos, con vísceras, con cerebros machacados y amasados, con sudor, con dolor, con terror de trabajadores, y precisamente con trabajo pagado, robado a los obreros muertos, porque de ahí la capital de la plusvalía”

O este otro párrafo tan genuinamente rokhiano para referirse al célebre edificio Empire State como la gran Torre de Babel del imperio y pandemoniun de las contradicciones del Gran Capital:

“Naturalmente nos quedamos boquiabiertos frente al Empire cuando día a día vamos al Martinique Hotel, el hotel nuestro y lanzamos un escupo al cielo, porque sabemos que por dentro del inmenso y espectacular edificio camina el gusano y la víbora de la explotación del hombre por el hombre”

Ateniéndonos a los datos que tenemos a nuestra disposición en este caótico esfuerzo bibliográfico sabemos que el matrimonio fue presentado por H. R. Hays. El célebre escritor, antropólogo y docente de la Universidad de Yale denominaría a Pablo de Rokha como “centro de tormenta de la poesía de América”. También se hallaban presentes figuras destacadas de la poesía angloamericana tales como Margaret Finley, Fred Field, Marion Bachrach N. B. Sprathlin, Archibald Mac – Leish y también el político boliviano José Antonio Arze.

Entre los asistentes a esta reunión se encontraba un hombre calvo y de fisonomía resuelta que solía lucir corbatas de humita. Respondía al nombre de William Carlos Williams. (La presencia de William Carlos Williams está confirmada por el propio De Rokha en el libro Suma y destino de Winétt de Rokha (Editorial Multitud, 1951) en la sección Cronografía, donde comenta poéticamente la vida de su esposa.)

Hasta aquí los hechos ingresan en esa zona siempre nebulosa, similar a un teatro de sombras que confunde la ficción con el designio siempre ambivalente de lo real. Quisiera, en honor a este último aserto, aventurar el ejercicio de la fabulación razonada.

¿Qué poéticas convivían en aquel cenáculo de Nueva York? ¿Qué rasgos amalgamaban y divorciaban a ambos autores?

Creo que William Carlos Williams heredó de su abuela Emily Dickinson la necesidad de escribir una poesía donde la certeza de la voluntad creativa anule cualquier adjetivo superfluo. Fue contemporáneo de Hilda Doolittle y Ezra Pound.

Es un poeta que reformula los límites aparentemente inamovibles de las viejas estatuas modernistas y que luego se liga estrechamente al imaginismo, privilegiando un lenguaje concreto y preciso, en lugar de la imagen artificiosa propia de la poesía victoriana. Toda esa reflexión lleva a William Carlos Williams a abrazar la coloquialidad, a preciar la fluidez del habla como el gran trofeo del lenguaje poético, acusando que éste había caído en lo empalagoso y altisonante.

Su categorización del poema tiene vínculos muy decidores con la perfección de la imagen casi como susurros de una arquitectura conceptual oculta en las entretelas del lenguaje cotidiano. Ya intuía que la música de las esferas celestiales era el ritmo del pensamiento, es decir, el habla.

Todo está en

el sonido. Una canción.

Muy rara vez una canción. Debiera

de ser una canción – compuesta de

detalles, una avispa,

una genciana – cosas

inmediatas, abiertas

tijeras, de una dama

los ojos – despertando

centrífuga, centrípeta

Pablo de Rokha, en cambio, coincide en algunos abordajes pero apuesta casi siempre por el maximalismo, por un verso que fluye como un río desbocado. Para adjetivar la poesía rokhiana se han utilizado tantos adjetivos (casi todos esdrújulos): oceánica, dramática, épica, metafórica, cosmogónica, mítica, ditirámbica, apolínea, báquica. Pero, ante todo, es el primer poeta nacional que se ajusta al habla cotidiana propiamente tal y su chilenidad trasunta el ritmo del lenguaje oral, siempre matizado por la dimensión prosaica y cierto sentido bíblico para dibujar la épica popular y proletaria.

De Rokha siempre ha sido el gran guerrillero de la poesía chilena, el luchador incansable cuya poesía vernacular y vanguardista, pantagruélica y proletaria constituye la mirada más genuina al Chile no arrasado por los coros de utilería de la modernidad. Su desarrollo poético fue lamentablemente ninguneado y sólo rescatado muy posteriormente como uno de los gigantes de la poesía hispanoamericana.

Pequeña y sutil, morenita como las esposas de «La Biblia» o los lirios dilectos del Ganges, graciosa, melodiosa, misteriosa, llena de innumerables destinos augustos, egregios, y pálidas adivinaciones, humilde en su virtud, humilde y humilde, grandes los negros ojos negros, chiquito el pie, anda por las vías eternas acariciando los acontecimientos rientes, las desgracias que visten mortuorios lutos amarillos, el gesto fluvial de los llantos, el gesto fluvial de los llantos, la montaña, y el insecto maximalista, ácrata o filósofo, acariciando, acaparando la vida y los sepulcros con mimos de gatita joven.

En aquel montoncito de carnes sumisas, humanas, heroicas, florales, viajeras, canta el ilustre mar, la tierra orlada de trigales intermitentes o sonoros nidos, los cándidos cielos musicales, Dios, Satanás, el viejo instinto negro que sonríe a la nada desde los subterráneos del hombre y la materia.

Se parece a las banderas del pueblo: el modestísimo olor a gestos rurales, la religiosidad honrada y honesta que diluye su ateísmo profundo como las aguas eternas de las tumbas, su ateísmo, lo ensimismado, lo virtuoso, l0 tranquilo de las diarias maneras exteriores, el sentido de la divinidad aureolando sus huesos a cada instante del a cada instante, tienen un no sé qué tan evangélico que evoca, ¡oh!. que evoca la leyenda del lugar…

William Carlos Williams desarrollaría un amplio proyecto donde poesía y prosa se funden en un lenguaje integrador y que tituló Paterson, allí conviven metáforas de gran calibre con spot publicitarios que se diseminan en torno al tópico de la depresión económica del 29. “Literatura patológica” fue el lapidario juicio con que la ortodoxa crítica chilena midió Los gemidos de Pablo de Rokha publicado en 1922, donde la ciudad aparece como el gran espejo esperpéntico de una modernidad injusta y baldía. Entre ambos proyectos hay más de algún cruce.

Ambos poetas compartían el imaginario totalizante de una poesía que se incrusta en las palabras por calles, ferias y plazas. Uno de ellos parecía un patriarca que proclamaba sagas homéricas y desgarradores himnos a la era de una revolución naciente donde convivían tanto Marx como Nietzsche. El otro, huía del florilegio verbal para coronar su periplo con la supremacía de la imagen poética.

Y aunque el crossover, por esencia, siempre tiende a la alegoría, es hermoso imaginar en una tertulia neoyorquina al huaso de Licantén que cantó la epopeya de la chilenidad junto al poeta que viajaba entre las olas tumultuosas del viejo Brueghel.