La fuerza de nadar contra la corriente
Por Juan Mihovilovich
«¿Quién podrá contar los granos de arena a orillas de los mareslas gotas de lluvia, los días ya transcurridos?
Sirácides- 1,2.
Muchos salmones regresan del mar hacia los ríos, nadan contra corriente, y recorren todo un hemisferio de sur a norte, desovan, nacen las crías y ellas regresan desde las corrientes de agua dulce al océano una vez que alcanzan la madurez. Es un transito voluntario y necesario, una forma de proseguir la vida, de recorrerla, de sentirla entre las piedras y las profundidades, un manera de renacer siempre en el cíclico vaivén de las travesías eternas, que dan la impresión de cambiar año tras año.
Quizás, en parte por esa necesidad de nadar contra la corriente obligado por la historia -o por las circunstancias de la historia- Gerardo, el personaje inicial del primer cuento, se haya deslizado más tarde desde Canadá, su lugar de desarraigo, para regresar un día hasta las quietas y mansas aguas del Río Maule frente a las riberas de Constitución, “no porque quisiera morir…pero tampoco quiero llegar a Constitución muerto un día….” Entonces se duerme en ese movimiento silencioso del bote sobre las aguas y nos retrotrae a un mundo antiguo y vigente, hecho de interioridades rurales, de sosiegos y pasiones, de padecimientos y fugaces alegrías donde hombre y mujer habitan un espacio que pareciera brotar desde afuera y que, sin embargo, seduce por una confluencia inevitable, por un engarzamiento de los sentidos y el entorno, siendo prácticamente imposible disociarlos.
Los cuentos de Miguel de Loyola arrastran luego la pesadumbre de un tiempo que se nos ha extraviado, que está allá lejos, enmarcado en el paisaje de un secano costero o una ruralidad medio árida y deslucida por donde las vidas transitan lóbregas y casi ajadas, sujetas a una paciente tradición ladina y traicionera, mezquina a veces, injusta casi siempre, insondable o triste en ocasiones.
En estas paginas destilan las historias mínimas de seres mínimos que recogen los vestigios de una realidad campestre que alguna vez nos rodeó desde los cerros con sus bosques nativos centenarios y que, de pronto, cedió paso al bosque artificial, preñado de consumo y afanes de mercado. Nada nuevo, podrá decirse, o un discurso semi gastado y que va contra corriente. Pero no. De Loyola nos está increpando, nos comienza a molestar con ese tono algo inocente, supuestamente ingenuo, pero terriblemente lúcido y certero. Desde sus personajes emanan los atributos de lo que somos: esa mezcla de ángel y bestia que se arrastra con nosotros desde nuestros orígenes. Allá, en la quintaesencia de los terrenos perdidos donde los artefactos del progreso son -antes y ahora- una cuestión de perspectivas del mundo moderno, los seres de Cuentos del Maule se arrastran con pesadez animal y suelen salir -de tarde en tarde- de las madrigueras para seguir respirando el mismo aire que todo ser aislado, pero necesariamente gregario, requiere y necesita.
Entonces, de a poco, como si el lector fuera impulsado por esa corriente seductora, se deja llevar por el mágico encanto de estos personajes que están vivos, que atrapan y estiran la cuerda del entendimiento para que uno se revitalice con sus alucinaciones (La agonía del fantasma), con la obnubilación de la conciencia producto del alcohol (Por el atajo del Litre) o la sensualidad monogámica del afuerino con Aurora. (Un Gringo enamorado), actores que representan roles diversos de una historia única, paradójicamente colectiva y personal.
Desde sus escuálidos espacios, donde la memoria surte el efecto de retrasarnos y hacernos palpar un presente vívido y alejado de las autopistas o los centros de poder, son los mismos seres quienes recobran su imagen corroída para hacerse carne, pasión y desventura. No hay tiempo para el sueño. Si se sueña se corre el riesgo de ser otro u otras y el sello de una condena dejaría de ser tal. Es verdad, destellos refulgen en las narraciones como avisos de otros universos, como señuelos imprecisos de una solidaridad ajena. Pero, la pobreza a veces, la ignorancia en ocasiones, la avaricia y la mezquindad en otras, se apodera de los vestigios de una existencia solitaria. Así en La herencia de misia Aurorita, los vecinos acuden en masa a apoderarse de los bienes terrenales de la difunta en una seriación patética: los depredadores arrasan con todo y, sin embargo, acudirán más tarde a depositar sobre su lápida las mismas flores robadas desde su jardín el día anterior. Quedará apenas la huella de una existencia que pareciera no haber sido tal en sus noventa y dos años terrenos, como en cierta forma ocurrirá también en Los Hijos de Mamá Regina, donde parte de ese atávico egoísmo emerge con toda su fuerza y a pesar de amamantar como nodriza a casi un pueblo entero, apenas un único individuo, de vez en cuando, regresa a agradecer esa savia que le fuera ofrendada.
Cierto: queda poco sitio para la redención. Pero, ella también es un intento. En El profeta en su tierra, una narración inolvidable, acudimos a ese proceso de reconversión. Samuel Villalobos, ebrio consuetudinario, se transforma en predicador, en salvador de almas y su metamorfosis intenta alcanzar a su mejor amigo, Corrales, tan perdido hoy como aquél antes. Pero, Corrales está marcado por el sino de la fatalidad. O acaso el nuevo profeta también. El encadenamiento de sus destinos hará que el desenlace sea sólo el resumidero de sus tribulaciones. No hay escape, entonces. Ese perfil engañoso con que los personajes de De Loyola procuran revestirse circunstancialmente, no basta. No es suficiente. ¿No es acaso entre el campesinado ese destino prefigurado una especie de advertencia, de reclamo, de aullido entre los matorrales y los bosques? La religión aparece como una balsa para el naufrago, aunque su historia tiene otro itinerario. No. No basta la fe. En el hombre hay ciertos designios trazados de antemano y a algunos sólo les basta transitarlos.
No se trata de hacer de ello una apología del fatalismo. Es simplemente el deslizamiento de las vidas sencillas que, a pesar de todo, nos muestran la otra cara de la medalla: intentos de poder y grandeza efímera en Las memorias de don Rojo o en Terratenientes, una suerte de esfuerzo y astucia en el primero o una mixtura de ésta última con la invariable sucesión hereditaria de la propiedad rural en la segunda, aunque en todo caso traten de historias de proyectos y esfuerzos por cambiar con la riqueza acumulada el sino de una tradición ineludible.
Podríamos hablar sin tregua de éste libro y entusiasmarnos con cierto humor negro en Las Fiestas del Vino, enternecernos hasta bordear la emotividad con La Escuela de Juan Grande, otro de esos personajes memorables, o atemorizarnos a distancia con La Pata del Diablo o ese susurro insinuante que crece hasta ser El viento en medio de la noche, un hálito de muerte y sombras que parecen hombres en un universo casi evanescente. O por último, dolernos de ese asesino accidental en La Despedida o creer que la tierra prometida existe en algún lugar como en La Vida Nueva.
No obstante, aquí están los derroteros de estos Cuentos del Maule, que no son la historia inconclusa del criollismo de Mariano Latorre…o quizás… quién sabe… puede ser un remezón a nuestra conciencia mundana, adormilada por los vicios del modernismo, cuando aquí mismo, en la trastienda de nuestros afanes frívolos, sí, aquí mismo, en el secreto encanto de una memoria que no puede ausentarse para siempre, pervive el sello ancestral de nuestros comienzos, de esas mezcla inviolable de sangres y apellidos que nos esforzamos en ocultar, como si la existencia brotara sólo de los rascacielos, sin ningún otro antecedente que el poder de lo fútil y pasajero, sin más remedio que la globalización de nuestra estrechez mental, mientras De Loyola nos retrotrae a vernos y ver lo que ocurre en el fondo y en la forma de toda real humanidad.
Por eso y mucho más, vale la pena deslizarse a contracorriente y bucear sin prisa por éste río literario pleno de naturalidad, de dolorosa belleza, de precisas imágenes, de inclaudicable amor por lo que somos y a veces parecemos…
Juan Mihovilovich
escritor
Diciembre 2007. Curepto.
Durísimo cuento. Atento a las obras de este autor valdiviano.