Gracias la gentileza del narrador boliviano Manuel Vargas, director de la prestigiosa revista consagrada al cuento Correveydile, seguimos indagando en la narrativa de su país. En estas páginas hemos ido conociendo la cuentística contemporánea de Bolivia, leyendo cuentos del propio Manuel Vargas,  Constanza Roca, Oscar Barbery, Giomar Arandia, Solange Bohateguy, Víctor Hugo Viscarra. Ahora tendremos la oportunidad de conocer un nuevo autor boliviano: GERMÁN ARAÚZ CRESPO.

Parientes y amigos, empleados del ferrocarril e incluso agentes aduaneros, no se cansaban de advertirle a doña Micaela Baldomero que la decisión de seguir con sus idas y venidas a Corumbá, pese a sus siete meses de embarazo, ponía en riesgo no sólo la vida del niño que gestaba, también la propia. Pero si en este mundo existía un esfuerzo inútil, ése era pretender que doña Micaela modifique una determinación que ya había tomado. Los amigos más cercanos, los que sabían que nada podría convencerla para que altere lo ya resuelto, se limitaban a rogarle que ¾ya que sus viajes eran inevitables¾ por lo menos los haga como todo el mundo, en un vagón de pasajeros. Es que, al no poder olvidar la noche en que su mercadería mal asegurada se fue regando en el camino, la comerciante había adquirido la costumbre de viajar sólo en el vagón de carga, pendiente de sus bultos y sentada como podía sobre fardos y maletas, y a cielo descubierto.

Aquella noche, bajo un cielo salpicado de estrellas y a medio camino entre Puerto Suárez y Santa Cruz, doña Micaela sintió que la placenta se le había reventado y empezaba a perder líquido. Antes de embarcarse, las contracciones en el vientre ya le advirtieron de los inminentes sucesos pero, segura de que llegaría a destino justo para tener el crío, prefirió disimularlas. Por fortuna, uno de los guardas que buscaba un poco de aire fresco que le ayude a espantar su insomnio llegó hasta el vagón de carga y, al ver que la mujer se retorcía de dolor, fue en busca de ayuda.

Dos ferroviarios y un aduanero con alguna experiencia en partos pues alguna vez había asistido a su propia mujer, recibieron al niño. El nacimiento causó revuelo en el convoy. Era un varoncito rebosante de salud y energía. Ahí nomás se empezaron a barajar nombres. La madre creyó justo que se llamara como quien lo trajo al mundo mas la idea fue desechada de inmediato, primero porque el aduanero se llamaba Teodosio y segundo, porque el maquinista creyó que el nombre del niño debía tener relación con las circunstancias de su nacimiento. Pero resulta que Expreso, Enfe, Ferrocarril o Red Oriental no son nombres muy cristianos. Fue el boletero quien dio la última palabra.

¾¡Tránsito… así debe llamarse! Ese será el destino de este peladito¾ sentenció.

Los primeros años de Tránsito Baldomero parecieron darle la razón al guarda. Su vida transcurría sobre rieles. Desde un tren había comenzado a ver el mundo y en un tren dio sus primeros pasos. En realidad, su existencia transcurría entre los vagones que su madre debía viajar. Incluso, gracias a la paciencia de guardas y aduaneros, sobre un tren aprendió a descifrar sus primeras letras y a familiarizarse con las cuentas. Su vida dependía del tráfico ferroviario y sólo bajaba a tierra firme para cumplir la tarea que le encomendaba su madre: vigilar la mercadería mientras ella negociaba su venta. Conforme el niño crecía adquiría responsabilidades poco apropiadas para su edad. A los ocho años, conocía al dedillo precios y porcentajes y todas las fluctuaciones del mercado. Y, cuando su destino dejó de ser Corumbá, Brasil, para convertirse en Pocitos, Palos Blancos o La Quiaca, Argentina, asombró la madurez con la que asumía aquellos cambios. Entonces demostró que había heredado la admirable intuición comercial de la madre. Era suficiente escucharlo regatear con los comerciantes más avezados. Sin mencionar su capacidad para elegir la mercadería. Y así siguió cuando, por exigencias del mercado, hubo de emprender las rutas de La Paz-Yunguyo o La Paz-Charaña.

Cualquiera sea el lugar, por diversos que sean los climas ¾en el tórrido  Puerto Suárez o la gélida pampa de Charaña¾ Tránsito Baldomero se movía como pez en el agua. Nada lo arredraba y cada encargo de su madre era cumplido a la perfección. Es así que, conforme el niño se hacía hombre, la idea de expandir el negocio iba tomando cuerpo en la ambición de doña Micaela. Ella sabía que el talento natural heredado por su hijo, suplantaría con creces su necesidad de viajar personalmente, lo que le permitiría evitar a los intermediarios. Entonces, abrió almacenes propios en un céntrico mercado de La Paz. Los hechos no tardaron en darle la razón. En menos de dos años, su negocio que antes se limitaba a cosméticos, ropa y algunos productos alimenticios, se convirtió en uno de los centros de electrodomésticos más grandes. La eficiencia de Tránsito transformó la vida de doña Micaela. Aquella repentina prosperidad le permitió acceder a la vida de ostentación y lujo que nunca había imaginado. En cambio, para Tránsito, las cosas no cambiaron nada. A pesar de sus casi veinte años, el jovencito aún no había cortado ese cordón umbilical que lo unía a los trenes desde su nacimiento.

Después de cada viaje, al llegar a la estación, entregaba la carga a su madre y, si la suerte le permitía, tras recibir el dinero para adquirir nueva mercadería, se embarcaba de inmediato en otro tren que lo llevara a la frontera. Si no tenía esa fortuna accedía, de muy mala gana y sólo por una noche, a pernoctar en el lujoso departamento de doña Micaela. Por supuesto, dados sus afanes un tanto avariciosos, el comportamiento de su hijo no le preocupaba en lo más mínimo a la comerciante. Es más, lo justificaba con un «¡Bah!  Si toda esa plata sólo ha de ser para él». Nunca reparó en que Tránsito ya había crecido y que otras necesidades le hurgaban el alma. Eso sin hablar de los nuevos riesgos que habían empezado a acechar a todo viajero. Por su edad y su carácter un tanto dócil y solidario, el joven no tardó en lograr la amistad y simpatía de otros jóvenes que, urgidos por sus propias necesidades, empezaban a frecuentar las fronteras como él, aunque con objetivos muy distintos. Fue a través de ellos que el hijo de doña Micaela Baldomero descubrió la existencia de otros «viajes» capaces de llevarlo a paraísos que jamás había imaginado. A partir de allí su transformación fue radical. Alma sensible como la suya, el vicio supo prendérsele con mucha fuerza. Naturalmente, esa metamorfosis empezó a golpear duro en la economía de su madre, quien al principio no entendía por qué el volumen de la mercadería disminuía a ojos vista.

La crisis de su adicción atacó a Tránsito justo cuando, en el entendido de que las ventas se duplicarían para las fiestas de fin de año, doña Micaela le había confiado un abultado monto de dinero para la provisión de mercadería. Fue la última vez que la comerciante vio a su niño. Según ferroviarios y aduaneros, Tránsito, aprovisionado de ingentes cantidades de droga, se había internado al monte en busca de la muerte. Pero no fue así. Muy pronto, el joven volvió a frecuentar los vagones, aunque ya no buscaba mercadería para el negocio de su madre. Su vicio era caro y había decidido pagarlo trabajando como mulita, una tarea que además le permitía permanecer en su ámbito natural: los trenes.

Al enterarse del destino elegido por su hijo, la comerciante lo maldijo una y mil veces y negó que alguna vez hubiera parido a semejante monstruo. Para Tránsito, más allá de su visible deterioro físico, la situación no cambió gran cosa. Ducho como era en viajes y negocios, no tardó en destacar entre sus compañeros de trabajo. Por lo tanto sus empleadores incrementaban paulatinamente la cantidad de droga que transportaba. Pero, así como a todo chancho le llega su San Martín, un mal día, cuando iba camino a Brasil, Tránsito fue detenido por agentes de narcóticos. Llevaba un sorprendente volumen de droga.

II

Cuando el joven fue internado en el panóptico de San Pedro, en La Paz, todos vaticinaron su muerte. Quien había elegido a los trenes como su mundo, no podría soportar las cuatro paredes de un calabozo. Tan segura estaba del infierno que aquello sería para su niño, que ¾si bien se negó a verlo otra vez¾ doña Micaela Baldomero cedió a su decisión de no reconocerlo y contrató, para su defensa, un abogado ducho en liberar narcotraficantes lo que podría considerarse una tarea muy difícil pues, Tránsito, no daba brazo a torcer a la presión de jueces y fiscales para que delate a los propietarios de la droga que transportaba.

Los dramáticos vaticinios sobre su destino cayeron en saco roto. Ante la sorpresa de todos, y pese a las largas y dolorosas sesiones indagatorias a las que era sometido, el joven aparentemente se adecuó con facilidad a su encierro. En realidad, todas sus posibles nostalgias por los trenes eran atenuadas por los misteriosos paquetes que, compensando sus silencios, le llegaban a la cárcel. Gracias a ellos y sin mucho esfuerzo, fue ganando el afecto de reos y guardias, encandilados por su espíritu generoso. En dos patadas, mientras el abogado encargado de su defensa hacía esfuerzos por despojar de su dinero a doña Micaela, Tránsito había logrado construir un mundo a la medida de su felicidad.

Un ataque de apoplejía causado por la incautación de una carga de electrodomésticos, dio fin con la vida de doña Micaela Baldomero; por lo tanto, no fue difícil que el joven recibiera una sentencia de veinte años. Ninguno de estos sucesos pareció conmoverlo y su vida transcurría apacible. Hasta que sus antiguos proveedores consideraron cancelada su deuda y dejaron de enviarle aquellos generosos paquetes de droga a la cárcel. Por primera vez, una dolorosa crisis pareció doblegar para siempre su férrea voluntad; sin embargo, un hecho casual le permitió acceder a un prodigioso paliativo que, casi sin sentirlo, permitió que olvidara para siempre su afición por los estupefacientes.

Atacado por las fiebres con las que el organismo de todo drogadicto suele exigir la dosis acostumbrada, el joven comenzó a revivir en voz alta el recuerdo del permanente viaje al que le había condenado la vida. De esa manera, descubrió que aquel recurso ¾además de hacerle olvidar su encierro¾ le permitía atenuar sus carencias. A partir de entonces, cada noche reunía en derredor un grupo de cuatro o cinco personas a las que describía sus interminables viajes. Quienes le escuchaban, sostenían que a través de aquellas historias, Tránsito les permitía abrir los patios cerrados del panóptico, para transportarse por aquellos horizontes abiertos que había recorrido durante su vida.

Su audiencia se incrementaba noche a noche no sólo en número, también en variedad. No era raro ver, entre los presos y guardias que cauterizaban su encierro a través de aquellas historias, alguna alta autoridad del recinto que atendía encandilado el relato de aquel prisionero que había logrado imprimir a su palabra el oficio mágico de los trenes. Cuando se agotaron los recuerdos de sus propios viajes, Tránsito optó por fraguar otros capaces de llevarle por mundos cuya existencia no había imaginado antes y que, sin embargo, les proporcionaba ¾a él y a quienes le escuchaban¾ la misma sensación de libertad.

III

Pero todo plazo se cumple. Y la sentencia de veinte años impuesta a Tránsito Baldomero llegó a su fin. Al principio, no quiso creerlo, luego pretendió no acatar la disposición. Contra su propio deseo, el gobernador del recinto tuvo que conminarlo a abandonar la cárcel. Primero aleccionándolo sobre los beneficios de la libertad y, finalmente, disponiendo que tres agentes lo pongan patitas en la calle junto al atado de ropas y el dinerito que había guardado en sus años de encierro. «¿Cómo hago para llegar a la Estación?», pudo consultar antes de ser expulsado.El gobernador, incapaz de explicarle que el gobierno había decidido borrar los trenes de la ciudad para favorecer a ciertos empresarios, no pudo evitar una carcajada. «Ya no hay Estación. La han rifado», le respondió.

Cargado de su atadito de ropa y un terror indescriptible, Tránsito Baldomero quedó clavado frente a la puerta del panóptico. Acababan de despojarlo del mundo que había construido durante veinte años. Una hora más tarde, dos carabineros, instruidos por el gobernador, lo condujeron hasta la plaza de San Pedro y lo sentaron en un banco junto al pequeño atadijo. Y ¾en un gesto que recordaba el desamparo del niño de cinco años que en cualquier estación de trenes esperaba junto a la mercadería el retorno de su madre¾ permaneció allí durante todo el día, casi sin moverse. Al caer la noche, cuando la plaza fue inundada por gente que, cumplida su jornada, retornaba a sus hogares, Tránsito se incorporó acosado por el pánico y volvió al panóptico a exigir que le devuelvan aquel espacio chiquito que consideraba su mundo. El escándalo fue mayúsculo, al punto que los mismos internos amenazaron con un motín si no le permitían que vuelva a la cárcel. El hecho encolerizó al gobernador por lo que ordenó que lo alejaran de cualquier modo. «¡No quiero ver más a ese tipo!», advirtió a sus subordinados.

Convencido a golpes de cachiporra de su propia impotencia, Tránsito tomó su atado de ropas y se internó por las calles aledañas. Elegía para su marcha las callejuelas más oscuras y vacías, hasta que el cansancio le aconsejó retornar al banco donde había pasado el día. Cuando al fin ubicó el lugar, la plaza ya estaba vacía. Aquello lo reconfortaba al punto de hacerle olvidar los golpes recibidos. Una remota tranquilidad retornaba a su alma. Miró a su entorno y se estremeció ante el azul profundo que lo rodeaba. En un esfuerzo por espantar el frío, levantó la cabeza. Fue cuando descubrió aquel cielo transparente inundado de estrellas. Quedó deslumbrado. Esa era la imagen que había guardado en algún lugar recóndito del alma aquella noche que su madre lo parió a cielo descubierto en el vagón de carga de un tren. Entonces, Tránsito Baldomero se puso de pie y, como quien ha llegado a su destino final tras un viaje muy largo, cargó su atadito e inició su marcha hacia la línea de luz que separaba el cielo del mundo que en suerte le había tocado.

Bascopé Aspiazu, René. La Paz, 1951—1984. Autor del libro de cuentos La noche de los turcos (1983) y la novela: La tumba infecunda (1984). Ensayo: La veta blanca (1982, sobre el narcotráfico en Bolivia).